Mentira con patas cortas Tras el exitoso documental Novias, madrinas, 15 años que tuvo su estreno comercial hace pocos meses, el esperado debut en la ficción de los hermanos Levy conserva la misma frescura que su documental con el agregado de un humor ácido que por un lado mezcla el derrotero de un loser judío interpretado por el actor Alan Sabbagh, quien influenciado por el ventajero de su futuro cuñado (Pablo Levy) se ve involucrado en una estafa con una tarjeta de crédito para la cual debe armarse una coartada que implica deshacerse de su preciado Siam Di Tella. Las tensiones por sostener la mentira generan crisis en este personaje, quien además carga con la culpa por el acto cometido, así como el miedo de ser descubierto tanto por su futura esposa (Paula Grinszpan) como por el investigador de la compañía de tarjetas de crédito (Campi). Una galería de personajes secundarios atractivos completa esta buena comedia que seguramente marque el debut actoral de Andrés Calabria, reconocido por quienes hayan disfrutado de Novias… por su arrolladora personalidad y sana locura. Masterplan se acomoda por méritos propios dentro del terreno de comedias argentinas con fuerte identidad local pero que no se resigna a despojarse de los códigos del género ni tampoco de un coqueteo permanente con los estereotipos para jugar al límite de lo previsible aunque a veces logra sorprender por algunos arrebatos de originalidad atribuibles a la buena dirección de los hermanos Levy que saben manejar por un lado los tiempos de la comedia y por otro explotar las características actorales de sus personajes y hacerlos creíbles y queribles al mismo tiempo.
Mejor no hablar de ciertas cosas El viento remueve el olvido pero también arrastra consigo las resonancias de un eco; de los sordos ruidos -muros adentro- o el silencio cómplice que calla y otorga. Detrás de un silencio hay una historia, pero muchos oídos que no la quieren escuchar y quizás así como el dicho popular habla de ojos que no ven existen oídos para seleccionar los ruidos que prefieren no recordar. Esa es una premisa que motoriza la inquietud vital por ir en la búsqueda de una verdad cuando partes de esas resonancias golpean de cerca y confrontan de cierta manera con la propia historia, esa que se reconstruye también de anécdotas, interpretaciones del pasado o secretos que se guardan en lo más hondo por múltiples razones, algunas más comprensibles que otras siempre que se las exponga en un contexto y desde una distancia emocional necesaria. El documental Rawson, de Nahuel Machesich y Luciano Zito, indaga desde la saludable distancia del que vuelve a su lugar de infancia con la mirada más abierta y aguda sobre un pasado atravesado de contradicciones e historias oscuras y un presente que parece no querer recordarlo. Partir desde las preguntas sin un yo acusatorio es una señal de querer saber algo más y acercarse, aunque sea desde la intención y la necesidad personal, un poco a la verdad. Sin embargo, cuando esa verdad se entrecruza con los resortes invisibles de un pacto de silencio, la búsqueda se transforma en una tarea desafiante para vencer la inercia del olvido y encontrar los lazos -también invisibles- que desentraman una compleja red de conductas y responsabilidades que muchas veces pueden tornarse reprochables o censurables en el tiempo. Nahuel Machesich llegó desde Buenos Aires a su casa paterna, ubicada en un barrio a pocos metros de la cárcel, con una obsesión que se transformó en película y junto a Luciano Zito organizó una puesta en escena para compartir su experiencia en un rol casi detectivesco, en busca de rastros que cierren el círculo de la historia de represión y tortura que tuvo como principal protagonista a la cárcel de presos comunes de Rawson, históricamente conocida como un penal que alojaba presos políticos y del que se produjo la fuga de un grupo de internos vinculados con la guerrilla, luego capturados y fusilados en Trelew por la dictadura militar. La primera persona, recurso narrativo elegido por los realizadores sin la alternativa de utilizar una voz en off, expone desde lo cinematográfico la intención manifiesta de dejar que el relato fluya a partir de los testimonios de los propios padres de Nahuel, amigos, vecinos y otras voces estrechamente ligadas a las épocas oscuras de ese entorno. Hay un despojo de lo subjetivo en relación a la construcción del meta-relato para no condicionar la búsqueda. Ahora bien, que sea fluido no implica en lo más mínimo una correspondencia con los diferentes niveles de testimonio que avanzan por el camino de las preguntas incómodas para seguir las huellas o pistas de nombres claves vinculados a actos de abuso de autoridad o lo que es más grave aún torturas a presos políticos. Así, el retrato de una época que todo el pueblo busca olvidar se desdibuja y vuelve a dibujar en cada caso y paso que tanto Nahuel Machesich y su codirector Luciano Zito se proponen dar en este interesante documental que no pretende señalar con el dedo a responsables pero sí cuestionarlos por sus actos y sus actitudes del presente para entender un poco mejor el pasado.
