Cosecharás tu siembra Otro corazón, opera prima de Tomás Sánchez, pertenece a ese grupo de películas con planteos interesantes pero que al carecer de un criterio no tanto cinematográfico o formal sino más bien conceptual se queda a medio camino de todo lo que propone. No está mal cuando se encara una película preguntarse qué es lo que se quiere contar para luego, obtenida una respuesta, buscar el cómo contarlo y hacerlo lo suficientemente claro y atractivo. El cine argentino muchas veces en un afán saludable de búsqueda tropieza con la piedra del qué y entonces el cómo pierde sustancia, se debilita y refleja las propias falencias del guión. Eso precisamente ocurre aquí, dado que por un lado se intenta contar una historia que gira en torno a la donación de órganos y eso lo refuerza el patrocinio de una entidad rectora como el INCUCAI o la presencia del doctor Jorge Rodríguez Kissner, un caso modelo de trasplantado con éxito, y por otro se avanza sobre la paternidad y las relaciones familiares en momentos críticos, tanto en el orden emocional como económico. Con semejante menú sobre la mesa lo más lógico es que salga algo desparejo y que eso sea tan evidente que por más intentos de corregirlo en el desarrollo dramático nunca se alcanza a reparar del todo. Dice el refrán popular que el que mucho abarca poco aprieta y este es el ejemplo más palpable al que se le debe sumar un malogrado reparto que hace lo que puede más que nada porque sabía de qué iba la historia y respetaron la consigna a rajatabla, con el agregado emocional en cada escena y la mala elección de momentos musicales para lucimiento de Elena Roger, en el rol de María, quien no necesita cantar para descollar en pantalla porque su fotogenia no está en tela de discusión luego de su impactante debut en Un Amor; de una Patricia Sosa que aparece realmente poco más allá de acompañar el debut de su hija que también canta y lo hace más que bien. El resto del elenco no canta, pero si actúa con corrección tratándose de un relato de estructura coral donde puede apreciarse la diferencia de estilos de actuación por ejemplo entre Mariano Torre y Fabián Gianola, ambos en el rol de hermanos, uno más pragmático que el otro que marcan sus diferencias en relación a cómo vivir y cómo ayudar al padre (Carlos Moreno) en su tránsito final. Como decía anteriormente, el eje central es la paternidad: Leo (Mariano Torre) se entera luego de una rutina de chequeo que su padre necesita ser trasplantado del corazón. La noticia lo lleva a decidir en primer lugar un traslado a su casa donde María (Elena Roger) intenta conservar la tranquilidad del hogar dado que está en la última etapa de su embarazo y demanda atenciones que Leo no presta, al verse superado por el problema familiar y además por los negocios de la financiera de su padre al no poder cobrar una deuda de una cooperativa que presenta un plan de reactivación productiva de sus tambos, antes de que Leo –a espaldas de su padre y hermano- les remate la tierra. En contraste, su otro hermano médico (Fabián Gianola) debe soportar constantemente los malos tratos de Leo y su frialdad ante los asuntos relacionados con su padre y los afectos hasta llegar a la desesperación de encontrar el órgano por vías no legales. Sin revelar más detalles, un desenlace caprichoso más la inclusión de demasiadas subtramas sin resoluciones empañan todo intento de coherencia y mucho más grave cuando se trata de resolver cada situación sembrando algún mensaje o lección de vida.
