Papabuelo Había muchas posibilidades de sacarle jugo a la historia propuesta por El retiro. Sin embargo, a pesar de las correctas actuaciones de Luis Brandoni, Soledad Silveyra, Gabriel Goity y Nancy Dupláa, el resultado deja abiertos algunos interrogantes acerca de un cine que trata de acomodarse entre lo comercial y el plus. Plus, que muchas veces se recorta en intenciones nobles para no caer en estereotipos o fórmulas y en contadas ocasiones en asumir riesgos. La premisa lleva la responsabilidad de equilibrar universos y busca un paralelismo entre una hija desatendida por un padre que optó elegir profesión antes que familia y un niño, hijo de una empleada doméstica, que queda librado a la suerte de que el patrón de su madre lo acepte y se avenga a ocupar el rol sustituto padre-abuelo, precisamente en la etapa en que su vida útil requiere enormes sacrificios para no terminar cayendo en la soledad total y reconocer que ese ocio forzado no es nada gratificante. Es interesante no caer en solemnidades o lugares comunes cuando se trata de la dialéctica vejez-juventud, pero la falta de equilibrio relacionada con toda la trayectoria del arco dramático se tensa a niveles poco gratos, donde el exceso y el subrayado dilata finales obvios. No obstante, el relato consigue por momentos un ritmo sostenido y allí el mérito es de dos actores: Luis Brandoni y Soledad Silveyra, quienes desde sus respectivos personajes adoptan características tridimensionales para la construcción de sus roles. El niño es simpático y natural pero es un niño.
Mejor hablar de ciertas cosas La visibilización de un sin número de casos de abuso y relacionadas con la cuestión del género es el ovillo que fue desnudando las tramas y subtramas ocultas de una inmensa madeja de situaciones nefastas, donde las víctimas por lo general fueron siempre mujeres. Ese cambio de paradigma cultural a lo largo de los años trajo consigo un cambio de percepción de la otredad y aunque todavía se cometan abusos, aberraciones, tráfico de personas o turismo sexual, entre otros, por lo pronto ya se conoce y genera estupefacción en una mayoría e indiferencia o enojo en la minoría habitual, y reaccionaria. Por eso Arenas de silencio… además de ser un gran documental de la periodista Chelo Álvarez Sthele -sus trabajos de investigación sobre la trata datan de muchos años atrás- es ante todo un testimonio de enorme valentía y autorreferencia que escapa rápidamente del atajo de la catarsis en primera persona (como a veces ocurre en ese tipo de documentales) para desplegar un abanico de preguntas sobre cómo interactúan los entornos vinculados con algún caso de abuso una vez destapada la primera pieza de un tapón invisible que cubre y encubre verdades, emociones y traumas que se arrastran a lo largo del tiempo,-o sin pelos en la lengua- que perduran toda la vida. Las heridas cicatrizan pero la marca es imborrable como la estela que deja una ola cuando arrasa la arena o el instante en que estalla el grito ante tanto vacío. Por eso es la palabra y la charla antojadiza la que maneja la directora en su derrotero que parte de una anécdota familiar con la victimización de una de sus hermanas, para así arribar a la propia historia y necesidad de contarla tal vez movilizada por la misma razón que miles de casos de abuso que salen a la luz en algún momento determinado por la valentía de alguien que se atreve a narrar su dolor; a mostrarse tan frágil como vulnerable a la vez frente a cualquiera que desde su mirada percibe otra cosa. Esa es la mayor riqueza de este film y por ese pequeño detalle resulta indispensable como punto de partida de un enorme caudal de audiencia sin distinciones de edades, sexo o raza. Para que las olas generen mareas y las mareas rompan conciencias desde cualquier lugar o geografía.
