1. Como suele suceder con las operas primas, El hombre robado parecía encerrar todas las posibilidades futuras del cine de Matías Piñeiro, y aún así seguía siendo un enigma. Lo más notable no era la frescura con que jugaba a revivir a Rohmer en el Buenos Aires de inicios del siglo XXI (algo que otros cineastas del NCA han repetido con desigual suerte), sino el modo en que la historia parecía imbricarse con la Historia. Decía Llinás en su presentación: “Los personajes llevan nombres de personajes históricos, como sucedía con los cineastas en los viejos films de Godard. Nada de esto, sin embargo, aparece en el film como arbitrario; nada de esto es un capricho.” La “clave” parecía estar en la lectura de Campaña en el ejército grande de Sarmiento (texto que a su vez ocupa un lugar central en la historia argentina, ya que de allí –del posicionamiento ante los vencedores de Rosas en Caseros– surge su notorio enfrentamiento con Alberdi, en una de las más extraordinarias polémicas de las muchas que dividieron el siglo XIX). Pero ni en el film, ni ningún texto crítico sobre él, ni tampoco ninguna entrevista con el director alcanzan a establecer el sentido esa relación. Con su segunda película, Todos mienten (y con su minúsculo y autorreferencial artículo sobre “Sarmiento en el cine” que curiosamente forma parte de la Historia crítica de la literatura argentina), quedó claro que esas referencias no proponían otra cosa más que una suerte de “viaje estético” (como el que Viñas atribuía a los flaneurs finiseculares, en busca de un contacto con la alta cultura europea para luego devolverla a su origen libresco): es decir, Sarmiento funcionaba como cita “poética” más que política. Lo mismo sucede con Shakespeare en sus películas siguientes, como asume Piñeiro en una reciente entrevista con La Nación: “tomo elementos de la cultura como pueden ser Shakespeare o Sarmiento para generar una especie de fábulas. Algunas pueden ser más tiradas de los pelos que otras, pero tratan de armar nuevas narraciones, y en ese sentido un texto de Shakespeare es como fotografiar un paisaje (…), es un elemento más del mundo que uno utiliza en combinaciones para generar ficción.” No se trata ya de una ficción atravesada por lo histórico (como la del mismo Shakespeare), sino de la ficción como lo otro de la Historia (como joyceano escape de su pesadilla, pero sepultando el sentido fatídico de esa evasión). No en vano Piñeiro apela al Shakespeare más “amoroso” (en todo sentido), despojando su juego de identidades de todo riesgo trágico, del mismo modo en que disuelve su apelación a anécdotas lejanas como forma larvada de referirse a los problemas de su tiempo (en el sentido contrario en el que Piñeiro va a buscar a un Shakespeare “universal”). De ahí que opte por sus comedias juveniles (Como gustéis, Noche de reyes), ideales para el ejercicio de estilo. 2. “Comedias de disimulo y disfraces”, según resume la diáfana critica de Viola en el New York Times+: “El lenguaje de Shakespeare, el que se escucha en español con subtítulos en inglés, estructura y enfatiza las rupturas ambivalentes y los encuentros tentativos”. Doble frescura para la extrañada mirada extranjera: por un lado, la sorpresa de oír en la lengua de Calibán los mismos parlamentos que suelen fatigar a cualquier escolar (de más está decir que el inglés de Shakespeare es para ellos tan arcaico como para nosotros el español de Cervantes); por el otro, la previsible certeza de que “los personajes pertenecen a una tribu urbana tan reconocible como trasnacional: su Buenos Aires podría ser Austin o Edimburgo, o Praga, o cualquier otra ciudad”. En suma: la tranquilidad de reencontrar la propia aldea en el mundo globalizado (y saber que no sólo se puede encontrar el mainstream de McDonalds en el último confín de la tierra, sino también el exquisito internacionalismo del savoir faire). Ese es el único modo en que el primer mundo puede soportar cierta sofisticación en el cine de la periferia: verlo como un reflejo invertido (como una victoria de la civilización sobre la barbarie…). Lo que no puede percibir una reseña tan lejana como superficial es la relación menos inocente que une a Viola o Rosalinda con las obras de Shakespeare (así como lo que une sus alegres comedias juveniles con sus oscuras tragedias de madurez): aquello que el crítico menciona como “la relación inestable entre ser y parecer” y que se puede aplicar tanto a las películas como a la crítica misma (en su abierta confusión entre ligereza y levedad, entre gracia y frivolidad). Porque el juego de apariencias incluye la propia mirada (acrítica), sorprendida en ese especular ilusionismo que hace de la fluidez un valor y de la elegancia un arte (tan irreprochables como la juventud…): “se nos da conocer una serie de momentos efímeros y seductores que se entremezcla con los ritmos eternos de la juventud y se vincula con algo que es duradero y pretérito, una forma para nombrar al arte”. Lo que el crítico termina encontrando es, inevitablemente, su propia visión (est/ética) del mundo. Confrontémosla entonces con otras, incluso sin necesidad de renunciar a la ayuda de Shakespeare… 3. En el mismo año, pero del otro lado del juvenilismo, los ya octogenarios hermanos Taviani filmaron César debe morir, una película en la que reinventan su cine y dan una lección de (in)adaptación. Porque el Julio César de Shakespeare no es un cuerpo muerto que el film saquea, sino la sangre que vierte para reclamar su propia historia. La representación no tiene lugar en “lugares extraños de la ciudad en donde se llevan a cabo extraños mandados” sino en un espacio preciso (el pabellón de máxima seguridad de una cárcel), y los actores son presos cuyo “casting” consiste en su propia presentación. Porque no se trata, como el mismo Shakespeare sabía, de evocar los tiempos idos de una lejana Roma imperial, sino de asumir la propia experiencia (como evocaba Borges en una de las viñetas de El hacedor en la que dos gauchos remedan en su propia lengua la vieja escena de la traición). Es la literal encarnación del texto, y la experiencia liberadora que ello conlleva en una prisión (literal teatro del mundo) lo que expresa la verdadera tragedia de César debe morir: cuando los presos comunes se descubren realmente “vinculados con algo que es duradero y pretérito”, reelaboran su propia experiencia del tiempo perdido, y recuperan su propia subjetividad en ese aparente juego de roles. Shakespeare no es aquí mera excusa estética ni ilustración (en ningún sentido de la palabra), sino un terrible fantasma de la libertad… 4. Por el contrario, la inconsciencia de la propia prisión (como en una extraña versión lúdica de El ángel exterminador) es lo que se repite en las películas de Matías Piñeiro (asumiendo abiertamente un gesto que se encuentra en otros muchos films del NCA: la voluntad de conformar una comunidad cerrada, ajena al mundo). Pero para entender esa genealogía hay que remontarse al viejo NCA de los ’60 (repleto de jóvenes asfixiados), y a una película en particular que hizo del encierro una fiesta: The Players vs. Ángeles caídos, de Alberto Fischerman. Con relectura shakesperiana incluida (no en vano de La tempestad, una tragedia que quiere ser comedia) la película anticipa los juegos actorales del cine de Piñeiro de modo doblemente alegórico, ya que hoy podemos verla como una (in)voluntaria fábula sobre la esperanza frustrada de una generación que quiso ser moderna en un país salvaje (como la misma generación del ’37 evocada en Todos mienten). Filmada en los fantasmales estudios Lumiton (representantes de un cine industrial que se había