Caro onore. La caída de Salvador Allende, el bombardeo a la Casa de la Moneda y un puñado de imágenes documentales que de alguna u otra manera han llegado a la memoria colectiva de pueblos latinoamericanos vuelve a impactar en el documental de Nanni Moretti Santiago, Italia, básicamente porque para quienes pudieron conocer el pensamiento del director italiano a partir de cada una de sus películas queda establecido el compromiso ideológico detrás de la idea de recuperar testimonios de aquellos sobrevivientes a la dictadura pinochetista. La formalidad de cabezas parlantes en este caso específico no es un signo de flaqueza intelectual o pereza a la hora de pensar en la construcción de un trabajo documental porque es el peso de la historia de aquellos que encontraron en la utopía una causa para transitar etapas de audacia y enorme peligro, además del espacio para recordar a partir de las preguntas más difíciles que el director de Aprile dispara al corazón sin herirlo de muerte. Es la muerte, la tortura y la locura, la que predomina en cada relato e inclusive en esos quiebres que en silencio generan atmósferas de honda verdad para que la cámara solamente registre -como ese oyente silente- que acompaña sin juzgar. La coherencia del film no se percibe desde la base de la imparcialidad con las dos campanas en equilibrio discursivo, y es ese detalle no menor el que expone Nanni Moretti al enfrentar a uno de los militares que se jacta de inocencia a pesar de la justicia que lo condenó por criminal y que increpa a Nanni diciéndole que no veía en la entrevista un trato imparcial ante la fría respuesta afirmativa por parte del creador de Habemus Papa. El doble viaje de Italia a Santiago y viceversa es un doble espejo del pasado y el presente, donde Nanni Moretti se busca en la utopía de aquellos refugiados en la embajada de Italia, quienes luego encontraron en el exilio a escondidas la solidaridad de un país que sabía de totalitarismos y también del peligro de la teoría de los dos demonios cuando de defender una causa trascendental se trataba, a pesar de las bombas, de los muertos y la soledad de los héroes con honor.
La larga espera Rodada en Primer Ingenio Correntino, pueblo ubicado a 20 km de la capital de la provincia de Corrientes, el segundo largometraje del director Hernán Fernández se acomoda en el grupo de películas intimistas de un estilo de cine argentino para el que se requiere paciencia del público y atención en la puesta en escena o detalles visuales. Una familia fragmentada no por elección de cada uno de sus miembros sino por la dinámica que lleva a la búsqueda de otro horizonte económico lejos del hogar es la premisa de la que parte El llanto. En este caso quien tuvo que partir del hogar es Elías, lejos de su habitual lugar en el campo como cuidador, la ciudad de Buenos Aires lo instala en una obra en construcción. Sonia, su esposa joven, es la que espera, entre tiempos muertos, con el embarazo y la esperanza de la llegada del primer hijo a la familia. La palabra “espera” entonces encuentra un doble camino en la encrucijada del tiempo que parece suspendido en una atmósfera en la que lo opaco juega el contraste ideal con la falta de luz, elemento plástico no menor que se refleja en la imagen de interiores atravesada por largos tiempos muertos que ralentizan el ritmo y por momentos generan clima de documental de observación. Cabe destacar que el director opta por filmar con no actores, un detalle no menor teniendo en cuenta el grado de contención de cada personaje y su performance con una cámara atenta pero no invasiva en el encuadre. Así las cosas, se percibe en el resultado final un minucioso trabajo del plano como espacio vacío que se va llenando de luz tenue o la propia gama de opacidades, que aporta al tono minimalista una rigurosa idea estética que por momentos trae el recuerdo del cine del mexicano Carlos Reygadas, entre otros realizadores que seguramente hayan formado parte de las influencias del director y su manera de entender -en su totalidad orgánica- el cine.
Del mito al relato Otra triste página de la historia política argentina y el mismo pedido de justicia y no olvido encuentra en esta experiencia de los alumnos de la Escuela de Educación Media Nº15, “Vicente Sierra”, un trabajo de investigación para reconstruir el pasado, pero más precisamente la reivindicación de la lucha armada que tras el embate del terrorismo de estado arrojara como resultado un tendal de muertes y violencia que encontraron su territorio y su espacio simbólico. En este caso, la Masacre de Pasco, donde fueron dinamitados ocho militantes del peronismo revolucionario como parte de un plan sistemático que terminó con más violencia, muertes y desapariciones forzadas años después. Resulta interesante el planteo inicial desde la deconstrucción de la palabra “mito urbano” para reflexionar sobre los mecanismos de memoria y negación cuando aún persiste el miedo, o simplemente la no necesidad de recordar. Quienes sí recuerdan son aquellos que brindan sus testimonios a cámara y que toman contacto directo con los alumnos, quienes intentan entender y aprender una parte de la historia que les resulta inquietante, dolorosa, al descubrir relatos que dan cuenta de una historia argentina plagada de odios, con poca memoria y escasos recursos para encontrar justicia en las instituciones.