Instinto de supervivencia Resulta alentador -por lo menos desde los papeles- que el cine argentino apunte a un género específico para tratar de sacar el mejor rédito posible pero sin perder esa cuota de identidad y argentinidad en los proyectos. La comedia negra ya de por sí es un subgénero bastante difícil de transitar porque en primer término necesita de personajes oscuros, cínicos e inescrupulosos para avanzar e incorporar a la historia situaciones extremas que lleven a los personajes a tomar decisiones también extremas. Nada mejor planteado entonces que un botín y una sucesión de muertes para que ese motín vaya pasando de un dueño a otro. Esa es la buena premisa de Ni un hombre más, debut en el largometraje del avezado guionista Martín Salinas, quien logra a través de un guión bien trabajado mezclar la comedia negra con el suspenso a la Hitchcock en un ambiente semisalvaje del Iguazú estableciendo un simpático paralelismo entre el comportamiento animal de las iguanas y el de los personajes, en especial el referido al género femenino en su disputa territorial por la atracción del macho, donde la destacada interpretación de Valeria Bertuccelli confirma que es la mejor comediante de la camada joven de actores argentinos porque no se pasa de la raya ni sobreactúa sus personajes que por lo general atraviesan momentos de tensión o se exponen a situaciones en las que el humor físico debe aflorar. La secunda en ese mismo registro un Martín Piroyansky atento al ritmo de los diálogos y sobre todo a las reacciones para saber interactuar en los momentos justos dejando alguna incertidumbre en el espectador en función a la conducta o derrotero de su personaje. Todo comienza con una pareja de secuestradores improvisados (Bertuccelli y Juan Minujín), quienes luego de cobrar el rescate por un anciano encerrado en el baúl del vehículo sufren un doble accidente que los conducirá azarosamente a una hostería, cuyo encargado es el joven Charly (Martín Piroyansky), quien a su vez está esperando la llegada de unos turistas provenientes de Brasil. A partir del encuentro y de una seguidilla de enredos, que van subiendo la tensión y sumiendo a los personajes en una lucha por la supervivencia, la trama va acumulando situaciones cómicas, con diálogos rápidos y no explicativos aunque por momentos trasparentan demasiado los hilos del guión que en pantalla se notan con mucha más nitidez. No obstante, pese a algunas fallas en la construcción de los personajes, el tono de la comedia negra jamás se pierde y la operación de mezcla de elementos de género da buenos resultados y todo eso gracias a una buena dirección de actores.
De Toronto a La Quiaca Otros silencios, tercer film del argentino Santiago Amigorena, cuenta con un reparto de actores internacionales e incluso locales y gran parte del rodaje fue realizado en locaciones del norte argentino, más precisamente Jujuy, Tilcara y la Quiaca. El relato arranca en Canadá, en la tranquila y apacible vida de una mujer policía (Marie-Josée Croze), a quien le asesinan al marido y a su pequeño hijo en lo que indica un ajuste de cuentas. La herida se hace tan insoportable para la protagonista que rápidamente encara un silencioso plan para dar con el paradero del asesino, un argentino (Ignacio Rogers) apodado Pablito que tras salir de la cárcel solamente jaló el gatillo y acribilló al esposo de la policía y a su pequeño sin preguntarse absolutamente nada. Así, en lo que a las claras puede desplazarse dentro de las coordenadas de un relato de venganza que de inmediato se interna en la realidad más profunda de Argentina mostrando la marginalidad que no sale en las postales turísticas, Santiago Amigorena le insume otros elementos que transforman un policial convencional en un viaje iniciático que atraviesa las rutas de todo duelo por una pérdida. Aquellas preguntas que el asesino no quiso formularse se hacen carne en la tristeza y angustia de la mujer extranjera, quien toma contacto con una realidad completamente distinta a la de su Toronto; un universo en el que progresivamente irá madurando la idea de venganza como expiación de la culpa pero no como alivio para una herida que jamás cicatrizará. El ritmo de la trama se acomoda pacientemente en los tiempos propios del relato, aunque ciertas resoluciones del guión resultan un poco forzadas cuando se trata del policial a secas. Torpezas de personajes para justificar acciones por momentos malogran las buenas intenciones, así como la mala elección del actor argentino Ignacio Rogers para interpretar un personaje fronterizo y marginal porque su naturaleza no lo hace nada creíble. Todo lo contrario ocurre con la actriz Marie-Josée Croze, quien sabe dosificar la procesión interna con la explosión del dolor hacia afuera en el momento justo y sin sobreactuación.