Vibra, vibra y se apaga Histeria es una comedia anacrónica y naif que apela al tabú de la masturbación femenina y de la búsqueda del placer sexual, algo que en el siglo XIX era considerado poco más que una depravación, condenada por el saber médico y la religión. Más allá de la anécdota, cuando una mujer era diagnosticada de padecer la enfermedad de la histeria se llegaba a extremos tales como la extirpación del útero o eran encerradas en manicomios y sometidas a tortuosas prácticas poco santas. Pero la película que nos convoca, lejos de explorar sesudamente ese conflicto lo banaliza hasta transformarlo en una historia simple que da pie al humor blanco e ingenuo con el que la directora Tania Wexler parece sentirse a gusto y sólo se remite a un registro prolijo de la acción que plantea por un lado un triángulo amoroso donde dos hermanas, una sumisa y estudiosa de la frenología (Felicity Jones) y la otra rebelde y oveja negra de la familia (Maggie Gyllenhaal), temperamental y decidida a ir contra los mandatos paternos para ayudar a los más necesitados, se disputan la atención de un médico joven y con ideas demasiado modernas de la medicina (Hugh Dancy), quien comienza a trabajar como ayudante del padre médico (Jonathan Pryce), quien dice tener el método para curar el mal femenino con unos masajes manuales que alivian a sus pacientes hasta provocarles el orgasmo. Al quinto gemido de felicidad de una galería de mujeres de clase alta con características diferentes, la novedad de Histeria se agota para el público (por lo menos masculino) y el film pierde el rumbo y se torna predecible, con lugares comunes y estereotipos a granel. La reconstrucción de época es apenas un pretexto para darle trasfondo a una trama sencilla, que por momentos no acierta en los pasos de comedia dado que este género felizmente fue evolucionando de un siglo a otro, aunque parece que esta directora no se enteró todavía.
El apéndice enfermo Hace unos años quienes tuvimos la chance de ver el documental La oficina en el Bafici, del director Blas Eloy Martínez (hijo del reconocido escritor Tomás Eloy Martínez), donde se retrataba la dinámica de una oficina de la inspección general de justicia, notamos que en ese universo existía el potencial para una película de ficción, rica en personajes y situaciones. El presagio finalmente se hizo carne en El notificador, film de Blas Eloy Martínez elaborado en base a su propia experiencia como notificador de cédulas judiciales cuando tenía 18 años, trabajo que ejerció por más de 9 años y del que, según propias palabras del director, debió escapar para no ser absorbido y atrapado por esa maquinaria que de cierta manera invisibiliza a las personas. Este opus debe leerse como una gran metáfora que muestra de forma palpable e inteligente los mecanismos perversos de la burocracia estatal y el estado calamitoso en el que se encuentra la Justicia argentina a través del derrotero de Eloy (gran actuación de Ignacio Toselli), un notificador joven que debe lidiar a diario con todo tipo de personas a las que tiene que entregar cédulas judiciales, que por lo general no son buenas noticias ya que corresponden a demandas judiciales. El automatismo al que debe someterse día a día cuando retira de un mostrador las cédulas en una oficina plagada de expedientes e historias que no se ven, lo confronta con una realidad cada vez más angustiante: retraso en la entrega, falta de sueño, problemas con su novia a punto de abandonarlo, y la imposibilidad de mostrarse distante ante terceros que reciben malas noticias. Al igual que sus depositarios, Eloy para el sistema es otro clavo oxidado y absolutamente prescindible ya que su tarea la puede hacer cualquier otro y ese otro, Pablo (Ignacio Rogers), llega como amenaza latente. Blas Eloy Martínez dosifica de manera inteligente el humor para hacer de esta opresiva aventura urbana algo más agradable al ojo del espectador sin descuidar en absoluto el conflicto interno de Eloy y su crisis en relación al trabajo, al mandato social y también al pasado que carga simbólicamente en la mochila donde transporta los papeles. La distancia que genera el director respecto a su protagonista es lo suficientemente ancha para dejar que fluya este relato que va acumulando tensión al mismo ritmo en que los papeles se entregan y que Eloy desaparece como persona para transformarse en un apéndice enfermo de un sistema más enfermo aún.