extinguido antes de nacer), y jugado como un enfrentamiento entre dos grupos antagónicos (como en la posterior Invasión de Santiago, pero aquí en clave nueva olera), The Players vs. Ángeles caídos es una curiosa muestra de apertura y clausura a la vez (como la que expresaba contradictoriamente el Di Tella y hoy el Bafici, digamos): ese alegre encierro es la contratara del que otros cineastas vieran con más preocupación, empezando por Torre Nilsson (que venía advirtiendo la endogamia de clase desde una década antes con sus adaptaciones de Beatriz Guido, y que actualizaría la cuestión con La terraza, en una tradición que llega hasta La ciénaga o Una semana solos). Lamentablemente, ni Nilsson ni Fischerman ni tantos otros pudieron –o supieron, o quisieron– escapar a las contradicciones (o a las determinaciones de la época, signada por una espiral de dictaduras que fueron agravando el aislamiento): sus veleidades vanguardistas se extinguieron bajo películas “populistas” (ya en democracia, Fischerman pasó de la notable Gombrowicz y la seducción a films exitosamente olvidables como La clínica del Dr. Cureta) como si no hubiera opción entre la reclusión indefinida y la perdición del rumbo, abismos simétricos del vértigo de la Historia. Y esa tragedia se repitió en el nuevo NCA, aunque ya no como tragedia sino como farsa (en ese sentido es visible la conexión entre el final de Los rubios –con su repliegue sobre la cofradía– y los inicios del cine de Matías Piñeiro –donde esa fractura se asume ya gozosamente, como si el hiato trágico entre los ´60 y los ’90 hubiera desaparecido…). 5. “Los personajes de Piñeiro están ligeramente desligados del resto de la sociedad”, dice Quintín en Cinemascope: “Se conocen por frecuentar los mismos lugares, y es como si sin saberlo pertenecieran a una secta, una aristocracia secreta en donde se constituye un vínculo entre ellos que resulta más poderoso que el amor y la amistad”. Todo lo que Quintín saluda es síntoma de los ya viejos problemas de parte del NCA. Lo que no es extraño, ya que Quintín muestra esa prescindencia de lo histórico (la misma que exaltaba con menos énfasis en La libertad) como una virtud exacerbada por la época: “Sería erróneo decir que Piñeiro es una cineasta político, pero su obra se posiciona como un intento de evitar la creciente atmósfera autoritaria de los años kirchneristas suprimiendo todos los vínculos con la omnipresente realidad política y mirando hacia un mundo aparte: un mundo de arte y artistas, en donde la gente vive sus propias vidas y están libres de las manos del estado”. Es decir: el mismo encierro que en el viejo NCA de los ´60 era el indeseado resultado de vivir en un país dictatorial, sería ahora un espacio de resistencia. El problema de esta lectura (no en vano afín los films que exalta) es su persistente imposibilidad de encontrar, literalmente, una salida a esa encrucijada histórica, en vez de optar una vez más por el encierro… “Espectros y ecos del pasado le permite a Piñeiro escapar de lo ordinario y excluir o debilitar las conexiones con el presente, como si sus personajes estuvieran viviendo en el vacío, o en un país remoto. Incluso si la gente toma colectivos o están preocupados por dinero, no existe la vida cotidiana en los films de Piñeiro, porque la vida cotidiana se relaciona con la familia, la política, cuestiones sociales y empleos comunes”. En ese extraño mundo fuera del mundo, donde todo se vuelve tan abstracto como ideal, no queda otra sociabilidad que la de ese cerrado círculo identitario que confirma la propia pertenencia: “todos estos individualistas viven como mónadas, quienes intentan tener éxito en el amor y en el arte (…) se convierten en una entidad singular”: Nada parece poder perturbar esa entidad autosuficiente, y el afuera es expulsado para preservarla del tiempo (como en el cuento de Bioy Casares adaptado por Nilsson en su opera prima, que iniciaba sin saberlo esta saga de huidas de la Historia…). 6. No es curioso entonces que en este caso la crítica local no haya usado una película tan unánimemente elogiada como ariete para señalar el camino que debe tomar el cine independiente argentino. Y no porque en este caso sea más difícil de proponer que con Historias extraordinarias (lectura más consciente del imperativo borgeano de “El escritor argentino y la tradición”) o El estudiante (que también puede suceder en cualquier ciudad sofisticada pero exhibe el fantasmático peso de la Historia), sino porque el cine de Piñeiro renuncia a esa ambición: su internacionalismo permite no sólo dejar de preguntarse como lee Piñeiro a Sarmiento (asumiendo la insignificancia de esa “clave”), sino dejar de pensar sus películas en relación a la propia historia (aunque más no sea la del cine argentino…). Frente a esas cuestiones inquietantes (como trasluce la nota de Quintín), no sorprende que se prefiera ver a Viola como ejemplo de “un cine resplandeciente, seguro y estable” (tal como la caracteriza sin ambages Javier Porta Fouz en su crítica para La Nación). Y esa ya nada curiosa uniformidad *es lo que hace ruido (“about nothing”), ya que la crítica parece resignada o encantada ++ por no encontrar ningún rasgo renovador en Viola (cuya asumida base teatral es tan tradicional como las que se pueden ver en el teatro San Martín…) y a la vez poder proponerla como una muestra de modernidad (para lo que basta citar la referencia a la Nouvelle Vague, como si su mera reactualización bastara). Pero incluso lo más citado (el juego del teatro dentro del teatro) no proviene de Rivette ni de ninguna otra vanguardia del siglo XX sino del mismo Shakespeare: sólo que en Hamlet ese barroquismo alcanza, -como explicitó Borges- una cualidad abismal, que es todo lo contrario de una visión “resplandeciente, segura y estable”… Esa domesticación es más bien como el triunfo final de Próspero sobre Calibán a través de Ariel, en La tempestad. 7. Coda: Recordemos que La tempestad es la última obra de Shakespeare, y en ella parece transfigurar sus comedias juveniles luego de haber atravesado sus grandes tragedias. Ariel (una de esas delicadas criaturas del aire hechas de la materia de los sueños) y Calibán (la metáfora más famosa que Europea haya dado sobre América) representan las caras celeste y terrestre del alma humana, esclavizada por la naturaleza y liberada por el espíritu (así como Miranda es el corazón de de su tiránico padre Próspero), en esa isla que el cine evocaría tantas veces, de Metrópolis a Forbidden Planet, aunque siempre en la lengua del conquistador: “Salvaje, cuando tú no sabías lo que pensabas y balbucías como un bruto, yo te daba las palabras para expresar las ideas. Pero, a pesar de que aprendiste, tu vil sangre repugnaba a un alma noble. Por eso te encerraron merecidamente en esta roca, mereciendo mucho más que una prisión”, a lo que Calibán responde “me enseñaste a hablar, y mi provecho es que sé maldecir…” Dos siglos más tarde, Hegel evocaría la revolución haitiana en la shakesperiana dialéctica del amo y el esclavo de su Fenomenología del espíritu, y desde entonces las lecturas latinoamericanas de Ariel y Calibán (desde los ensayos de Rodó y Darío a fines del siglo XIX a las vanguardias modernistas) se debatieron entre asumir el rol de uno y otro en relación a la dominante mirada europea. El cine latinoamericano (pese a los intentos de Ruiz o Rocha, por nombrar a los mejores representantes de ambos mundos) nunca logró salir de esa doble determinación: en sus formas más serviles es simétricamente etéreo o brutal (ingrávido o irracional), como si no tuviera más opción que seguir cautivo de la mirada de Próspero.