Vidrios polarizados Cosmópolis, nuevo opus del canadiense David Cronenberg, es una anécdota más que un relato de ficción basado en la novela homónima de Don DeLillo, que busca a través de un discurso absolutamente crítico y cínico exponer con detalle la futilidad de la vida a partir del avance irrefrenable de un capitalismo salvaje que se ha convertido en religión y ha hecho de la sociedad de consumo su principal fuente de vitalidad, fagocitando voluntades al ritmo de un latido que no descansa y sólo se frena para el recambio de los actores. Para esa dialéctica perversa, que mira el mundo desde la más pura abstracción, el afuera o mejor dicho todo lo relacionado a lo externo es pasible de un reduccionismo tan grande que todo se vuelve cuantificable, intangible y virtual. Nada más absurdo entonces como representación de ese concepto que el dinero: una cifra seguida de ceros que determinan quién vive y quién muere, pero así como se acumula también se pierde en un segundo y eso es lo que le ocurre al protagonista de esta larga charla para sordos cuando sus predicciones económicas sobre el avance del yuan, la moneda china, amenazan con destruir su imperio y su fortaleza de bienestar artificial, resquebrajada en gráficas que descienden en pantallas HD. Ese presente que en realidad para los fines de este film se disfraza de futuro se escapa si la mirada no lo cruza o confronta como es el caso de la puesta en escena meticulosa, planteada en el interior de una lujosa limusina blanca que recorre lentamente la ciudad de Nueva York en busca de una peluquería para satisfacer los deseos y caprichos de Erick Packer. A bordo de esta nave, cuyos vidrios no dejan tener contacto con el mundo exterior; con la suciedad y los rostros famélicos, se encuentra el recién mencionado Eric Packer (Robert Pattinson), un multimillonario de 28 años, quien pese a las alertas sobre un posible atentado contra su persona desafía su propia inercia y sedentarismo al pedirle a su chofer que lo conduzca hacia la peluquería de su infancia para hacerse un corte de pelo, tal como solía realizar en el pasado que parece lo único real en su existencia. A ese templo de la vacuidad rodante se van sumando distintos personajes como asesores de mercado, amantes, doctores, consultores, quienes entablan diálogos filosos con el protagonista en función de una idea integradora del discurso. Así, le llegará también el turno a la función de los medios de comunicación, al sin sentido de acumular riquezas cuando los pobres arrojan ratas a los ricos en medio de protestas antisistema; entre un solipsismo y una radiografía cruel y decadente del mundo postmoderno. Cosmópolis nos devuelve a aquel David Cronenberg de Crash o Videodrome -claro está con muchos más años encima y cine a las espaldas- con un Robert Pattinson alejado de las adolescentes de Crepúsculo, reflejando sin fisuras en su actuación el ocaso de un yuppie, acompañado de un racimo de grandes actores como Juliette Binoche, Paul Giamatti, Mathieu Amalric, Sarah Gadon, entre otros, en un film que a muchos les resultará denso y sobre dialogado y a otros muy interesante desde su aspecto formal y transgresor. Pero que a la mayoría le generará indiferencia.
El polvo de los recuerdos Los planos se superponen entre el murmullo que recorre los espacios vacíos de una casa grande y deshabitada. Se sacan las ventanas como parte de un reflejo que calla aunque unos ancianos aparecen y festejan otro año de un niño pero las siluetas son tan difusas que desaparecen entre los sonidos y los últimos estertores de maderas que rechinan y cañerías agredidas por la presión de tanta vida que se escurre en el devenir de las cosas que no tienen nombre ni lugar. Una casa es un lugar a pesar de que nadie esté allí porque el tiempo la cohabita como aquel intruso que está presente y no molesta. Todo empezaba en una casa de familia, de afectos, e historias pequeñas o poemas y todo debe terminar en el mismo lugar con el cine más puro, ese que no necesita explicaciones ni relatos lineales que lo ayuden y que Gustavo Fontán moldea con cada vez mayor precisión. Con lo difícil que resulta cerrar historias, hacerlo con una trilogía que recorre la intimidad de las vivencias del realizador Gustavo Fontán resulta mucho más complejo y desafiante. Toda clausura implica una pérdida y un desandar misterioso sobre lo ya construido o recorrido desde la poética y desde el cine como vehículo de expresión de ideas y sensaciones. Las que deja La casa, final de la trilogía que comenzara con El árbol y siguiera con Elegía de Abril, son de profunda tristeza y dolor, donde el polvo de los escombros se alimenta del polvo de los recuerdos pero se desvanece como aquellos fantasmas que habitaban el espacio de ese recóndito rincón de Banfield, en el que había un árbol; unas acacias; el olvido de un poeta que nadie escuchaba y que se hacía presente desde la ausencia para volverse testigo del paso del tiempo y de la fugacidad de los ciclos vitales. Esos, que al igual que las estaciones, renacen en la brisa del viento que acaricia el follaje de la historia para arrastrar el pasado y pulverizarlo en un irreversible presente y en un golpe que es el llanto de una casa que subyuga el silencio en medio de una pila de escombros anónimos y sin tiempo.