Un metejón que es caída Liliana Paolinelli ya se había encargado de desarrollar historias donde la visibilidad del tópico lésbico no cayera en el estereotipo o los clichés de la representación cinematográfica comenzada con las películas LGBTIQ. En ese sentido, Margen de error expone las aristas de un triángulo amoroso y poco importaría que estuviese protagonizado por mujeres. La idea base del opus de Paolinelli tiene por objeto manejarse en el territorio de la mirada de la protagonista, interpretada por Susana Pampín, al verse atraída por una joven, en la piel de Camila Plaate, con quien tiene cierto parentesco pero también afinidad de gustos e ideas algo diferentes a las que tiene la actual pareja, rol reservado para la actriz Eva Blanco. El título provoca alguna reflexión porque un margen de error alude a un defecto en un cálculo, o también es el error permitido y desde ese “permitido” el deseo y la necesidad de sentirse seducida -y a la vez amada- llega a la vida de la protagonista, bioquímica, quien transita por los cincuenta años y pretende generar nuevos desafíos a su rutina, no necesariamente al lado de su pareja, aunque sí apoyada en las amigas, en sus costumbres y modos de entender la sexualidad femenina. La película de la directora de Lengua Materna nunca pierde el horizonte en función al deseo y a esa tensión irresuelta entre el círculo de confort y la fuga hacia la inestabilidad emocional se columpia hasta a veces lúdicamente. Por ese motivo cuaja desde el planteo inicial, desde la diferencia de edades y también en la esfera interior de este personaje atribulado de contradicciones, elementos que la vuelven mucho más interesante aún.
El eco del pasado Pablo Reyero, director de Dársena Sur (1997) y La cruz del sur (2003) recupera la tradición mapuche dándole voz y un lugar protagónico a descendientes de Juan Calfucurá, cacique y líder espiritual de la Nación Mapuche. Desde esa premisa, la historia de los mapuches y también el nombre de Ceferino Namuncurá ocupan el centro del documental de Reyero, siempre con la cámara atenta a los primeros planos para que en esos rostros se pueda leer entre líneas. La supremacía blanca -o mejor dicho del hombre blanco- a lo largo de la historia conecta directamente con ancestros y una silenciosa lucha contra el exterminio de los mapuches. Está en sus herederos culturales, entre ellos Manuel Namuncurá y Miriam, mantener en pie una tradición, una manera de supervivencia y relación con la naturaleza, diferente a la que se conoce o se piensa cuando de este tipo de pueblos originarios se habla. Por momentos, los testimonios se vuelven anecdóticos pero por otros sumamente reveladores. Pablo Reyero de esa manera consigue un plus ante la propuesta, que desde lo formal busca intervenir lo menos posible en la puesta en escena y además con una cámara que registra lo cotidiano desde el ojo y no con la cabeza al servicio de la estética.
Problemas pequeños Las refacciones de un templo para la comunidad judía son el detonante que conectan al rabino Aarón (debut de Fabián Rosenthal) con la materialidad en todo el sentido de la palabra, pues el referente máximo de este lugar debe salir en búsqueda de donaciones cuantiosas para que no terminen con su sueño de expansión y las deudas financieras hagan de ese templo religioso un emprendimiento de otra dimensión, más relacionada con lo inmobiliario. La deuda en dólares con el financista, en la piel de Carlos Portaluppi, conecta a la película de Walter Tejblum en su primer arribo al territorio de la ficción con un tema de acuciante realidad pero el film avanza hacia otros esquemas y toma como punto de partida un viaje iniciático llevado adelante con paciencia, buenas dosis de humor y apuntes reflexivos, que encuentran en el naturalismo de Rosenthal su mayor eficacia. El choque de culturas y costumbres, así como el retrato no paisajístico del país de Oriente, suman en lugar de estancar la propuesta. Sin embargo, ese choque en realidad para el punto de vista del rabino Aarón no necesariamente implica conflicto sino aprendizaje y de orden espiritual. La materialidad, si bien siempre encuentra un modo de aparecer tanto explícita como implícitamente, es el pretexto ideal para recuperar otro tipo de fé; para reconectarse con la propia esencia y con el viaje en bruto, sin el valor neto. No es necesario avanzar desde esta nota para evitar cualquier indicio y pérdida de sopresa en el espectador. Lo único que puede anticiparse de esta comedia por momentos costumbrista es su grado de humanidad en cada uno de los personajes, inclusive aquellos que se encuentran algo perdidos pese a tener los pies sobre la tierra o la mirada apuntando hacia el cielo.