Valorar la amistad para sembrar nuevos bosques de esperanza Esta coproducción entre Argentina, España y Suiza, con una fuerte presencia de la provincia de Misiones, tuvo muchos contratiempos para concretarse pero finalmente tanto su director, Gastón Gularte (ver entrevista), un elenco internacional, su equipo y todos aquellos actores no profesionales que aportaron su granito de arena, pueden decir “tarea cumplida”. La idea de amalgamar una aventura en live action genera por un lado un desafío con la vara del estándar en lo que a animación dirigida a niños se refiere y mucho más cuando se trata de coproducciones que involucren a la Argentina con otros países. En ese sentido Cara sucia… sale indemne no sólo por la factura técnica sino por darle vida desde la animación a un mundo de fantasía con personajes propios y en correspondencia con un mensaje de carácter ecológico que se nutre de una paleta de colores y despliegue de imágenes entre subtextos para todo tipo de edad. El protagonismo de un colectivo de niños para tomar conciencia de la importancia de la solidaridad cuando la villana de turno en la piel de Laura Novoa busca arrasar con bosques y árboles añejos para mantener el negocio de su empresa, brazo minúsculo de una multinacional que genera enormes tragedias ecológicas, suma a la propuesta extra cinematográfica una carta en un mazo sumamente cargado de ideas y comodines. A eso debe sumarse otra intención que conlleva implícito el intento de hablar de cosas reales para la vida de cualquier niño sin abandonar la niñez y la inocencia de una mirada distante a la de cualquier adulto que haya perdido la capacidad de la niñez intrínseca así como la creatividad para imaginar utopías como la que en definitiva busca sembrar la película de Gastón Gularte. Si bien no hay tanta correspondencia entre las actuaciones de actores conocidos como Laura Novoa, la española Ana Fernández o Iván Moschner respecto a algunos de los actores secundarios es destacable la labor de Isabella Caminos Bragatto, su capacidad de jugar un personaje de heroína y cargarse a las espaldas el mensaje más importante de esta aventura live action que no solamente mezcla lo digital con lo real, a veces en escenarios naturales de gran belleza, sino que además regala energía, una banda sonora original y la inconfundible marca artística de Rubén “El negro” Rada para darle vida a Vivaldi, el sabio mono que convive con el mono sabio de carne y hueso en la piel de Jesús Pérez Echanique. Es hora de que el cine dirigido a los más pequeños busque cambiar y en buena hora que lo haga en épocas donde la necesidad de recuperar valores colectivos desplace cualquier intento individualista o marketinero sin contenido como suele ocurrir con algunas propuestas de animación destinada a la reproducción sistemática de modelos de representación nocivos.
La laguna sagrada Imbuirse en el opus de Georgina Barreiro es en primer lugar tomar contacto con el budismo tibetano y por otro con una premisa muy pequeña que tiene por protagonistas no solamente a cuatro hermanos sino a la majestuosa presencia de Khechuperi, una comunidad situada a orillas de un lago sagrado. Próximo a los Himalayas, la mirada del espectador rápidamente se ve compenetrada con un estilo ascético, pero no por ello lúcido en tanto y en cuanto la no intervención sobre aquello que la camara capta es mucho más vibrante e intenso que desde un modelo donde la puesta en escena se ve alterada por la presencia del director o equipo. Se notan las ideas dentro de esa objetividad manifiesta pero en ningún momento el recurso se lleva puesta la película, sus climas internos que genera un ritual y las charlas que más que banales encuentran gran significancia con las transformaciones socioeconómicas y el peso de la globalización o las tecnologías que penetra a pesar de todo en lo ancestral y en la tradición desde las generaciones más jóvenes. Cuando la necesidad de bajar alguna línea narrativa o discurso contamina un documental, el primero que lo padece es el espectador. Por eso dejarse llevar por la propuesta contemplativa y profunda de La huella de Tara, tomar contacto con otro mundo no ficticio pero que se hermana con un tiempo que ya no existe no puede ser más que bien recibida y sobre todas las cosas en estas épocas de inmediatez y reciclado de fórmulas.