Puertas adentro, puertas afuera No todo film de iniciación debe respetar a rajatabla la introducción de un viaje o caer en la codificación de una road movie para fijar etapas de cambio en el derrotero de sus protagonistas, pero eso no significa que no pueda existir. Eso es precisamente lo que caracteriza a esta película escrita y dirigida por Enrique Buchichio, El cuarto de Leo, film de iniciación y definiciones en materia de identidad sexual que coquetea sin llegar al fondo con el drama intimista, cargado de tiempos muertos y silencios de un joven que atraviesa una etapa muy personal de dudas y miedos sobre sus deseos y sus propios fantasmas para encontrar un camino que lo haga o transforme en un ser libre. Decía al comienzo iniciación desde un punto de vista de partir hacia alguna instancia capaz de desplazar aquello que impulsa a no moverse más que nada por temor a un fracaso amoroso o rechazo de la persona elegida y más aún si se trata de un hombre con deseos de estar con otro hombre. El film arranca con una típica charla entre amigos y amigas que gira en torno al sexo y allí se descubre con sutileza que ese es un problema para Leo (Martín Rodríguez). Su compañero de cuarto Felipe no es precisamente un interlocutor válido y tampoco pregunta cuando Leo llega con algún hombre y se meten en su habitación. Ese es el lugar en donde avanza silenciosamente el proceso que afecta al protagonista. El otro espacio está representado en sus sesiones de terapia y en sus charlas con un psicólogo (Arturo Goetz), dispuesto a escuchar sin prejuzgar. Quien parece no tener tanta paciencia por las indefiniciones del protagonista es Seba (Gerardo Begérez), en quien Leo ve su propio reflejo aunque no puede asumirlo. En paralelo se entrelaza con una historia un tanto más dramática cuando se reencuentra con una compañera de escuela que atraviesa por un difícil momento de depresión y que encuentra en él la válvula de escape para su propia angustia. Si bien hay una manifiesta disparidad desde el guión en el desarrollo de ambas historias, el contrapeso dramático se logra sin forzar situaciones y gracias a la buena actuación de Cecilia Cósero en el rol de Caro, antigua novia de la primaria que se conecta desde los sentimientos. Sin grandes pretensiones y enfocada en los climas más que en las situaciones, El cuarto de Leo se afianza a medida que transcurre y al igual que su protagonista encuentra el espacio y el rumbo para fluir libre y sin ataduras.
Perdidos en la realidad Longchamps, segundo opus del realizador Andrés Andreani, podría llamarse también Temperley o Avellaneda y sería igual de perturbador o desconcertante para todo aquel espectador que intente sumergirse en esta propuesta radical y a contra corriente de cualquier tipo de cine convencional, incluso desde sus manifestaciones más independientes o experimentales. Para tratar de analizar de alguna forma este proyecto no puede soslayarse la forma antes que el contenido porque la primera reflexión que habilita Andreani, proveniente del terreno teatral, se concentra en la representación cinematográfica en toda su esencia, a partir de un arriesgado mecanismo donde ocho cámaras rodaron en simultáneo pequeñas situaciones interpretadas por 24 actores entre los que puede reconocerse a Ignacio Huan de Un cuento chino y a otros ya aparecidos en cortometrajes del director como Segunda Magenta. A partir del montaje de lo que esas cámaras registraron en una hora en el espacio de una casa y sus alrededores, se van construyendo las subtramas mínimas de un cine experimental -de ahí su acotado estreno en el centro cultural de la cooperación- que utiliza el fuera de campo como amenaza latente de una Tercera Guerra Mundial, donde la salvación de todos aquellos que están en el espacio de esa casa consiste en encontrar una partitura musical correspondiente al final de la obra Turandot. El extrañamiento y el extravío, así como la búsqueda de una identidad son el eje rector de la trama central que conjuga por un lado a los músicos que están allí para interpretar la partitura; a aquellos personajes que no saben quienes son, producto de un juego perverso de una hipnotizadora y a otros seres desperdigados que intentan encontrar un sentido a todo antes que el mundo estalle por la guerra. Así como en su opera prima Novak, Andrés Andreani convertía el particular escenario geográfico del Bafici en un espacio reflexivo sobre la búsqueda de la identidad y además se animaba a mirar a una fauna muy singular como la cinefilia desde un ángulo novedoso, con esta nueva y transgresora obra deja la puerta abierta para preguntarnos cuáles son los límites del cine como vehículo narrativo; cuáles son los prejuicios que se deben derrumbar a la hora de plantear un modo de representación como en algún momento lo hicieran los daneses del Dogma 95 y generaran una enorme crisis y polémica en el ámbito cinematográfico y de la crítica como parte de un juego provocativo porque en definitiva de eso se trata el arte: de pensar, cuestionar, destruir y volver a crear una realidad que no existe.