Viajo sola Si una película necesita explicarse y no precisamente por sus imágenes por lo general ese detalle no menor refleja un obstáculo imposible de subsanar y por más intentos y trucos que se pretendan realizar no hay camino posible para llegar a algo. Eso le ocurre a La sequía, debut de Martín Jauregui, quien plantea desde el vamos un juego de contraste entre el imponente desierto de Fiambalá, en la provincia de Corrientes, y el vestuario de la protagonista de esta anécdota mal contada. Emilia Attias, rostro televisivo si los hay, interpreta a una actriz televisiva en plena fuga. La fuga que no va a ninguna parte se ancla con su presente y esa suerte de hastío existencial cuando nada de lo que la rodea la completa. Caminar en el desierto sin emitir una palabra por media hora de película no es ninguna garantía para captar algo de atención, más allá de los estériles intentos de introducir otro contraste de verborragia y algo de humor que desentona a cada segundo, a pesar de la sobreactuación de otro rostro televisivo como Adriana Salonia. Nada de lo que le ocurre a Fran (así se llama el personaje de Attias) resulta interesante como para entender su búsqueda espiritual, ni siquiera los flashbacks sonoros o la ambigüedad con el personaje de Salonia, su híper histrionismo y la referencia obvia a todo estereotipo que se precie. Incluso al uso “a piaccere” del ya remañido contraste entre lo material y lo espiritual. Lo único destacable en La sequía no necesita la presencia de humanos ni palabras: los sonidos del silencio y la imponente presencia de los colores de Fiambalá, que parecen guiar la atención hacia ese espacio luminoso para la mirada porque nada de lo que transmita la imagen o el pequeño tour de force de Emilia Attias supera al menos un plano de esa majestuosidad natural.
Que ves cuando no ves Hay momentos en la rutina de la vida, en la melodía monótona de la propia existencia, donde es necesario buscar el desorden o desafinar en términos metafóricos. Y precisamente eso lo que impulsa a la protagonista de este nuevo opus de Natalia Smirnoff (ver entrevista), Clara (Paola Barrientos) a sumergirse en un viaje interior de transformación, a no tenerle miedo a los nuevos acordes aunque presenten disonancias y hagan de la apariencia su mayor ventaja para buscar desafinar. La vida profesional de Clara nunca se encuentra en jaque porque ella es ilustradora de historias dirigidas al público infantil. Su creatividad es la que genera su primer cortocircuito al encontrarse con el coro monótono de un mercado editorial que no está dispuesto a la innovación o a propuestas diferentes a las fórmulas editoriales exitosas. Alcanzan esos apuntes para entender las motivaciones de Clara, sobre todo desde el comienzo en una suerte de agasajo donde las imposturas de todo el entorno la desestructuran aún más. También reencontrarse en la soledad y el pretexto de desconectarse para recuperar la inspiración y cumplir con las demandas comerciales implica otro modo de desafinar frente a sus hijos, su pareja Francisco (Marcelo Subiotto) y en un orden menos visible con su propio deseo y vulnerabilidad una vez abandonado el círculo de confort. La afinadora de árboles es una propuesta fresca en términos narrativos porque fluye a la par de su protagonista pero no menos rigurosa en cuanto al guión y a la dirección de un elenco muy bien elegido. Párrafo aparte para Paola Barrientos, quien viene demostrando riesgo en los personajes que acepta interpretar como por ejemplo el de la serie de HBO El jardín… en su segunda temporada. Es creíble su Clara y su contacto con el dibujo porque nunca se encarga de pensar en actuarla sino “dibujarla” en la ruta en blanco seguida por la directora como si se tratara de la página de un libro aún incompleto al que debe ilustrar con su energía así como en el caso de Natalia Smirnoff con el equilibrio justo entre la imagen, la distancia de la cámara y el espacio en el que Clara experimenta sus estadíos interiores de desafinaciones.