Cada vez que aparece una nueva edición de Historias breves, (¿inevitablemente?) se la compara con la primera de la serie, que en 1995 dio a conocer a algunos de los nombres que luego integrarían el llamado Nuevo Cine Argentino. La asociación produce un equívoco doble: no sólo porque la situación es otra, sino porque fue justamente ese futuro ya pasado lo que hizo que Historias breves se leyera como promesa realizada. Nada había de particular, sin embargo, en aquellos cortos, que pudiera profetizar una renovación profunda, más allá de su irrupción misma: el quiebre de Historias breves fue en principio la voluntad de que esos cortos existieran, y hacerlos visibles agrupándolos bajo un mismo nombre. Los más redondos mostraban una solvencia técnico-narrativa que se extrañaba en buena parte del “viejo cine argentino”, pero ninguno prefigura carreras (ni siquiera el ya entonces mejor de todos: Rey muerto, de Martel, que abrió una veta popular que luego Lucrecia no continuaría en su filmografía). Hoy la situación es distinta simplemente porque su octava edición (¿ya?) no depara ni siquiera esa sorpresa: la solvencia ya no alcanza, es apenas la esperable base. Y lo que uno puede leer como unidad en esta nueva edición es justamente una excesiva “corrección”, tanto formal como política, como si la “profesionalización” fuera de la mano de una medianía creativa. Los temas van de la idealización (Vida nueva) a la hipocresía (Cuestión de té), en un arco donde el malestar o la violencia terminan aflorando como resolución más dramática que certera. Las formas apelan a los géneros familiares, en un doble sentido: retratos de familia en diversos estilos, según la adscripción al drama o la comedia de costumbres. Nada que salga de lo previsible. Una conclusión general podría ser que se dividen entre los que tienen algo para decir y no saben cómo (El olvido), y los que lo saben pero no tienen nada para decir (Liebre 105). Lo bueno es que ninguno suma la opción más negativa (no saber y no tener), lo malo es que sólo alguno que otro atina a unir ambas virtudes (El conductor, El ramal). Y ese es (como siempre) el gran problema del cine (no sólo argentino): creer que el contenido o la forma por sí solos alcanzan, sin encontrar la necesidad entre una cosa y la otra (y en última instancia la necesidad misma de por qué filmar, más allá del qué y el cómo). Veamos los casos más notorios: El olvido, de Fermín Rivera (por edad parte de la primera generación de Historias breves, y ya realizador de un par de documentales) parece un resabio del cine argentino de los ’80 mixturado con el chiquitismo del nuevo cine argentino. Al inicio, un cartel nos explica en cuatro líneas la última dictadura, sólo para que entendamos de qué va la cosa cuando finalmente suceda el hecho mínimo que desencadena la anagnórisis del protagonista (subrayada musicalmente, para que tampoco queden dudas sobre lo que deberíamos sentir): todo el corto descansa en esa forzada revelación, que termina siendo una excusa para la explícita toma final en el Parque de la memoria (innecesaria contratara de la acumulación de planos anodinos que nos llevaron hasta ahí a la rastra, como si las buenas intenciones alcanzaran). Tampoco es suficiente la evidente pericia técnico-narrativa de Liebre 105, de Sebastián y Federico Rotstein, que no hace más que copiar ciertos tópicos y formatos del cine de terror contemporáneo. Tal vez por eso todos los apuntes interesantes (el retrato de un personaje loco por las compras en contraste con el espacio vacío de un shopping que se vuelve amenazante) terminan cediendo ante el –literal– golpe por la espalda… En ese sentido, resume perfectamente los (¿autoimpuestos?) límites del importado e impostado género slasher y de su repetida versión farsesca, si bien (como en el caso del corto que dio origen a Mamá gracias al apoyo de Guillermo Del Toro), no sería de extrañar que le consiga a sus hacedores algún contrato en la meca del efectismo. Algo de ese previsible estallido (casi un defecto del formato “personajes encerrados en situación de tensión”) se ve también en El conductor, de Maximiliano Torres, aunque aquí lo siniestro toma la ligera forma de una familia disfuncional en vacaciones. Como en El olvido, todo se juega también en un crescendo rematado de un solo golpe, y si bien el intento es más sutil no logra evitar cierto trazo grueso (como esa sangre inverosímil que aparece en más de un corto), que ni siquiera un buen casting logra salvar. Lo mismo sucede en El ramal, de Mena Duarte, que busca dar una vuelta de tuerca al subgénero de “celebración arruinada por un secreto sucio”: en este caso no sólo ayudan los actores, sino antes que nada un guión pensado minuciosamente desde la puesta en escena. Algo que no suele ser común, aún en un cine independiente que asume lo autoral como principio básico, incluso allí donde se rinde ante los géneros (como suele suceder últimamente en el cine argentino).
Se podría pensar en El lobo de Wall Street como en un agotado(r) film sobre la exhausta tradición de Hollywood, del mismo modo en que las simétricas tres horas de La vida de Adele pueden ser vistas como la cáscara vacía del modernismo que alguna vez quiso encarnar la Nouvelle Vague –y no en vano ambas tradiciones confluyen hoy en la igualmente fatua fiesta de Cannes–, pero eso será motivo de otra nota: ésta va por otro lado… O por una subtrama, digamos. 1. La ternura de los lobos La última escena de El Lobo de Wall Steet nos devuelve al origen: el sueño americano de convertirse en ganador a toda costa y contra toda esperanza, porque el capitalismo vive a expensas de los loosers, tal como deja en claro la primera media hora del film al narrarnos el meteórico ascenso bursátil del protagonista. En el medio la película (¿inevitablemente?) se deshilacha, porque a Scorsese el funcionamiento de la bolsa le interesa menos que ese temor a volver a ser un hombre común, y lo que se hace para evitarlo. Después de todo, como dijo alguien por ahí, El lobo de Wall Street no es sino la película de un millonario. Pero el personaje de Di Caprio está más cerca del insoportable magnate de El aviador que del atormentado nuevo rico de El gran gatsby. Y muy lejos de Travis Bickle y Rupert Pupkin, patéticos hasta en el golpe de suerte. (Cuenta la leyenda que Scorsese y De Niro volvieron de incógnito al viejo barrio donde crecieron, buscando menos el sabor del pasado que el corazón de sus primeras películas hambrientas de gloria, sólo para descubrir que ya no sabían hacer películas “baratas”.) Desde entonces, Scorsese suple ese nervio originario con oficio, en el mejor de los casos, y en el peor con una mera acumulación de escenas, fiestas y drogas. “Vertiginosa” dicen las críticas, lanzadas con sus adjetivos a repetición a emular la película misma, así como ésta pretende sumergirnos en el vértigo amoral del capitalismo financiero. Pero no hay distancia alguna, pese a los guiños y las miradas a cámara, del mismo modo en que no lo hay en la cinefilia destemplada, feliz por asumir que El lobo de Wall Street sería la mejor película de Scorsese en décadas… Nadie repara en que lo dicen muchos de los mismos que ayer alababan con igual ímpetu ese esperpento digito-sentimentaloide llamado Hugo, que enterraba al cine que decía homenajear. Pero nada nos asombra: ni los críticos redomados ni mucho menos un viejo lobo de Hollywood como Scorsese, que ya nos tiene habituados a esas aparentes paradojas. Porque si algo une a películas tan disímiles como ese cuento de hadas sobre el cine y esta fábula sobre el poder del dinero es el mismo exceso de sentido: se trata de parábolas morales (sobre el pecado y la redención, claro, como los críticos vienen deduciendo desde el catolicismo explícito de ¿Quién golpea a mi puerta? a La última tentación de Cristo). Pero el ángel enfermo que asomaba lateralmente en Calles peligrosas y que luego protagonizaría Taxi Driver para reaparecer como farsa en El rey de la comedia (consagrando a De Niro en ese repetido personaje, que le valió un oscar por Toro salvaje) tiene una gran diferencia con el gánster caído de Buenos muchachos y Casino (reciclado ahora en El lobo de Wall Street): en aquellas primeras películas se trataba de loosers que terminaban ganando por la perversión del entorno, mientras que en la nueva trilogía iniciada con Buenos muchachos se trata de tipos que quieren a toda costa dejar de serlo y caen en el intento (no en vano del mismo De Niro replica esa fábula sobre chicos buenos perdidos en Una historia del Bronx). El mismo Scorsese encarnó ese ensueño cocainómano, como si para contarlo hubiera tenido que confundirse con él. Y es su propia buscada redención la que cuenta de película en película, atravesando la historia norteamericana (de La edad de la inocencia y Pandillas de New York a New York, New York y El aviador): si toda su obra es, como él mismo ha dicho, “una mirada al corazón de los Estados Unidos”, queda claro que se trata de.una mirada redentora. Basta verla en su más claro gesto de salvador-que-quita-los-pecados: su entrega del Oscar honorífico a Elia Kazan, epítome de Judas. Luego firmó el documental Una carta a Elia, en el que nos explica el impacto que tuvieron en él sus películas (es decir, por qué Kazan es importante…): “vi Nido de ratas cuando se estrenó, en 1954. Las caras, los cuerpos, la manera de moverse, el sonido de sus voces. La misma mezcla de dureza y ternura que veía cada día. Como si la gente a la que conocía importara, aunque tuviera defectos”. Pero el precio que paga por cubrir los “defectos” de su maestro es perderse en una confusión imperdonable, así como Kazan traicionó a la tradición que él mismo quiso inaugurar: pues Nido de ratas no era una crónica realista sobre un sindicato, sino un elogio de la delación en la era del macartismo… Como recuerda Homero Alsina Thevenet, desde entonces “la industria eliminó todo cine de denuncia y crítica social, interrumpiendo una escuela realista surgida con la posguerra”. 