Las bellas y los bestias La directora oriunda del Líbano, Nadine Labaki, escribe, protagoniza y dirige esta suerte de fábula antibelicista que adapta de manera muy libre la pieza de Aristófanes, Lisístrata, traspolada al contexto del conflicto entre musulmanes y cristianos en un pueblo donde sus habitantes intentan coexistir respetando la religión y las costumbres del vecino, pero que en realidad es susceptible de caer en la provocación por cualquier piedra que uno u otro bando arroje cuando ninguno está dispuesto a poner la otra mejilla. Al drama de una historia donde las víctimas son los hijos, las madres -tanto musulmanas como cristianas- coinciden en una lucha silenciosa para torcer el brazo del machismo imperante y procurar que las bestias no apelen a la violencia y se comporten civilizadamente y en armonía, mientras en la periferia de los pueblos cercanos se matan a cada minuto. El imán y el cura también contribuyen a esta pacificación forzosa utilizando los artilugios de la religión como por ejemplo una virgen que llora sangre o que deja un mensaje a través de la mujer del alcalde, quien al igual que sus pares masculinos es bastante corto de reflejos y tiene un cerebro infradotado. Maniqueísmos como éste sin embargo no terminan de empañar las buenas intenciones de la directora en Y ahora a dónde vamos, quien trata de sumir la espesura de la tragedia en una historia de amor; teñirla de belleza y mirada femenina para terminar con secuencias musicales que intentan disipar de cierta manera tanto llanto acumulado, sea el bando que sea. Quizás la apuesta a lo ingenuo a veces molesta un poco al tratarse de un conflicto tan grave que está muy lejos de resolverse en la actualidad y que necesita un enfoque mucho más profundo desde lo político como para reducirlo a una historia de vecinos que tratan de convivir en el mismo territorio más allá de la obvia alegoría. No obstante, el humor permite a la directora de Caramel dejar abierta la puerta a la reflexión y desde ya ubicar al rol de la mujer como energía vital cuando todo lo masculino parece querer o avanzar hacia la entropía.
Los anormales Paradojas de los negocios más que del destino marcan el derrotero de este proyecto añejo de animación de Tim Burton que recupera los orígenes de su mejor cine y demuestra una vez más que con talento a veces se puede vencer la rigidez del pensamiento industrial para sembrar alguna semilla de creatividad y dejar complacencias de lado. El matrimonio Burton-Disney vivió su primera luna de miel con Alicia en el país de las maravillas tras un prolongado distanciamiento donde prácticamente los estudios del ratón más famoso del mundo cerraron sus puertas a un irreverente dibujante que no se adaptaba al estilo del propio Walt, pero que ya contaba para ese entonces con ideas personales y un universo teñido de melancolía, ternura y finales no precisamente tan felices. Elementos políticamente incorrectos que fueron la marca de su cine, así como su rabiosa cinefilia plasmada en cada una de sus obras y su confeso amor por el género del terror. Frankenweenie no es una película de terror y tampoco un film para chicos, sino para adultos que todavía anhelan ser chicos; cinéfilos que respetan las locuras de este director, quien en esta ocasión transforma una vieja idea de un cortometraje al que los estudios Walt Disney bajaron el pulgar en la década de los 80 en un largo nostálgico, gótico y deslumbrante desde el punto de vista visual, que no suma por contar con el plus del 3d pero sí por su puesta en escena y el trabajo meticuloso en la construcción de ese universo blanco y negro tan particular atravesado de homenajes a las criaturas del cine de terror, más precisamente a los personajes de la Universal, y a la inocencia infantil con un tema tan espinoso como la muerte de una mascota, Sparky, a quien el protagonista Victor (voz de Charlie Tahan) busca devolver la vida luego de ser atropellado por un automóvil. Impulsado por los conocimientos en ciencia que un profesor (voz de Martin Landau) poco ortodoxo pretende inculcar a