Abandonados Ya desde el contraste del blanco y negro nos predispone a tomar contacto con una película de clima y atmósfera, pero si a eso le sumamos una presencia imponente de la actriz Mónica Galán la experiencia gana en peso dramático y desde lo compositivo. Es que estamos en contacto con un cine diferente, siempre desde los desafíos que propone Inés de Oliveira Cézar pero con un agregado amargo porque la protagonista de Baldío, su último opus, falleció este año y ésta sea quizás su mejor actuación en cine. Un Baldío como el título indica puede ser un espacio abandonado, aunque eso necesariamente no representa que en su perímetro no haya objetos o personas. También, es la mirada la que configura un espacio y desde la subjetividad de quién mira depende la dinámica de ese espacio abandonado o no. La protagonista de esta historia, además de ser actriz y llamarse Brisa; además de su reputación de actriz consagrada y respetada por pares y colegas, transita por un período donde siente en carne propia otro tipo de abandono dado que su hijo (Nicolás Mateo) es adicto al paco y además un permanente manipulador de las bondades de su madre, quien sin quererlo por momentos resulta cómplice indirecta de la gran dependencia de su hijo a las drogas o de la necesidad de huir de cualquier rehabilitación, hospital o intento de recuperación cuando no llega ayuda de su entorno. Pero el primero en abandonar a Brisa no es el hijo sino su ex esposo (Gabriel Corrado), quien hace tiempo marcó el límite tras los fracasos de recuperación y optó por formar otra familia. La premisa que opera en este film juega con límites de paradigmas y representación, desacraliza épicas cotidianas del adicto y se ubica en el terreno sinuoso del amor odio que genera una situación extrema como la adicción, sin esquivar el principal obstáculo que no es otro que el afecto y el rol que se ocupa en un vínculo de dependencia. La magnitud del drama interno de Brisa contagia también su entorno laboral y en ese espacio simbólico, en medio del rodaje de una coproducción para una película de género, hace mucho más ruido, y aporta a veces una cuota extra de ironía y dramatismo a la vez. Mónica Galán en un rol difícil se entrega absolutamente y eso es notorio desde el primero hasta el último plano, donde el tiempo entre toma y toma marca además un tiempo interior en la película. Desde lo visual, el blanco y negro permite la entrada de matices y esos grises con escasa luz generan un dramatismo no solemne pero sí de una intensidad que por momentos asfixia. Otro contraste con la “Brisa” en un aire demasiado viciado, en un set de rodaje en el que el artificio sepulta la verdad, aunque el director de cine (Rafael Spregelburd) deba lidiar con algunas vanidades de Brisa en su estado emocional y frágil cuando su cabeza no está en ese terreno laboral y menos dispuesta a ceder un centímetro de orgullo ante la prepotencia. Baldío es una película de una enorme transparencia, un gran homenaje para Mónica Galán y la trascendencia de lo que deja cuando se enfenta con tanta valentía a la verdad más cruel de los vínculos en la mustia o simulada presencia de un entorno fantasma.
Un loco de Buenos AIres La referencia indirecta de este cantautor no es otra que el exilio durante la dictadura y la primavera democrática, época esta última donde era posible aún explotar creativamente hablando, aunque es cierto con reglas de juego de un mercado musical no apto para creativos. Por ese motivo y fiel a una convicción de hacer música más que producir discos el nombre de Alejandro del Prado solamente resuene para aquellos nostálgicos que escuchaban allá por los ochentas algunos de sus temas, y también para una generación posterior que seguramente tarareó sus letras sin saber realmente de quién se trataba. Desde La murguita de Villa Real hasta Los locos de Buenos Aires, la poesía de Del Prado dijo y dice presente. Incluso en este documental del investigador Mariano del Mazo, quien junto al director Marcelo Schapces retratan el día a día del cantautor y estructuran desde una faceta afectiva una parte y otra desde la música con testimonios de músicos, valga la redundancia. En ese sentido, es muy interesante participar como escuchas de una evolución a nivel musical, respaldada por material de archivo, incluidas en programas de televisión como el mítico Badía y compañía, referencia del rock argentino indiscutible pero también en ciclos como Cable a tierra ó Café con Canela, entre otros. Escuchar las letras que una presentación en vivo muestran a Alejandro del Prado con la misma energía y voz de aquellos tiempos regocijan y para este documental singular significa por un lado un gran homenaje a su aporte silencioso y por otro el descubrimiento de un ícono de la música popular argentina -que lleva grabados solamente tres discos- y del rock completamente ausente de cualquier libro de historia de este movimiento ó relato vinculado a la música argentina de otras épocas, otros tiempos y siempre acompañado de un loco de Buenos Aires.