Decir no es narrar Mi reino por un elenco de lujo como éste, exclamaría cualquier director debutante como es el caso de Marcela Balza, que fuera asistente de dirección del film Tres pájaros y continuista en la película coral Mientras tanto, y que ahora se lanza al desafío de la dirección de su ópera prima Las Mujeres llegan tarde, film que acusa poco trabajo de guión y falta de rigor en la dirección y en la construcción de los personajes para llegar a buen puerto. Y precisamente todo comienza en un puerto al que arriba un marino mercante (Rafael Spregelburd), quien entra a un casino para intentar cambiar su suerte y multiplicar una importante suma de dinero que lleva consigo. Allí, se cruza con Gabriela (Andrea Pietra), una copera que trata de seducirlo con el objeto de que le haga un enorme favor: llevarse un bolso con dinero que ella pasará a buscar luego y que acaba de extraer de la caja fuerte del lugar. La confianza ciega en el desconocido al que el azar de la ruleta favorece, basta para convencerlo de llevar a cabo la empresa y así se aloja en un hotel familiar venido a menos al borde del remate judicial, regenteado por Regina (la gran Marilú Marini) y su hija Fernanda (Érica Rivas) junto al empleado en la recepción, Ramón (Enrique Dumont). Dado que el huésped pide una caja fuerte para guardar sus pertenencias, la sospecha de que tiene dinero no tarda en llegar en las propietarias del inmueble y debido a su apremio económico y al factor ventajoso que se trata de un desconocido que está solo deciden quedarse con el dinero y así salvar al negocio familiar de la ruina. Sin adelantarnos, sólo resta por decir que la directora transita por los caminos convencionales del cine de género sembrando un relato con intriga y suspenso pero opta por tomar el camino más básico para este tipo de propuestas sin lograr en ningún momento generar las condiciones adecuadas en términos narrativos y más aún en diálogos para que la historia fluya sin tornarse previsible; resuelta a las apuradas y cometiendo la torpeza de interpretar que al decir o explicar se está narrando. Algunos encontrarán la excusa perfecta de errores de principiante pero en este caso especial no sería del todo justa esta argumentación debido a que el guión estuvo confeccionado tanto por la directora como por Luis Gusmán y Dody Scheuer y es notoria la carencia de puntadas finales como para terminar elaborando algo con mayor sustancia. Si bien la dirección es prolija en términos formales con una buena fotografía a cargo de Víctor Kino González no ocurre lo mismo a la hora de hablar de la dirección de actores que sin lugar a dudas sostienen con su talento, sobre todo el dúo Marini-Rivas, una enfermiza y simbiótica relación madre e hija postergadas en la vida esperando al hombre que las venga a rescatar cuando ya han llegado tarde a todo. Igual que este intento de cine de género desaprovechado a pesar del esfuerzo y las buenas intenciones: decir no es narrar.
