Retrato de la soledad La imagen de la soledad y de la libertad se yuxtaponen en uno de los tantos planos que el director Jorge Gaggero logra atrapar en Montenegro, mediometraje recientemente galardonado en el IDFA, festival Holandés, donde además recibió 10.000 euros como parte del premio. Esa yuxtaposición nos muestra a un hombre de 71 años sentado en una mesa, con apenas la luz de una vela que hace un poco menos oscura la imagen pero no así su realidad. Juan de Dios Manuel Montenegro es el protagonista de este documental que cuenta con la virtud de la aproximación a la intimidad de una persona que no está acostumbrada a la compañía, más allá de la que le pueden brindar sus perros, uno negro y otro blanco; uno fiero y el otro manso y la esporádica visita de algún lugareño del delta o de su amigo César Engle, tan solitario como él. Ya con Vida en Falcon el realizador había demostrado su capacidad para extraer de sus personajes todas aquellas características que los vuelven interesantes desde el punto de vista cinematográfico para encontrar momentos de humor cuando todo indica lo contrario por la situación de desamparo o marginalidad circundante. En un primer bloque podría entenderse a Montenegro como un film sobre un ermitaño del delta; hombre de pocas palabras que hace de su libertad y experiencia de vida un testimonio rico pero a la vez entristecedor. Sin embargo, el relato toma otro cariz que incrementa la tensión a partir de una disputa doméstica que deviene en la pérdida del único contacto con otro, que no sea claro está el director y su cámara. Acompañar a Montenegro personaje en su trajinar cotidiano, en su caminata dificultosa por la maleza tras haberse quedado sin la canoa de César, su amigo, para ir a pescar resulta tan contundente como mensaje para la película de Gaggero que basta con escuchar ese soliloquio a medio decir para conmoverse y aplaudir de pie. El director de Cama adentro deja que el tiempo narre la soledad de un anciano y los achaques de su cuerpo y la vejez incipiente complementan esa historia sin un atisbo de especulación o dejo de formalismo, sin academicismo para dejar un sello indeleble en los ojos y una marca en el corazón.
La causa y la vida La resistencia armada en la época de la dictadura militar fue reflejada en la película Secuestro y Muerte que recreaba desde la ficción el asesinato del general Aramburu desde su periodo de cautiverio y hasta el juicio popular que determinó su muerte en manos de una célula montonera. Infancia clandestina, debut en la ficción de Benjamín Ávila, se inscribe dentro de esta temática pero con la singularidad de que a la carga ideológica -que podría haber orientado el film a un camino menos interesante- se la reemplaza por la fibra emocional y reflexiva a partir del punto de vista de un niño de 11 años, cuyos padres, interpretados por Natalia Oreiro como Charo y César Troncoso pertenecen a una célula montonera que regresa a la Argentina en el año 79 tras el exilio en Brasil y Cuba. A ellos se suman las actuaciones de Ernesto Alterio en el rol del tío y Cristina Banegas como la abuela Amalia, además claro está del protagonismo absoluto de Juan (Teo Gutiérrez Moreno), quien debe además ocultar su verdadera identidad bajo el nombre de Ernesto en un claro homenaje al Che Guevara. Si el mundo de los adultos para un niño resulta complejo e incomprensible, qué decir entonces de un mundo adulto donde la convicción por una lucha y el sacrificio pesan más que cualquier otra cosa e incluso ponen en peligro constante al entorno si se pretende amalgamar la causa con la vida. Ese es el punto de inflexión que hace de la infancia de Juan algo muy diferente a la de sus compañeros de escuela y a su existencia de niño en un mundo adulto y violento como el que lo rodea. Vivir en la clandestinidad; esconderse con su hermana de un año en un barrio sin saber lo que pueda ocurrir mañana forma parte de esa rutina que Juan y sus padres afrontan minuto a minuto y en esa tensión permanente es donde el realizador Benjamín Ávila saca lustre de su capacidad narrativa, a su utilización de recursos cinematográficos como la animación para desarrollar una cruda historia de amores, pasiones, contradicciones y poca bajada de línea política, donde se trata de rescatar más que nada un contexto histórico atravesado de horror del que no se puede cometer el pecado de querer reivindicarlo pero tampoco olvidarlo o lo que es peor ocultarlo. Ernesto Alterio consigue el mejor papel de su carrera cinematográfica tal vez por su conexión directa con el trasfondo de esta historia, pero lo que es indudable es su enorme entrega al personaje del tío. Así forman parte de las grandes escenas del cine aquella del maní con chocolate junto a Teo Gutiérrez Moreno, quien también compone a Juan de manera brillante y conmovedora. Un gran elenco para una buena historia, que sin lugar a dudas aporta una mirada distinta, audaz y muy personal sobre un pasado violento y una manera de ver el mundo que hoy quizás ya no se comprende.