La épica de lo micro Lo paradójico de todo es el triste oportunismo de la película teniendo presente el estado actual de las cosas en esta Argentina de vaivenes y contrastes. También que existe una idea por encima de todo por la cual se cree que la mejor manera de abordar lo macro es haciendo foco en la épica de lo micro. Otra paradoja incluso para explicar la inexplicable economía cuando de “variables macro” se trata frente a lo micro, el día a día de la gente en su gimnasia cotidiana de supervivencia. La odisea de los giles explica lo macro sin ninguna necesidad de bajar línea y lo hace desde el lenguaje del cine; desde las herramientas más elementales pero a la vez poderosas para encontrar un equilibrio en donde el axioma anteriormente citado encierra su virtud y su defecto. Sin embargo, funciona de cabo a rabo y no genera mala predisposición desde su épica de “perdedores” porque el grado de movilización es diametralmente opuesto a una especulación o chantaje emocional. Partir de la base de una novela, es decir de un cuerpo literario y llevarlo a la síntesis del cine, no es ninguna tarea sencilla pero contar con la presencia del propio autor de la novela en el guión, Eduardo Sacheri, al menos garantiza una mirada compartida en ese tránsito de las hojas a las imágenes. Porque el contexto en el que transcurre la historia de esta cooperativa, donde cada uno tiene mucho que perder y la jerarquía se diluye entre los personajes, es lo suficientemente gráfico para hacer del territorio y escenario un teatro de operaciones ideal. El terreno en lo que a concepto se refiere óptimo para el desarrollo de idiosincrasias, entre otras virtudes del guión como por ejemplo el humor simple y no sofisticado durante la acción. Al hablar de contexto no hay que confundir un intento por parte de Sebastián Boresztein de sumir a su nuevo opus en un retrato realista, sino más bien en generar con las generales de la ley el verosímil propio del género, aunque sin quedar atrapado en el subgénero de las películas de robos llevados a cabo por inexpertos, algo que Hitchcock podría definir como héroes en situaciones extremas y para las cuales no tienen habilidades adquiridas. Qué mejor condimento entonces que separar la paja local del trigo universal porque La odisea de los giles transmite las mismas sensaciones para cualquier espectador con alguna gota de sentido común y sensibilidad, mientras que para el público local va a representar muchas cosas que entre el recuerdo de fantasmas y malas épocas traerá también el de tiempos más cercanos con escenarios distintos pero con las mismas historias cuando la asimetría entre el débil y el fuerte resulta insoportable. Sería un tanto redundante en esta crítica hablar de un gran elenco, de la enorme y acertada mezcla de estilos en cada actor, que ensambla perfecto en el personaje que le toca en suerte tanto los que más aparecen como aquellos secundarios, con la mezcla de torpeza e ingenuidad frente a situaciones que los superan minuto a minuto. El director de Koblik vuelve a contar con Ricardo Darín en otro papel distinto, sin dejar de mencionar la impecable química con Luis Brandoni para que todo el resto se luzca entre escenas donde no sólo pusieron el cuerpo sino también el corazón. Ojalá que los giles existan siempre para que la asimetría que detesta la épica de lo micro deba recalcular cuando ya no queda más nada que perder.