2. El corazón delator Medio siglo después, el mero anuncio de que Elia Kazan recibiría un Oscar por su trayectoria mostró que los memoriosos no estaban dispuestos a “reconciliarse”, como quedó demostrado cuando media platea permaneció sentada de brazos cruzados mientras Scorsese le entregaba el premio. Recordemos: en 1952, Kazan delató personalmente a varios amigos suyos, acusándolos de pertenecer o manifestar simpatía por el Partido Comunista norteamericano. Entre los acusados figuraban Dashiell Hammett (el extraordinario autor de El halcón maltés, al que Hollywood le sigue debiendo una película mejor que la de Wenders) y su mujer, la también escritora Lillian Hellman. En su libro Tiempo de canallas, Hellman cuenta su último encuentro con Kazan, cuando la cita para anunciarle su decisión: “me era imposible entender lo que trataba de decirme, entre tartamudeos e indirectas. (…) Yo no quería hablar más con él, y aguardamos allí un buen rato en silencio, hasta que Kazan dijo súbitamente: ‘para ti seguro es fácil hacer lo que te de la gana, porque seguro ya te habrás gastado toda la plata que ganaste’. Esto me desconcertó durante semanas, hasta que entendí por fin lo que había querido decirme; era lo mismo que mi abuela rica solía repetirle a sus parientes venidos a menos: ‘los pobres tienen menos preocupaciones que los ricos, el dinero no agobia a quienes no lo tienen’. El pánico de los magnates de la pantalla ya era viejo cuando Kazan y yo nos reunimos, en esa primavera del 52. (…) Resulta conveniente recordar cómo eran entonces los magnates del cine, aunque dudo hayan cambiado en nada: resulta singular verlos rivalizar unos con otros por poseer el cuarto de baño más lujoso. Dudo mucho que el lujo desmedido haya estado relacionado antes al acto cotidiano de defecar; incluso es posible que a las heces no les guste ser acogidas con tanta pompa, y prefieran depositarse en el ama”. Hellman escribió ese libro recién en los años 70, movida por la certeza de que “el resultado de todo esto [haberse entregado al macartismo] fue la guerra de Vietnam y el ascenso de Nixon”. Mientras Hellman publicaba su libro, Kazan filmaba su última película: una desangelada versión de El último magnate… El principal organizador de la protesta contra Kazan en 1999 fue el guionista Bernard Gordon, quien estuvo en la lista negra de McCarthy y –como Losey y otros– debió emigrar a Europa para seguir trabajando: “Si él se hubiera negado a declarar, muchos otros se habrían puesto de su lado y la lista no habría continuado. Pero él desequilibró la balanza para el lado de McCarthy, en vez de seguir el ejemplo de Arthur Miller y los demás que se negaron a colaborar”, dijo. (Entre los “demás” está otro nombre sagrado, al que nadie podría haber acusado de antinorteamericano: recordemos que el hombre que famosamente dijo “soy John Ford y hago westerns” no lo hizo en un reportaje de Cahiers du cinema sino levantando su voz en defensa de alguien maltratado en uno de esos juicios estalinistas.) Por el contrario, como relata Alsina Thevenet en su libro Listas negras en el cine, Kazan “procedió a esa delación con aparente entusiasmo, anunciando que su actitud respondía a una necesidad nacional”.Y desde el día en que optó por convertirse en “delator” (sin la culpa prevista en la película homónima de Ford), el director de Fugitivos del terror rojo se convirtió en una suerte de leproso moral, con el que ninguno de sus colegas de izquierda quiso volver a tener nada que ver. “Olvidaron incluso su nombre. De la noche a la mañana, el niño mimado de Broadway pasó a ser La Rata, y así siguen llamándolo casi medio siglo después”, decía el veterano guionista. (Kazan escribió en sus memorias –publicadas en 1988– que nunca se arrepintió de su decisión y que no dudaría en volver a hacerlo.) Un crítico señaló: “la ironía mayor es que unas cuantas secuencias del cine de esa rata tengan más energía subversiva que la obra completa del incorruptible Arthur Miller”. Esa ironía le sirve a Scorsese para sustentar la redención de los lobos. 3. Me casé con un comunista Como afirma Jorge García, “Scorsese siempre se manifestó admirador de la obra de Elia Kazan.(lo considera una de sus grandes influencias). Lo llamativo es que ambos tienen películas en la que la delación está justificada (Viva Zapata y Nido de ratas en el caso de Kazan, Buenos muchachos y El lobo de Wall Street en el de Scorsese).” Si Kazan lo hizo para exculparse, Scorsese parece hacerlo para salvar no sólo a su maestro, sino a la tradición del cine americano. Porque Scorsese entiende que Kazan no sólo fue un traidor, sino que usó el cine para exculparse. Luego de declarar ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas filmó Nido de ratas y otros films exculpatorios. (Es como si Borges hubiera usado su literatura para defender sus encuentros con Videla y Pinochet.) Los que han hecho ese tipo de cosas –sobre todo si fue con talento– han provocado mucha confusión, más allá de recordarnos que lo bello y lo bueno no necesariamente van juntos (platonismo que ya nadie se atreve a sostener, por otra parte). El mayor problema se da cuando los que deberían revisar críticamente esa tradición canonizan no sólo la obra sino también al autor (como si así salvaran la persona o su memoria), ocluyendo el problema. Grave error: Scorsese cree que tiene que salvar a Kazan como si de eso dependiera la historia misma del cine norteamericano, como si no supiera que está jodida desde El nacimiento de una nación… Hay que aprender a lidiar con esa herida fundacional, no ocultarla bajo la alfombra. Y mucho menos reproducirla. Sus defensores (ya que Scorsese también tiene sus incondicionales) nos dicen que no hace apología de sus protagonistas, y que si bien se trata de delatores o psicópatas, el mismo Scorsese remarca que busca la identificación para producir luego un distanciamiento eficaz. Se trataría, en suma, de un recurso brechtiano. Pero si algo sabía Brecht es que la intención no alcanza (ya sabemos como está empedrado el camino al infierno…) sino que todo se juega en el extrañamiento. Cuando el dramaturgo alemán escribió su obra antinazi La resistible ascensión de Arturo Ui ubicándola en la Chicago de los films americanos de los treinta, lo hizo para trazar una relación entre fascismo y gangsterismo (la misma que Coppola devolvería a Hollywood recién treinta años después), conciente de que había algo incómodo e iluminador a la vez en esa representación. Pero no, tal como advertían los mismos censores de Hollywood que impugnaban el hacer del gánster un héroe, por la mera identificación del público: porque no se trataba de recusar la maldad del protagonista, sino de señalar su “resistible ascensión” en medio de un sistema que lo prohijaba (el mismo Brecht tuvo que abandonar raudamente los Estados Unidos tras ser uno de los primeros en ser citados cuando empezaba la resistible caza de brujas). En cambio, El lobo de Wall street no puede sino producir empatía por esa energía corrosiva: Scorsese siente por su protagonista la misma fascinación de quienes quieren verse reflejados en él, tal como nos muestra en el plano final, aún sabiendo quién es y qué vende (como nos recuerda Silvia Schwarzbock, “la fascinación que produce el libertinaje es poder experimentar la realidad desde el punto de vista del verdugo”). No es curioso entonces que habiendo recorrido toda la historia moderna de su país, y siendo el macartismo un período tan poco abordado por el propio cine (salvo las metafóricas Body Snatchers y A la hora señalada en su momento, y luego films aislados como El testaferro, Buenas noches y buena suerte, o Culpable, donde el mismo Scorsese interpretó a un perseguido…), el director más revisionista del cine norteamericano (quitando a Spielberg) nunca haya hecho centro en el macartismo. Pero no deja de ser comprensible: no hay ni un sólo rasgo de ternura que pueda redimir la dureza de ese espejo (como deja ver la transida mirada final de Di Caprio en El lobo de Wall Street). Posdata: Mientras escribo estas líneas me entero de que Spielberg está trabajando en la adaptación de un viejo guión de Dalton Trumbo, que este escribió para Kirk Douglas tras su colaboración en Espartaco (doble osadía de Douglas, ya que la novela original pertenecía a otro asumido “comunista”, Howard Fast). Ese film de 1960 marcó en los hechos, cuando se filtró quien era el verdadero guionista tras el seudónimo, el fin de las listas negras (Trumbo había sido uno de los famosos “Hollywood ten” que se negaron a declarar amparándose en la quinta enmienda, y fueron condenados al ostracismo). Hay que recordar también que antes de dirigir esa película, Kubrick había trabajado junto a Douglas en la que tal vez sea su obra maestra: Senderos de gloria. En ella Adolphe Menjou (uno de los más famosos “delatores” de la época) tenía el rol de un general que no vacilaba en fusilar a los soldados que había mandado al muere para ganarse una condecoración. La ironía de Kubrick era más agria (y mucho menos cínica) que la de de Scorsese.