La mirada impávida Hay dos largos travellings que definen Mensajero, este documental observacional del realizador Martín Solá: el primero recoge el testimonio vivo de una procesión en el camino de la Puna y va de derecha a izquierda descubriendo a cada paso ininterrumpido los cuerpos que marchan en fila detrás de la figura de la virgen que encabeza la procesión. Este traveling en movimiento recoge en la profundidad de campo y en el fondo un paisaje desolador que por contraste con la esperanza de la fe sintetiza de alguna forma una idea conceptual, que hace a los hombres dentro del imponente universo de la naturaleza; a lo nimio por sobre lo deslumbrante cuando se trata de pensar el vitalismo sin la presencia humana en un paisaje que deja atónito a cualquiera que lo atraviese con una mirada lúcida como la de Solá. El segundo travelling se realiza desde el vagón de un tren, donde la cámara fija en la ventana descubre el camino que pasa por detrás y va de izquierda a derecha contrariamente al anterior. Camino de búsqueda de Rodrigo, personaje de Mensajero, quien abandona su rol de transmitir en el pueblo los mensajes para buscar suerte en el trabajo golondrina de las salinas. Otra esperanza que se revela en un escenario de desolación como el del desértico norte argentino en locaciones de Salta y Jujuy a las que Solá llegó con una cámara para descubrir aquello que el polvo y el viento ocultan con su presencia; que a veces parece tapar absolutamente todo y otras remover las voluntades de aquellos que funden sus cuerpos con el paisaje y se entregan a la naturaleza desde su aspecto más hostil y crudo. La estética de Mensajero tiene la virtud de la fotografía con un excelente tratamiento de la imagen blanco y negro y los planos fijos como base para crear atmósferas hipnóticas donde sobran las palabras y abundan los silencios. Ya desde Caja cerrada, presentada en el Bafici 2008, Martín Solá ensayaba una mirada muy personal y despojada de todo esteticismo para retratar de primera mano los oficios y a aquellos que los llevan a cabo dejando un protagonismo absoluto al testimonio más que a sus inquietudes formales. Mensajero es la muestra palpable que se puede observar un paisaje interior muy rico y profundo sin dejarse atrapar por el paisajismo y la grandilocuencia.