Parir ideas, derrumbar prejuicios Mónica Gazpío, directora junto a Fermín Rivera, de este original documental Alumbrando en la Oscuridad cuenta que en su rol de madre adoptiva un día pensó en cómo se sentiría la madre biológica del que ahora era su hijo y cumplía años como parte de un reflejo de una imagen dividida en un espejo. Y mucho de especular y de reflejo precisamente tiene su obra al tomar como tema de abordaje la relación entre padres e hijos a partir de la pérdida o el desprendimiento y por consiguiente su contrapartida en la posibilidad de construir un vínculo o un lazo afectivo inquebrantable desde otro lugar pero sin negar el origen ni el principio. La adopción conlleva diversas aristas y muchas de ellas no tienen relación directa con lo esencial: el amor, la contención, las angustias y las expectativas depositadas en un proyecto de familia cuando existen condiciones adversas e imposibilidades del orden físico. Existe todo un entramado legal e ilegal que alimenta prejuicios; desanima a muchos y lo que es peor genera cierta indiferencia o mirada sectaria de toda la sociedad como parte de una problemática menor o concentrada en una minoría. Por eso la idea básica de Alumbrando… escapa de este enfoque reduccionista para adentrarse en aspectos más profundos que se preguntan qué es ser padre y cómo se producen los vínculos con los hijos -entre muchas otras cosas- valiéndose de testimonios sin identificación de protagonistas: padres adoptivos, hijos adoptados y profesionales relacionados con la temática desde el aspecto médico, social, psicológico, legal y de la experiencia cotidiana, que aportan una pluralidad de criterios y voces que enriquecen mucho más la temática. Además de la estructura coral como base expositiva también Mónica Gazpío apela al recurso de la caracterización por intermedio de actores conocidos como Laura Azcurra, Celina Font, Osvaldo Laport, Mariana Richaudeau y Cecilia Rossetto para preservar la identidad de los verdaderos protagonistas y recrear sus vivencias como testimonio a cámara. Recurso que en su momento utilizara el documentalista brasileño Eduardo Coutinho en su film Jogo de Cena (2007), donde actrices ponían en escena los testimonios de las entrevistas que el propio realizador había realizado a las mujeres reales aunque desde el lado de ese documental con la intención manifiesta de una reflexión teórica sobre el discurso y su puesta en escena o la representación. Al comienzo de esta nota se mencionaba la idea del espejo y de su reflejo como parte de una búsqueda de identidad porque en definitiva de eso se trata el reconocimiento de una persona, sea cual sea el origen y su condición más allá de lo biológico y de lo cultural.
Los inadaptados de siempre Llegar a la séptima película con un universo propio, una prolífica galería de personajes disfuncionales pero creíbles y queribles sin agotarse ni repetirse en formalismos pero fiel a un estilo cinematográfico que transita por estos momentos por su etapa de mayor madurez no lo consigue cualquier realizador en estas épocas industriosas y mediocres del cine hollywoodense. Wes Anderson ha demostrado a lo largo de sus películas ese inagotable espíritu de romper códigos y moldes a fuerza de talento creativo, un ejemplar uso del humor y la ironía sobre estereotipos pero sobre todas las cosas una profunda sinceridad ante el espectador al hacerlo partícipe de sus alocadas aventuras existenciales dentro de su propia galaxia, atravesada de melancolía, ternura, contradicciones, dobleces morales y personajes con características de antihéroes que se transforman en sus avatares en héroes más temprano que tarde. Pero a esas tribulaciones del orden existencial pareciera ahora que se le oponen las historias de amor y el optimismo que encarna una mirada romántica sobre la realidad que transmite cierta cuota de esperanza y de regreso hacia el lugar de la infancia, donde se puede ser feliz alejado del mundanal mundo adulto y más aún de la pesadumbre que implica convertirse en adulto y en mustio receptor de todos aquellos códigos que coartan las ganas de ser libre desde lo institucional a la estructura nuclear de una familia. De esas ataduras que funcionan bajo un orden invisible como el que podría encontrarse en cualquier orquesta de música al ejecutar una pieza (algo que en el brillante prologo se desarrolla y cierra en el epílogo durante los créditos finales) en la que cada instrumento cumple un rol diferenciado y ninguno traspasa el límite del otro se pueden encontrar las grietas para escapar y en su versión musical las variaciones que transforman esa estructura rígida en otra cosa diferente, tal vez imperfecta pero genuina al fin. Y qué mejor que una pareja de preadolescentes en fuga de amor y dispuestos a huir de la densidad y opresión del mundo adulto para que la grieta del orden