1. Steve McQueen era un actor que se hizo famoso en los años ‘60 gracias a su reencarnación del tipo duro bogartiano (lo apodaban “the king of cool”), así que no podía ser desconocido para ningún McQueen que por aquellos años tuviera que elegir nombre para su hijo. Sea como sea, el actor murió aun más joven que Bogart y a esta altura ya no es tan recordado como para que un nuevo McQueen lamente la osada elección de sus padres al llegar a Hollywood. Pues este descendiente de afrocaribeñas, nacido y criado en el viejo mundo, iniciado como fotógrafo y “videoartista”, con sólo dos películas en su haber cosechó sendos premios en Cannes y Venecia, y finalmente llegó a la Meca del cine para realizar la tercera, consagratoria, con la que vuelve a las raíces y a la vez conquista América… Pero su mirada sobre la esclavitud denota que, como era esperable, parece haber perdido su libertad. 2. Retrospectivamente, podemos pensar que el tema profundo en la obra de McQueen fue siempre la libertad. Sus dos primeras películas son, en ese sentido, extremas y extremos: en Hunger (sobre una famosa huelga de hambre en las cárceles de Tatcher) se trata de de ganar la libertad aún eligiendo la muerte, en Shame –su contracara– de perderla en los excesos (poniendo en escena el paradójico mandato hedónico del capitalismo). Y ahora 12 años de esclavitud propone una extraña síntesis entre ambas: resistir es entregarse, parece decir. Y en esa clave podemos leer también la trayectoria del mismo McQueen en su llegada a Hollywood. 3. No se puede ser bueno en una sociedad mala: esa es la repetida enseñanza de 12 años de esclavitud, que en su impiadoso retrato del sobreviviente está más cerca del Polanski de El pianista que de la mirada de Spielberg en Amistad o Lincoln, donde la esclavitud era un problema jurídico y político, es decir, un desafío a la comunidad, más que el mero efecto concientizador del testimonio personal de una situación límite (pero en ese punto es precisamente donde todo testimonio encuentra su razón y su límite: entender requiere algo más que comprender). Y es como si McQueen hubiera retrocedido hasta El color púrpura (con su retrato del desenvolvimiento de una conciencia y su superación personal), perdiendo de vista la dimensión colectiva presente hasta en un subproducto como Raíces (miniserie que fue en los ’70 para el tema lo que Holocausto para la conciencia tardía del exterminio nazi). 4. La elección de un testimonio (uno más entre los varios que dejaron, de su mano o dictado, muchos esclavos libertos) no responde sólo a una necesidad dramática sino a una comodidad ideológica, del mismo modo que la elección del punto de vista de un hombre libre hecho esclavo. No es lo mismo perder la libertad que nunca haberla tenido, y esa conciencia “blanca” (en todo sentido) es la que el film reclama para sí: el protagonista sufre como cualquiera de nosotros (de hecho no sólo es letrado sino que se gana la vida como violinista, lugar común del arte elevado), como si su color de piel no importara (el film está más cerca de Martin Luther King que de Malcom X, digamos). Por eso la larga secuencia coprotagonizada por Fassbender –actor habitual de McQueen, y aquí antagonista esencial– es algo más que la puesta (blanco contra negro, literalmente) de una idea del bien y del mal: es el amo quien finalmente reclama su “propiedad” como lo único que está en juego, y tiene razón… No se trata de una cuestión moral, sino de todo un orden que (no) es puesto en duda. 5. En ese sentido, el momento clave de la película es el del conato de linchamiento. McQueen hace que el plano se extienda hasta una secuencia imposible de pensar en cualquier film de Hollywood, porque su duración inquieta tanto como lo que muestra (esa vida cotidiana que sigue en segundo plano, mientras el horror acontece). Pero esa rebelión es apenas una forclusión (o un encapsulamiento, si prefieren) de lo que la película elude, ya que esa conciencia de un orden culpable pronto se ve sobrepasada por escenas de azotes que no desentonarían en La pasión de Cristo, haciendo estallar ese meditado distanciamiento en la pura identificación. Nos identificamos con el esclavo… y nos dejamos dominar (¿puede el instruido McQueen ignorar la “dialéctica del amo y el esclavo” de Hegel, o repite la estrategia de su personaje cuando para sobrevivir finge que no sabe leer…?) 6. Ese paternalismo encuentra su cifra cuando aparece Brad Pitt, productor de 12 años de esclavitud, que no en vano se reserva el personaje salvador (increíble pero real deus ex machina). Es él, finalmente, quien enuncia el credo del film cuando nos habla de la justicia del tiempo que vendrá: el nuestro, suponemos, en que un negro (aunque no cualquier negro, claro, sino uno con la extraordinaria suerte del protagonista) no sólo puede dirigir películas, sino acaso hasta ganar un Oscar por ello… A 100 años de El nacimiento de una nación (pecado original de la mala conciencia del cine norteamericano), ¿dejará pasar Hollywood la ocasión de darle el primer Oscar a un director negro? (¿o al menos se lo llevará el latino Cuarón?) Posdata: La esclavitud ha sido (guerra civil mediante) un tema que cada tanto reaparece en el cine, y que desde hace algunos años (asunción de Obama mediante) parece estar en pleno revisionismo en Hollywood (tanto que hasta Tarantino se ocupó del tema). Curiosamente, en América Latina no existe una tradición tan visible (salvo en Brasil, por razones obvias). Y que yo sepa no existe ni una sola película sobre la revolución haitiana, primera de América latina, que terminó con la esclavitud al filo del cambio de siglo y fue por eso violentamente reprimida por Francia con ayuda de todas las potencias coloniales, ya que no podían soportar que una revolución de esclavos reivindicara la misma “libertad, igualdad y fraternidad” que había proclamado por la misma época la revolución francesa. No es extraño entonces que esa revolución primigenia y radical haya sido casi borrada también de la historia y de su representación, salvo casos excepcionales –en todo sentido– como la famosa novela El siglo de las luces de Alejo Carpentier y el notable ensayo La oscuridad y las luces de Eduardo Gruner, por poner un par de ejemplos latinoamericanos (dos textos más provechosos que 12 años de esclavitud, aunque demanden –claro– un poco más de atención).
El afiche de Mauro nos presenta el retrato de Rosas, que enseguida reconocemos como el del billete de 20 pesos, pero en nuestra cabeza ya se estableció la contradicción entre el común nombre propio y el trajinado rostro público: todo signo es sospechoso, aun el que parece más evidente. Digo esto para desmarcar la opera prima de Rosselli de la mera renovación neorrealista, aunque no es menor su carga de verdad en los cuerpos y sus reacciones, frente a tanta actuación distante o acartonada en el ya no tan nuevo cine argentino. Mauro no es sólo una vuelta al mundo conocido de Mundo grua, con sus trabajadores vencidos y su granuloso conurbano: no hay aquí atisbos de idealización desencantada ni de costumbrismo remozado. Los personajes no representan ningún tipo social ya retratado (como esos marginales que suelen fascinar al NCA), sino una clase media baja que encuentra en los intersticios del sistema los medios para sobrevivir “dignamente”: Mauro pasa de pasador a falsificador, como esos mismos puesteros de ropa a los que estafa. Mauro nos dice que en el capitalismo (y no sólo en el periférico) la estafa es un modo de vida, e incluso en un trabajo. Ese es su doble hallazgo, en cuanto traspasa el realismo como mero contenido para repensarlo desde la forma: no se trata sólo de la modernidad de la puesta en escena (con sus curiosos planos fijos y sus precisas elipsis narrativas), sino de pensar al realismo como sofisticada falsificación. Es decir: no mostrando sus grietas sino extremando sus procedimientos. En un tiempo de hibrideces posmodernas, Mauro no es una ficción que pretende ser documental sino una falsificación que muestra sus materiales y su laboriosa forma de producción.