La fascinación entre márgenes Aunque las comparaciones nunca son buenas -y para aquellos críticos que se valen de ese recurso transmite cierta vagancia intelectual- si se me permite no es casual que uno de los productores de este documental, dirigido por Malena Moffatt y Bruno López, sea Tomás Lipgot porque para los memoriosos la nostalgia con Moacir y su maravillosa trilogía es instantánea. Tan instantánea como las marcas que atraviesan el universo de Marta Show. El problema de esta propuesta que parte de la base de acompañar a la protagonista, otrora bailarina de striptease -que para muchos fuese pionera en sus años de esplendor- y quien por elección y algunos temas familiares comenzara a vivir de sus actuaciones en plena calle y de sus acopios de elementos en sus diferentes carros sin encajar en la etiqueta habitual de ciruja versión femenina, no es otro que la predominancia de una mirada demasiado eclipsada por el personaje más que por la persona de carne y hueso, su circunstancia, pasada y presente. El show de Marta entonces a diferencia de Moacir se come y fagocita todo buen intento en el Marta Show. No surge la espontaneidad cuando toda ella es un personaje. Eso no significa que Malena Moffatt busque singularidades, ni tampoco que marque a veces algunas discrepancias ante la avasallante mujer de 75 años, de agilidad en el manejo del cuerpo indiscutible. Pero el equilibrio entre catarsis y proceso documental a secas, sea la puesta que sea, se pierde en las buena intenciones por la necesidad real de aproximarse a Marta y su manera de pensar su mundo con un enfoque que va hacia afuera de ella y no en su íntima vulnerabilidad emocional. Para aquellos que conozcan el nombre de Alfredo Moffatt, su famosa obra desde El Bancadero, así como su trabajo de décadas e intento de romper paradigmas en materia de la concepción vetusta de enfermos psiquiátricos o lo que seguimos tildando como “locos”, sin lugar a dudas para Malena, su hija, haber tomado contacto con Marta también le generó otro tipo de vínculo. De otro modo no se entiende sino el para qué sumarlo a su proyecto personal con la colaboración de Carolina Gordon. Sin embargo, entre esas experiencias y los delirios que ya hoy forman parte de lo cotidiano en Marta Buneta no hay un ápice de incoherencia más que la sensibilidad de una persona que se hizo y reinventa por la elección de vida tomada en la etapa menos luminosa de una vida entre márgenes, pese a los bailes en la calle, las actuaciones espontáneas y el efecto de espejo deformante al enfrentar a una persona excéntrica que puede encontrarse en algunas plazas o veredas sin cámaras que la registren.
El barrio de los sustos La ambigüedad que acompaña la trama de este film, dirigido por Luis María Mercado, es directamente proporcional a los estados psicológicos que atraviesan las horas de la protagonista, cuyo sugestivo nombre responde a Magda. Tal vez por María Magdalena porque la presencia de rasgos de lo religioso prevalecen entre otros elementos como las creencias paganas o aquellas cosas que no encuentran explicación en el orden racional. La premisa es sencilla: como toda novia a punto de dar el gran paso al matrimonio, Magda transita por los nervios comunes porque pretende tener todo bajo su control. Sabida es la idea de que todas las miradas están depositadas en la fiesta, el vestido y esas nimiedades que para su futuro esposo representan absolutamente nada. La preocupación de él también se concentra en las apariencias, aunque por debajo de una superficialidad esconda secretos. Todo se precipita cuando Magda comienza a experimentar sensaciones o escucha unos ruidos de dudosa procedencia mientras su comportamiento y relaciones con el entorno van mutando a la par de su carácter. El director para esta atmósfera se vale de recursos cinematográficos como el fuera de campo sonoro así como de una puesta en escena rica en detalles. La construcción minuciosa de climas es otro de los puntos clave en los que se apoya Vigilia en agosto pero a medida que la trama avanza en tensión los desniveles con la performance de la protagonista atentan contra el resultado integral de la propuesta. Ponerle imágenes a las sensaciones o a los sustos de los cambios personales al elegir la pérdida de un rol por otro no es tarea sencilla y de eso se alimenta el guión para desplegar en la cotidianidad de Magda, esa novia que lejos de fugar se mete cada vez más en el corazón de lo tradicional, aquellos instantes de duda y culpa cuando el deseo no se respeta.