moral, cultural e institucional se resquebraje y estalle como ese platillo metálico que corona el compás y marca el pasaje de una estrofa a otra. Un reino bajo la luna (Moonrise Kingdom) tiene como protagonistas a Sam Shakusky (Jared Gilman), niño huérfano de 12 años que integra el cuerpo de Boys Scouts y a Suzy Bishop (Kara Hayward), la mayor de las hijas del matrimonio integrado por los abogados Walt (Bill Murray) y Laura (Frances McDormand), insatisfechos en su vida matrimonial y funcionales a la rutina, quienes descubren que su hija Susy mantenía una relación epistolar con el joven rebelde y a partir de ahí encaran una búsqueda junto a los representantes de la institución de Boys Scouts: Randy Ward (Edward Norton), el Capitán de Policía Sharp (Bruce Willis) a quienes se sumará la Encarga de Servicios Sociales (Tilda Swinton) hacia el último tramo del film, en el que un narrador omnipresente -símil Jaques Cousteau- va intercalando datos sobre la odisea y el contexto en el que transcurre. La estructura fragmentada permite un mejor desarrollo de los acontecimientos que toman como eje la fuga y la resistencia de la pareja de niños cada vez que la presencia adulta invade y los termina separando para luego volverse a unir y así marcar el destino del relato en un increscendo que acumula situaciones, algunas de ellas jugadas hacia el absurdo, otras teñidas de una pátina emocional y un puñado llevadas al extremo y a lo impredecible en donde Anderson emplea los recursos cinematográficos para enriquecer una trama ambientada en los 60 (no había teléfonos celulares y se escribían cartas manuscritas) con una fuerte impronta estética setentista donde resaltan colores y por momentos aspectos de cómic en los encuadres más allá de los sustanciales aportes de la banda sonora encargada a Alexander Desplat. El nuevo opus de Wes Anderson continúa en la línea existencial, melancólica, profunda e irreverente de sus primeras obras pero ahora con más madurez por parte del director y una apuesta honesta por todo aquello que hace a su buen cine.
La fe del creyente En épocas del auge de lo sobrenatural como moneda corriente para el cine y para los falsos documentales llega una película que parte de la premisa sugerente de poner en tela de juicio la realidad de lo paranormal y así dejar abierta la controversia entre fe y razón, elementos muy ricos para confrontar en relatos de género como Luces Rojas. Sin anticipar demasiado sobre la trama, que expone por un lado la farsa que existe detrás de todas aquellas actividades de las pseudociencias como la parapsicología desde la presentación de clarividentes truchos, actos paranormales manipulados y una serie de situaciones sin explicación lógica hasta la introducción de un caso de crisis de fe, el film del español Rodrigo Cortés (Enterrado) se estructura a partir del derrotero de un grupo de expertos en detectar fraudes relacionados a episodios sobrenaturales como una suerte de policía que investiga la falsedad y la puesta en escena de esos acontecimientos inexplicables. Sigourney Weaver, Robert De Niro y Cillian Murphy son los encargados de llevar a buen puerto la historia con actuaciones convincentes, sin dejar de mencionar a la pasada la presencia del argentino Leonardo Sbaraglia en un rol secundario. La ex teniente Ripley en este caso bajo la piel de la doctora Margaret Matheson se dedica a desenmascarar a todos aquellos inescrupulosos –Sbaraglia es uno de ellos y es argentino- que se aprovechan de la necesidad de creer en algo más allá de la razón. La acompaña en su tarea su ayudante, el doctor Tom Buckley (Cillian Murphy) que alterna sus trabajos en la universidad con las investigaciones y para quien la figura de un enigmático clarividente ciego, Simon Silver (Robert De Niro), quien tuvo que retirarse de la esfera pública por un incidente hace unos 30 años en el que también está vinculada indirectamente la doctora Matheson, despierta todo tipo de sospechas sobre sus verdaderos poderes y por un motivo personal se transforma en la obsesión del científico. Rodrigo Cortés apela a todos los elementos válidos que le brindan los recursos cinematográficos para jugar el rol de prestidigitador con el público y lo hace a fuerza de ingenio y sin trampas, por lo que su obra es más que atractiva. Conocedor de los resortes que se deben ejecutar en una trama donde los elementos del thriller sobrenatural se respetan a rajatabla y en la que no se busca caer en obviedades, consigue un producto que supera el mote de mero entretenimiento para dejar algo más en la mente del espectador que vaya con el propósito de pasar un momento atractivo y en el que pueda dispersar su cabeza sin problematizarse mucho por la propuesta, que sin ser sencilla tampoco presenta un sinfín de vueltas de tuerca, o inconsistencia, como suele ocurrir en este tipo de películas.