No vi ninguna película de la saga Transformers porque reúne todo lo que detesto, tanto en particular (los robots desangelados, entre ellos Michael Bay) como en general (el gigantismo, la primacía del efecto, etc). Todo lo que me hace apreciar, en cambio, la nueva saga de El planeta de los simios: con todos sus defectos, ahí sí veo “un amoroso intento de superación dialéctica donde el cine clásico sobrevive homeopáticamente en un nuevo cine desvinculado casi por completo del registro de lo real”, como dice Roger hablando de la última esperanza de Hollywood. Diría que por primera vez acepto la “(r)evolución” digital, aunque claramente sea la excepción a la regla y todo esté perdido: el futuro le pertenece a los robots, no a los homo sapiens Por eso mismo El planeta de los simios: confrontación me parece valiosa en el contexto de una cartelera de blockbusters que solo apelan a emociones primitivas y batallas sin fin. Aquí, en cambio, veo al menos una meditación sobre la política (aunque más no sea una “política explicada a los niños”, tal como yo mismo la aprendí viendo la saga original en los 70…). Y también una puesta en escena del conflicto entre dos mundos que intentan convivir: el de los principios bazinianos del cine y la (r)evolución digital. Veamos: El uso del 3D es notable precisamente por su relación con la construcción de un universo digital que bucea en el hiperrealismo, ya no para mostrar –como Spielberg en Jurassic Park– como dar vida a lo extinto, sino para pensar la inevitable evolución. Arriesgo creer que se trata de una suerte de resistencia baziniana (con perdón de la exageración), como la que intentaba Cuarón en Gravedad: incluso con sus contradicciones o caídas, ambas películas se plantean como puede convivir una imagen como ontología de lo real con la destitución digital de lo documental. Digamos que hay una concepción del universo digital a años luz de -por ejemplo- la contradictoria e insípida imaginación new age de Avatar, como si en su hiperrealismo simiesco hubiera un intento de mediación con lo real sin renegar del materialismo (“histórico” incluido…). De eso trata esta saga, finalmente: de especies que podrían convivir, aunque ya sepamos como termina la película y su lucha de clases… Lo que se discute es la posibilidad o no de una convivencia pacífica, que es la base misma de la política. Y todavía estamos en los albores de la creación del Estado simiesco, que hasta ahora solo tiene un mandato (“simio no mata a simio”), que encima se rompe en la peor resolución posible: quitarle al Otro su condición (o sea: la típica y humana salida hollywoodense para justificar la venganza como retribución). Ahí se puede ver la mayor nota discordante con su propio origen. La saga de los 70 (de la que ésta no es un burocrático relanzamiento) partía de la fidelidad a la idea original de la novela de Boulle, que era menos una historia de ciencia-ficción que una fábula moral al estilo de los Viajes de Gulliver de Swift: el héroe se ve inmerso en un mundo lejano que no es más que una inversión irónica de la humanidad y sus males. Pero a la discusión filosófica sobre la “simiedad” (y si los simios descendían de los humanos…) se le sumaba en los capítulos finales una mirada directa sobre el presente. No en vano esta nueva saga toma elementos de los dos últimos: si (R)evolcución tomaba como base La batalla del planeta de los simios (en la que César es una suerte de Malcom X encabezando una rebelión clasista y combativa), Confrontación replica La conquista del planeta de los simios (donde un César ya martinlutherkingesco se enfrenta tanto con un lugarteniente belicoso como con un grupo de humanos que quieren usar armas nucleares en su afán de acabar con el Otro). Es cierto que los lazos parentales están ahora en primer plano (ay, esos álbumes de familia…), pero en el caso del protagonista responden a la misma motivación: la relación del origen del héroe con un benefactor humano (raíz de ese amor por la humanidad del que sospechan los monos… y los críticos). No se trata de que las motivaciones psicológicas sustituyan a las políticas: el saludo final entre César y el buen hombre blanco logra mayor densidad que en un western porque sabemos que esta vez los indios van a ganar… y porque la película construye pacientemente esa identificación (política). Esta vez la naturaleza tiene sus razones. No se trata, por tanto, de otra estúpida fábula de Disney: en todo caso, la analogía que se puede hacer con El rey león está dada por la evidente inspiración shakesperiana (aunque en este caso se trate más de Julio César que de Hamlet), sin que tampoco debamos esperar esas profundidades: con pasar de Hobbes a Maquiavelo ya habremos adelantado. Y de hecho todo hace suponer que el conflicto se desarrollará, en ese futuro Estado simiesco, más por el trasvase generacional que por la acrítica asunción del lugar del padre (aunque parece que habrá César para rato…)
Una de las más recordadas escenas de Tiempo de valientes (en Szifrón el todo siempre es menos que las partes) mostraba a un policía apuntando a la cabeza de una mujer para que confesara ante su marido su infidelidad: la evidente brutalidad del gesto quedaba redimida ante la inesperada confesión, lo que demostraba que la intuición del policía era más artera que la corrección del protagonista. En esa inversión del punto de vista (del prejuicioso progresista al buen polícía) se resumía toda la moraleja de la película y su “homenaje” a los films de una infancia inocente y feliz. El contenido reaccionario se disolvía así en la amabilidad clásica del relato “bien contado”. Pues bien: Relatos salvajes lleva esa forma al paroxismo, multiplicando esa escena y su justificación narrativa en una gozosa exaltación de la violencia como catarsis. De hecho el film se asume literalmente “reaccionario”: todos los relatos se basan en una reacción límite, que el film aparentemente critica pero finalmente celebra (con menos contradicciones que las de Szifrón en la mesa de Mirtha Legrand). En aquel sonado programa (sobre el que ya escribimos aquí) Szifrón parecía contestar esos dichos que aparecen apuntados en varios de los relatos: “ahora poné una bomba en la AFIP” tuitea alguien en el previsible episodio “Bombita”, o bien se menciona al pasar la “inseguridad” sin que venga a cuento de nada. Pero esas menciones (¿afirmativas o críticas?) solo dejan lugar a la ambiguedad para contentar a todos los espectadores, tal como la confusa aclaración de Szifrón sobre su participación en ese programa. Sentarse a la mesa de Mirtha o de una Major ya implica aceptar ese contexto mainstream ante el que solo hay una forma de entender una frase como “si tuviera mis necesidades básicas insatisfechas sería delincuente y no albañil”: toda la sutileza que la rodea se desvanece, como de hecho sucede en Relatos salvajes (que podría albergar un episodio que la ilustre). Las “bombitas” de Szifrón van dirigidas solo al Estado (el fiscal corrupto, los empleados genuflexos), mientras que toda otra crítica “social” queda reservada a una misantropía general que se parece demasiado a un “sálvese quien pueda” (o “que se vayan todos”…). En una crítica a El fondo del mar (la opera prima de Szifrón, que con más humor y menos duración pordía haber sido un relato salvaje más), Guillermo Ravaschino citaba a Hitchcock para recordar que “más vale partir del lugar común que llegar a él”. El cine de Szifrón se complace en ofrecernos versiones esmeradas (incluso inteligentes) del mediopelo cualunquista, cuya moraleja nunca disturba los prejuicios del espectador. Son “cuentos morales” más que “cuentos crueles” (aunque hubieran disgustado por igual a Rohmer y a L’Isle Adam), porque su incorrección no está dirigida a incomodar sino a reafirmar las certezas. Por eso su potencia, narrativa y formal, se basa en el mero y llano efectismo: se trata un cine que “gestiona” sus recursos con tanta efectividad como poca sutileza (la escena del hombre cagando en el parabrisas es paradojicamente casi impensable fuera del mainstream: de hecho el único antececente está en una película under que Miguel Bejo filmó en los salvajes ’70, antes de partir al exilio…). Su poder está a la altura de su ambición, y el problema mayor reside en su triunfo modélico: ser festejado por crítica y público como ningún otro film o cineasta reciente, de Bielinsky a Campanella. La mención a estos (queridos pero discutidos) cineastas no es inocente, porque estas historias mínimas convertidas en extraordinarias pueden ser vistas como una reversión de buena parte del cine argentino reciente: si el personaje de Darín remite a los citados, el de Onetto remite a Martel y el de Martínez a Burman (incluso el de Rita Cortese parece la versión oscura de Herencia). Quitando todo claroscuro para dejarlos expuestos como puro mecanismo, del mismo modo en que las tramas avanzan a fuerza de golpes (bajos). De hecho el mismo Szifrón parece uno de sus cerebrales personajes arrebatados: ¿qué otro director del nuevo cine argentino podría dedicarle “a mi papá” una película tan cínica? Pero ese es el signo de que no se trata de un film parricida, sino que aun en su violencia respeta los mandamientos. No en vano Szifrón se reserva la imagen del zorro en los títulos. Después de todo, cumple a rajatabla con el viejo ideal de nuestros tiempos violentos: la misantropía con final feliz (para los sobrevivientes).