El árbol, el bosque y la memoria Una ópera prima, cuyo antecedente es un racimo de etapas para unir piezas de un largo rompecabezas, conecta tanto lo que hace a la producción de un documental como al núcleo narrativo, columna vertebral de un relato que toma como punto de partida distintos viajes entre Argentina y España en diferentes épocas y siempre protagonizados por Lucía S. Ruiz. Su meta tiene como elemento unificador la historia familiar. Además de ser egresada de la ENERC también se desempeña como editora de series web o programas de televisión entre otras actividades ligadas a ese oficio. Francisco Franco “el generalísimo español” es la figura central para introducir no únicamente la historia de sus abuelos durante su época de infancia (niños de la guerra) y posterior exilio a la Argentina, sino una de las consecuencias de la Guerra Civil Española en la cual no sólo su abuelo sino su bisabuelo tienen preponderancia. El archivo familiar, producto de filmaciones que Lucía Ruiz hiciese en sus viajes sin saber de antemano el sentido que finalmente aportarían a su búsqueda de identidades, es una de las principales herramientas para reflejar las intenciones de trazar coordenadas entre las relaciones padres con hijos. En ese sentido además de su abuelo Pepe, el padre de su abuelo, y su propio padre Rubén, quienes entran en la dinámica de la búsqueda los unifica la idea de una voz en off de tono confesional o hasta reflexivo, recurso que genera otro tipo de sensación a la hora de tomar contacto con las imágenes de archivo hogareño, casero, artesanal, y con la materialidad de los huecos de una memoria reconstituida a pedazos. Si bien existen varias propuestas documentales con una base argumental similar, en este caso la particularidad del debut cinematográfico de Lucía S. Ruiz es sin lugar a dudas la manera de montar o editar el material con una dinámica que no lo vuelve ni esquemático ni rutinario, más allá de la historia familiar y la de sus abuelos escapados del Franquismo, la historia de militancia de su padre Rubén o aquellos familiares lejanos que fue descubriendo en cada viaje, ya sea junto a su padre o simplemente junto a una cámara para sentirse menos sola.
La diáspora itinerante Ya desde su ópera prima, Poli Martinez Kaplun (pinchar entrevista) se valía de los recuerdos de Lea y Mira (pinchar crítica), sobrevivientes del Holocausto que rehicieron sus vidas en Argentina, para bucear desde otro lugar no histórico una época muy singular para su propia historia y en la que vale mucho más el testimonio vivo que la fría descripción de acontecimientos atroces o situaciones extremas donde se ponen en juego el instinto, la voluntad y esa irrefrenable sensación de que en algún momento la rueda de calamidades se frenará. Es por eso que el disparador de su nuevo documental toma como punto de partida su propio momento, su necesidad de búsqueda de memoria familiar y la inquietud por interpelara a sus más allegados afectos, aunque también de interpelarse a través de un diálogo intertextual con su propio proyecto de filmar y registrar cada paso de un viaje que parece interminable. El viaje de la realizadora conecta directamente con las secuelas invisibles de la diáspora judía. La sensación palpable a medida que avanza por las estaciones del recuerdo con el tren de la memoria en primer término dejan reflejada la dispersión de familiares con diferentes historias que encuentran un nexo en común: el judaísmo y Alemania como expresión de un contraste, y también de identidad que se va transformando cuando la necesidad de erradicar todo rasgo judío se lleva en las venas. Pero si hay algo que predomina en este vaivén de recuerdos, charlas y visitas de espacios con enorme impacto emocional para la directora y su entorno más cercano es una casa de su abuela (la casa del título del film) en el corazón de Alemania y que tiene una enorme riqueza afectiva para todos los involucrados en esa historia que comienza con los nazis, muta en las forzadas migraciones hacia América, Europa, entre otros rincones, y decanta en reflexión sobre la historia familiar, los secretos, la alegría de saberse sobreviviente y un sinfín de preguntas que lejos de responderse abren enormes caminos para seguir bifurcados sin la idea de clausura o punto final de una gigante travesía, que tiene como punto de partida la fuga y como punto de llegada la resiliencia.
La perra vida. Resulta interesante en esta propuesta de Matteo Garrone sumergirse en el mundo del protagonista. En los papeles, un hombre sencillo y “buenudo”, cuya afinidad con los canes se describe desde un vínculo completamente empático mientras que su némesis es todo lo contrario y el operativo empatía se disuelve por completo al ser artifice de innumerables humillaciones para con el protagonista. Sin embargo en esta relación tóxica hay una necesidad compartida y desde ese lugar, sin proponerse juzgar las acciones de estos dos personajes, el director saca a relucir su capacidad para comenzar a teñir de mayor complejidad una trama que parecía demasiado jugada a lo binario. Desde ese lugar y sin avanzar en la trama, podemos decir que Dogman apela al recurso de intercambio de roles, reformula la idea de domesticación humana a la par de manipulación para tensar los resortes del thriller psicológico, a niveles extremos y sin golpes de efecto que alejen al espectador de un principio empático conseguido desde el inicio de la película.