los cerebros dormidos en el aula y así alentarlos a la experimentación como pretexto de un certamen donde cada alumno presentará un proyecto para la feria de ciencia, el compungido muchacho llega a la conclusión de que aplicando los principios de un experimento por el que una rana muerta estimulada por la conducción de la electricidad pudo moverse ocurriría exactamente lo mismo con el cadáver de su perro atropellado. Cine y ciencia van de la mano en este relato porque qué otra manera de hacernos inmortales sino a través de una imagen que perdurará más allá de nuestra existencia cuando alguien rescate algún rollo de película como la que encabeza el maravilloso prólogo de este cuento en el que el creador Tim Burton toma prestado de su obra El joven manos de tijera la atmósfera lúgubre y a la incontrastable voz de Winona Ryder en el personaje de Elsa Val Helsing, la vecina de Víctor. Ella también aporta su cuota de soledad como la de todos aquellos niños que protagonizan esta historia: los anormales de siempre que no se adaptan a las reglas de la cultura; los feos que se apartan de los cánones estéticos y que deben inventarse un mundo un poco más justo y bello para despabilar a los adultos que le quitan color y sabor a la vida. Y si de vida hablamos, finalmente terminamos aludiendo a la muerte como parte de un ciclo que sin subestimar a la mente infantil, el irreverente dibujante devenido cineasta maldito expone sin negarla pero desde un lugar donde los Quasimodos de la nostalgia hacen sonar las campanas y bajan de la torre de Babel para mezclarse con la imperfección de la realidad, repleta de texturas remendadas como Sparky: el perro que volvió de la muerte para enseñarles a todos que todavía estaban vivos.
Retrato de un sobreviviente El Círculo, más que un documental sobre la lucha y resistencia de un preso político uruguayo, Henri Engler, quien estuvo privado de su libertad por la dictadura militar desde el año 1972 cuando fuera herido y capturado hasta 1985 en que junto a otros compañeros denominados rehenes recuperó su libertad, es un testimonio de vida conmovedor, que gracias al excelente trabajo de los realizadores José Pedro Charlo y Aldo Garay se despoja rápidamente de la coyuntura política para trascender hacia aspectos de la condición humana que afloran en situaciones extremas y transforman a las personas. El aislamiento y el encierro son dos acciones humanas que destruyen la individualidad; quebrantan la voluntad y en definitiva anulan todo rasgo de personalidad. Sin embargo, hay quienes como Henri Engler logran vencer los propios fantasmas y encontrar un propósito para continuar tras atravesar atrocidades como las vividas en una cárcel durante tanto tiempo. Ese es el relato que va emergiendo desde la voz del protagonista, quien rápidamente se apodera de la historia al reencontrarse con su pasado en un viaje de regreso a Uruguay desde Suecia, lugar donde decidió radicarse al haber encontrado el amor y la vocación en la medicina nuclear. Paso por paso, la cámara acompaña el derrotero de Engler desde sus orígenes en Paysandú, pasando por el reencuentro con ex rehenes y repasando su historia de militancia estudiantil y luego como parte activa del movimiento de liberación tupamaro, que tuvo también entre sus cuadros al actual presidente de Uruguay Mujica. Las palabras de Engler se incrustan en la imagen con la misma fuerza que su ejemplo de resistencia sin que los realizadores apelen a recursos de postproducción más que esos momentos únicos de verdad transmitida desde los ojos o desde los sonidos del dolor en primera persona. El Círculo, desde su título hace referencia por un lado a la experiencia mística que fue el salvataje de Engler para no dejarse atrapar por las alucinaciones o la locura que en un momento de su estadía en la cárcel lo acompañó minuto a minuto, pero por otro alude a un punto de partida y otro de llegada que se resume en la trayectoria de una vida intensa, genuina, que no olvidó en ningún momento los principios morales y éticos por los cuales peleó y seguirá peleando.