El ardor es la tercera película de Pablo Fendrik, tras El asaltante y La sangre brota. La primera (un ejercicio de estilo) le abrió las puertas de Cannes. La segunda confirmó la búsqueda de un estilo duro para un relato convencional. La tercera es la vencida: en El ardor la convención derrota al modernismo, y la estilización aparece como mera coartada para echar vino nuevo en odre viejo. (En ese sentido, no diría que Fendrik “claudicó”, porque eso implicaría creer que alguna vez buscó otro camino. Y ese es justamente el error simétrico que cometen algunos críticos: defender o atacar según la trayectoria que ellos mismos imaginaron. Pero el éxito limpia todo, y al que lo consigue ya nadie le reclama nada: en cambio, si el resultado es fallido no hay misericordia, como le sucedió a Caetano con Mala, o a Gugliota con Arrebato). El ardor no menos previsible que cualquier subproducto de género (música omnipresente, consuetudinaria escena de sexo gratuita), pero las evidentes debilidades del guión (basta ver los repetidos e inverosímiles escapes) son menos irritantes que su concepto: el desangelado héroe mítico (encarnado por Gael García Bernal con la misma lejanía que el Che Guevara de Diarios de motocicleta) representa todas las contradicciones de la película (como ese tigre digital que ilustra el espíritu de la naturaleza). El ardor conforma un producto en el que todo -tiempo, espacio, personajes, conflicto- está pasteurizado para mejor consumo de una audiencia globalizada. Las actuaciones y los parlamentos tienen el laconismo y violencia exigido en el cine festivalero (aunque algunos diálogos y resoluciones sean ridículos), al igual que los planos bellamente muertos y el tempo narrativo detenido en la insignificancia (todo dosificado con precisas efusiones de brusca sangre). Contrariamente al western –género con el que pretende emparentarse-, la película transcurre en un tiempo impreciso que se mitifica (en una suerte de comunión que ni siquiera alcanza el aliento de Los salvajes, aunque sí el mismo telurismo de qualité). Sin eludir ningún lugar común, y mezclando ingredientes de todo tipo (de Rambo a Apitchapong, por mencionar dos extremos) su única paradójica cualidad es la de generar un híbrido cuyo resultado estético es igual a cero. ardor El ardor es una literal película “de diseño” en la que cada ingrediente está calculado (desde la estética latinoamericana a la corrección política), y aunque el resultado tenga sabor a poco sin duda será la más exitosa de Fendrik. No extraña entonces que muchos vean este experimento de mutación como un éxito, pero es una repetida defección que los críticos asuman las razones del mercado, avalándolo con la excusa de que los directores dejan la “zona de seguridad” del autorismo para experimentar con el ´”género”, cuando (amén de que el autorismo nunca renegó del género) en casos como este se ve que simplemente se pasa de una zona de confort a otra: del indie al mainstream independiente (trayecto que un festival como Cannes ilustra en el escalafón de sus diversas secciones). Renunciando a su rol, el discurso crítico se contenta con encontrar evidentes referencias “autorales” (de la sobrevalorada Deliverance al inimitable Leone), para mostrar películas como esta como ejemplo a seguir por los realizadores emergentes. Pero no se trata solo de complacidos o complacientes críticos de cine: basta recordar que hasta un analista tan sutil como Fredric Jameson cayó en la trampa, allá lejos y hace tiempo. En “Sobre el realismo mágico en el cine” (un artículo compilado a mediados de los ochenta en su libro Signaturas de lo visible), Jameson sucumbía a pensar ese movimiento como “una posible alternativa a la lógica narrativa del posmodernismo contemporáneo”. Parecía curioso ese rescate de un “género” que hacía rato venía siendo cuestionado (como todo el boom latinoamericano en tanto puro nicho de mercado) cuando en el mismo texto se denunciaba tempranamente un “cine de la nostalgia”, la “estética de la reducción a lo corporal”, y el abandono de lo laboriosamente aprendido por el clasicismo, reemplazado “por el más simple y mínimo recordatorio de un argumento que se despliega como violencia inmediata” (críticas todas que le caben perfectamente a El ardor treinta años después…). Jameson caía en la criticada mirada sobre el realismo mágico como clave de lectura del Tercer Mundo para la academia del Primer Mundo, en una lectura que reproducía el paternalismo colonialista que venía a combatir. Baste citar su presuposición de que “como lectores occidentales cuyos gustos (y mucho más) han sido formados por nuestro propio modernismo, una novela popular o de realismo social del tercer mundo tiende a parecernos (…) convencional o ingenuo, [pero] tiene una frescura de información y un interés social que nosotros no podemos compartir”. El viejo tema del “buen salvaje” en todo su esplendor. Esa mirada, claro, no ha dejado de provocar a su vez distintas reacciones en América Latina a lo largo de su historia (como encarnaciones diversas del Calibán de Shakespeare). Para no remontarnos muy lejos, por la misma época en que Jameson escribía ese artículo Glauber Rocha se entregaba a su último experimento, A idade da terra (1980), en el que su “estética del sueño” venía a criticar su propia “estética del hambre”. Glauber se rebelaba contra su propio cine en tanto había sido fagocitado por el sistema (algo parecido hacía Pasolini con Saló (1975), que no casualmente también sería su última película). Sin embargo, un espectador extranjero no encontraría diferencia entre esa película inclasificable y Terra em transe (1967), o entre Deus e o diabo na terra do sol (1964) y O Dragao da maldade contra o santo guerreiro (1969). Más evidentes son para cualquiera las diferencias entre Prisioneros de la tierra (1939) y El familiar (1975), que pueden ser leídas con provecho junto a El ardor para ver como formas antagónicas de una misma tradición (el retrato de la ardorosa explotación): si la película de Fendrik es conservadora y la de Getino excéntrica, la seminal película de Soffici aun sigue marcando el camino de un cine popular de autor que no renuncia a contar sus coordenadas de espacio y tiempo con un vigor tan sorprendente en la actualidad como inusual en su tiempo.
El escarabajo de oro fue codirigida por Alejo Moguillansky y la danesa Fia-Stina Sandlund, como parte de una serie de coproducciones entre cineastas europeos y de países “emergentes” producida por el festival danés CPH:DOX. La película tematiza sus condiciones de producción al poner en escena el conflicto entre la directora y sus productores extranjeros (quienes pretenden un retrato de una escritora proto-feminista del siglo XIX) frente al director y equipo argentino (quienes quieren usar la filmación como pretexto para encontrar un tesoro escondido). Este autorretrato irónico bosquejado sobre una film falso es la doble excusa para una comedia ligera sobre el fraude artístico que presupone este sistema de producción (y la viveza criolla del “ladrón que roba a ladrón”), con la particularidad de que el equipo argentino se interpreta si mismo: Moguillansky y Llinás juegan a una caricatura algo desangelada de sí mismos, mientras que Rafael Spregelburd es el “personaje” que lleva la voz cantante y explicita la moraleja (en un monólogo que resume los postulados de la película): a un sistema de fondos que pretende una mirada prototípica de lo latinoamericano se le responde con la gratuidad del arte. Lo “político” es así anatematizado y echado por la borda como si se tratara de un imperativo exterior más (como el exotismo y el pobrismo): la película expresa así la confusión de buena parte del NCA, que considera el cine moderno como mera forma(lidad) que los rescataría de los males de la Historia. El guión –coescrito por Llinás– se atiene menos a las aventuras de Stevenson y Poe invocadas en los títulos que a desplegar un nuevo subtexto sobre la tradición argentina (esta vez centrado en el radical Leandro Alem, hijo de un mazorquero de Rosas y tío de Yrigoyen), tratando de rescatar un mundo popular tan pos-rosista como pre-peronista (esa abjuración del “populismo” es el eje de las referencias históricas comunes en Llinás, Mitre, o Piñeiro). Una vez más, se trata de superponer esos guiños antipopulistas con el rescate de otra tradición: la del nuevo cine argentino de los ‘60 (que estos cineastas identifican casi exclusivamente con un film como Invasión, al que leen como mero plan de evasión). Así, la dirección de Moguillansky invoca otra vez el movimiento falso de sus películas anteriores, ahora tematizado como búsqueda de un tesoro que no es más que otra metáfora del placer del arte por el arte (ese viejo refugio del dandy hastiado de la realidad, más que del realismo). Pero el resultado no tiene la libertad que pretende sostener como fin: la película descansa (incluso cuando los planos no están cuidadosamente coreografiados) en el despliegue de un ingenio verbal que funciona maquinalmente en los diálogos y la voz en off, redundando en una moral(eja) autosatisfecha con su lugar en el mundo (del cine). El escarabajo de oro termina por ser un desprendimiento tardío de Historias extraordinarias, y una suerte de deslucida copia del original en cuanto a su festiva insistencia en una huida hacia adelante (donde el vértigo de la historia permite olvidar la Historia, esa pesadilla de la que quiere vanamente despertar), terminando en un viaje a ninguna parte que demuestra una vez más el agotamiento de esa encerrona en que se metió buena parte del NCA, empezando por su autoconciente ala modernista (en un derrotero que repite la ceguera política de la primera generación del ‘60). Ni siquiera se trata de que no miren a su tiempo de frente: con que las referencias fueran más allá del siglo XIX (o más allá de 1916, con la descendencia de Don Leandro Alem en el poder) ya sería un adelanto. De lo contrario, las citas cultas se convierten en mero juego de salón, y la aventura en fiesta privada para el grupo de pertenencia.