Acariciando lo áspero Esta áspera película coral arranca con una fuga de un penal de menores para internarse en otra fuga mucho más compleja y abstracta: la del encierro y ensimismamiento de cada uno de los cinco personajes, jóvenes marginales y jugados a todo o nada, que deben sobrevivir en plena sierra cordobesa a merced de la naturaleza y su hostilidad, pero también amparados por su animalidad e instinto de supervivencia que se mezcla con fuertes convicciones de una fe que trasciende lo religioso aunque todos busquen de cierta forma la redención a ese castigo que implica ser marginal en el mundo. Fadel con Los salvajes, opera prima que logró terminar en 5 semanas de rodaje y por la que no sólo se entregó desde el punto de vista artístico sino también físico que le costó accidentarse, se toma todo el tiempo posible en un relato que sabe dosificar la tensión dramática con el vuelco simbólico; lo humano con lo deshumanizante a fuerza de rigor y talento a la hora de crear un espacio completamente funcional a la historia donde los protagonismos divididos, si bien no logran una primaria sensación de empatía con el público tampoco resultan indiferentes o planos en términos estrictamente narrativos. En Los Salvajes las balas se escuchan fuerte y no son balaceras, como aquellos westerns que defendían el honor en un duelo y al igual que en este inquietante film lo único que tenía verdadero sentido era la muerte desde su costado ritual pero también como aquel único vínculo real con la vida y la naturaleza, despojada de toda capa bucólica o pintoresca. Una ópera prima dura, comprometida con su historia y proveniente de un grupo de cineastas de un talento y potencial que en el futuro quizás produzca el recambio que el cine argentino, luego de aparecer el nuevo cine, anda necesitando. El público debería apoyar este tipo de propuestas que procuran mantener calidad e identidad, algo que ya las vuelve únicas y más que respetables.
El aguijón interior Cabe aclarar que esta película fue presentada en el Bafici de este año, resultó ganadora, con una versión distinta a la final que se estrena comercialmente pero que más allá de esos cambios o retoques finales del propio director la esencia de uno y de otro film quedó intacta. El agregado de una banda sonora diferente y la introducción de una escena sumada a la supresión de 5 minutos del metraje original son los cambios de la nueva película de Gabriel Medina, La araña vampiro. Casualidad o no que el director de Los paranoicos comience a armar su relato en base a una estructura precisamente paranoica o en su versión remozada hipocondríaca que no es otra cosa que un aspecto visible de un tipo de paranoia. La premisa es muy sencilla: Jerónimo (Martín Piroyansky, premiado por su actuación en Bafici) realiza un viaje junto a su padre (Alejandro Awada) para descansar en una cabaña en las sierras cordobesas, alejada del mundanal ruido y la dinámica citadina. El viaje parece contemplar dos objetivos que de cierta manera se relacionan, por un lado el acercamiento con su padre para romper una distancia y comunicación débil evidente y por otro el cambio de aire para mitigar sus ataques de pánico y atemperar una conducta signada por el temor, la inseguridad personal y el miedo al cambio. Con cierta desconfianza, el protagonista realiza el esfuerzo de acomodarse a su nuevo escenario y entorno hasta que un accidente provocado por la picadura de una araña, a quien Jerónimo logra identificar y matar, detona una serie de eventos desafortunados que modifican el rumbo de la historia y el registro paranoico del comienzo se convierte o vampiriza en una travesía caótica, errática, por momentos asfixiante y en otros sumamente hipnótica y de autoconocimiento. Al empezar a experimentar cambios en su cuerpo por la picadura, Jerónimo busca respuestas primero en la medicina tradicional y luego acepta transitar por caminos alternativos a los que lo lleva primero una misteriosa joven del lugar (Ailín Salas) y luego un extraño baqueano de apellido Ruiz (Jorge Sesán) con quien emprende una travesía de ascenso y descenso espiritual impresionante. Casualidad o no esa es la pregunta que no tiene respuesta en La araña vampiro, sugerente opus donde se habla muy poco pero se dice desde el silencio, o el soliloquio de un baqueano que delira (gran actuación de Jorge Sesán) que las transformaciones personales requieren enormes sacrificios o por lo pronto pérdidas materiales o simbólicas que nos atan a la inercia de nuestro propio temor al cambio o modifican considerablemente nuestro punto de vista en relación a la percepción de la realidad. No es nada justo encasillar en un género a esta película audaz dedicada al budismo por su director aunque en ella se jueguen constantemente con elementos y códigos del fantástico o del terror. En resumen estamos en presencia de un film inclasificable, hipnótico, profundo y atractivo desde su concepción cinematográfica.