Jauja menta a Herzog, Ford, Dreyer (por solo dar algunos nombres propios en su vasta red de invocaciones), y sin embargo esa suma abismal no tiene ninguna densidad. Se diría que esa es precisamente la voluntad de Alonso: crear un agujero negro que se trague la historia del cine (al menos la del cine moderno): “Me encanta el desierto, la forma que tiene de entrar en mí”, dice un personaje clave. Pero no es el racional amor por el desierto del Lawrence de Lean, ni tampoco la fascinación bárbara del Facundo de Sarmiento (dos íconos de sus respectivos siglos): en Jauja toda dialéctica se disuelve en la cita posmoderna. Alonso ha pasado del minimalismo al pastiche, siempre a tono con la época. Al borde del nuevo siglo, La libertad supo representar la baja intensidad política pre-2001 (es decir, pre recomienzo de la Historia, tras su prematuramente decretado fin): la opera prima de Alonso era despojada, desadjetivada (salvo por el nada metafórico título), mientras que Jauja en cambio es el reino del adjetivo y la declamación. ¿Cómo es entonces que los mismos críticos que canonizaron una cosa aplauden la otra? Como siempre, Alonso les sirve como clave para desandar el camino, y encontrar el resumen perfecto del nuevo paradigma. No se trata, claro, de abandonar el posmodernismo sino de tocar otra de sus cuerdas: si está perdida la batalla “contra la interpretación”, se la vacía a través de la cita. En esto Alonso no pretende ser original, claro (la tendencia al primitivismo ya ha sido esbozada por films como Tabú), pero sin duda es quien logra llevarla más lejos: si La libertad era una suerte de “significante vacío”, Jauja asume gozosamente su condición de “interpretante”. A diferencia de los malos imitadores, Alonso poseé un talento preciso para la molicie, en todos sus sentidos y más. Jauja logra (de)moler todas las tradiciones hasta dejarlas casi irreconocibles, exhaustas: así, el western se diluye tanto como las crónicas del siglo XIX (y el “desierto” vuelve a ser una metáfora reificada). Las tradiciones, como la Historia misma, solo quedan en pie como ruinas de un teatro metafísico (malo como teatro y conservadora su metafísica). El más absurdo que abierto final -con su planificada trascendencia estilo 2001- es una broma que solo un sistema crítico blindado puede tomar en serio: lo que deja en claro esa última renuncia es que al film le importa tan poco la coherencia de sus propios pasos como la diferencia abismal entre los caminos de Argentina y Dinamarca. Esa sutura evidente es la que une el pasaje de un cielo a otro, de un régimen a otro (la música que empieza a invadir la escena, así como los académicos contraplanos), representado ante todo en el tránsito entre el ignoto hachero de La libertad y la megaestrella de Jauja (Misael Saavedra aparece como actor, pero -como todo el resto- se vuelve una sombra al lado de Viggo Mortensen). “Alonso vuelve a hacer equilibrio en una cornisa: por un lado se adapta discretamente a las que intuye son ciertas exigencias del medio mientras se va convirtiendo en un director cada vez más seguro”, decía Quintín hablando de Liverpool, asumiendo que ese cine (dejado de lado por el mainstream, aunque evidentemente central en el canon festivalero) “también es un cine que se hace porque –y esa es acaso la peor maldición de un artista– las carreras no deben detenerse, porque el cine permite ganar fama y dinero, porque la maquinaria exige estar siempre en movimiento”. En ese movimiento, mucho menos azaroso que el de sus protagonistas, Alonso termina por fin de seguir su propia estrella, asumiendo que bajo la aparente libertad inicial late un programa no particularmente revolucionario. Los hombres se siguen perdiendo en bellos paisajes, pero ahora su mudez es reemplazada por una palabra y composición teatrales, que avientan su carga de sentidos con un gesto que reivindica su gratuidad, su dandismo plebeyo. En esto es clave la presencia de Fabián Casas en el guión: no es casual que el representante más conspicuo de la llamada “poesía de los 90” encuentre su destino sudamericano como lugarteniente del cineasta que constituyó la marca del cine nacido al fin de esa década, y que vino de algún modo a continuarla. Ese juguete final perdido y encontrado, que une las poéticas de Alonso y Casas (esas huellas fantasmales de los hijos que ya estaban en Los muertos y Liverpool, así como en el intimismo zen de Casas) puede ser todo y a la vez nada. La crítica de cine (solo nihilista a la hora de pensar la modernidad) ha decidido creer en todo: elegida como una de las mejores películas del año por prestigiosos festivales y críticos, tal vez Jauja sea vista en el futuro como testimonio del extravío que pretendía representar. Que ese posmoderno gusto “internacional” (reconfirmado hoy por las declaraciones de Thierry Frémaux, máximo responsable del festival de Cannes, reivindicando Jauja a la par de Relatos salvajes) sea hace décadas canónico en la mirada europea es comprensible visto el viraje cada vez más conservador del viejo continente, pero no deja de ser curioso en una crítica local que no puede desprenderse de ese influjo y se contenta con replicar el canon (aun cuando sea consciente de esa dependencia). Por poner un solo ejemplo, veamos lo que dice el usualmente lúcido José Miccio en La otra: luego de definir a Jauja como “un hit idiosincrático, festivalero”, señala las “diferencias respecto de sus largometrajes anteriores: actores profesionales, presencia de un escritor-guionista, ambientación de época, considerable aumento del diálogo, dislocación temporal, giro argumental fantástico”, pero acto seguido justifica cada una de esos desvíos (convirtiendo en victoria lo que debería ser como mínimo problemático), como si el mismo temiera desviarse de la autocomplacencia que no deja de percibir… Dice finalmente Miccio aludiendo a la charla con el público posterior a la función: “Un poco infantilmente, Alonso y Casas preguntaron al público por ciertas oscuridades del argumento, y jugaron a no entender nada de su propia película. No es que esté mal, ni que no sea cierto; ellos (no) sabrán. Pero la verdad es que Jauja está muy escrita. (…) El perro lastimado (que reaparece en la escena final) sirve como reflexión metanarrativa, por demás burlona. Su cuidador dice que la herida que tiene en el lomo – un parche caliente – se la produce él mismo al rascarse, y que se rasca cuando no entiende lo que pasa. Alguien titulará Parche caliente su lectura de Jauja, y hablará de espectadores a los que el lomo les pica. Se rasca el perro, nos rascamos nosotros, nadie entiende, no hay nada qué entender, el parche sana. Esa es la progresión pedagógica esperable, correcta. Alonso felicitó al que respondió en la sala la obviedad mayor (que es verdad, por supuesto): No importa qué pasa, no es necesario entender todo. Pero, una vez más, la incertidumbre es una directiva del guión, está deliberadamente trabajada. Por eso la puesta en escena de Casas y Alonso en el Auditorium sonó algo petulante, como a canchereada.” Pese a las evidencias, Miccio no puede ligar esa “puesta en escena” con la de la película misma, tal vez porque implicaría no tomarse en serio su propia crítica: antes que sentirse un perro que se rasca, el espectador-(a)crítico prefiere sentirse en comunión con la mirada paternalista que se le ofrece. Sin embargo, unas líneas después, hablando de El perro Molina, Miccio vuelve a dar en la tecla al comparar la ética implícita en la hechura misma de las películas: “Lisandro Alonso dijo en la conferencia de prensa que Misael y Argentino Vargas no entendían qué pasaba cuando hacían La libertad y Los muertos; Campusano no filmaría a nadie que no entendiera qué es eso que están haciendo juntos. Según declaró una vez, la fidelidad es su método. Vos hacé, yo te respeto. Director e intérprete se vinculan bajo la regencia de la amistad, no del contrato.” Algo parecido sucede con el público y la crítica. Mientras tanto, algunos espectadores (y unos pocos críticos) preferimos rascarnos, aunque duela.