Burlesque y que viva para siempre Presentada en la semana del cine francés y también en el Bafici llega Tournée, film crepuscular, nostálgico y fascinante a la vez que marca la tercera incursión del actor francés del momento Mathieu Amalric, detrás de las cámaras además de delante de ellas. Tournée (que puede traducirse como El tour) sigue el derrotero de un grupo de mujeres, ya entradas en años que hacen presentaciones de burlesque –mejor dicho algo que se llama newburlesque- y entablan una gira junto a su representante (el mismo Amalric) quien debe lidiar con los divismos y egos de sus representadas durante un largo itinerario que pasa por bares, teatros, pueblos, hoteles, siempre atento a la intimidad del grupo; a sus conflictos internos y sus emociones a flor de piel. La película se adueña de inmediato de esa intimidad donde aparecen los rasgos característicos de cada personaje de forma natural y espontánea como aquellas criaturas de documentales que se descubren en medio de un rodaje y cambian completamente los planes del tono de la película. Eso pareciera producirse en varias ocasiones cuando una escena pide llanto y surge la risa rebelde, que rompe el molde y el clima con una fascinante anarquía. Como director, el actor francés encuentra la distancia justa para ubicarse con una cámara atenta pero no intrusiva que no le teme a los tiempos muertos ni a los silencios incómodos porque confía plenamente en esa verdad captada en el momento de decir acción. Mathieu Amalric con este tercer opus como director homenajea de manera inteligente y sin lugares comunes a los artistas y su desenfado bajo un tono que, despojado de toda solemnidad, se permite algunas buenas dosis de humor, sarcasmo, pero siempre desde un lugar de admiración y respeto por aquellos que rompen códigos y no se contentan con la mediocridad.
A la espera del milagro argentino La Cola, debut detrás de las cámaras del actor Enrique Liporace (también guionista y actor secundario) es una buena idea por su noble intento de reflejar una realidad de lo que se denomina trabajo informal, pero que lamentablemente pierde consistencia en primera medida por el tono de comedia grotesca mezclada con melodrama, que quita cohesión narrativa a un relato donde se ensayan ciertas alegorías pero muy poco desarrolladas desde el punto de vista conceptual. La Cola como fenómeno o radiografía social remite a las claras por un lado a la eterna espera de que suceda un milagro en este país y por otro hace alusión a un enorme porcentaje de la población postergada, que guarda el último lugar de una larga fila que avanza hacia un supuesto bienestar y futuro próspero. Sin embargo, también colarse o sacar ventaja de manera poco transparente o abusiva refleja algo de la idiosincrasia vernácula, se trate de la clase social que se trate. El protagonista de esta historia es Félix Cayetano Gómez (Alejandro Awada), padre de una hija que partió hacia París con un mejor proyecto de vida, para quien hay dos cosas que son sagradas: el trabajo como colero, es decir, que ocupa los lugares en las colas a cambio de un porcentaje y realiza tareas de gestor y por otro su devoción a San Cayetano, algo que lo conecta directamente con su más tierna infancia dado que nació en la cola cuando su madre formaba parte de la fila, que año a año pide o agradece al patrono del trabajo. El sueño de Félix es ahorrar lo suficiente para visitar a su hija en Francia sin saber que en realidad ella nunca ha viajado y actualmente vive en una pensión en Buenos Aires buscando con su amiga todo tipo de trabajo para poder pagar la pensión y no sufrir un nuevo desalojo. Pero ella mantiene la mentira del exterior enviando fotos trucadas o llamando por teléfono al padre al que da cuenta de su exitoso presente. Así las cosas, en la gimnasia de la supervivencia diaria con el anhelo de crear el sindicato de gestores para que la CGT le dé personería gremial, Félix y sus colegas del gremio procuran acaparar todo tipo de actividad que implique el negocio de la espera, aunque se les va acotando el campo por las mafias, los revendedores y las ventas telefónicas. Además de las constantes muestras de falta de solidaridad y la cultura del sálvese quien pueda, que llega hasta los confines de la economía informal también y de la que no puede ser más que cómplice si es que pretende alcanzar su meta del viaje. Enrique Liporace apela a la alegoría para dar un estado de situación en el que las diferentes simbolizaciones de lo que implica una cola a veces encuentran un buen cauce y otras se quedan en la intención, como por ejemplo cuando busca insertar un segmento fragmentado y onírico o explota las virtudes artísticas de Alejandro Awada, quien dota a su personaje de emoción y credibilidad. No obstante, resulta despareja la actuación frente a los otros personajes como el de la hija (Lucrecia Oviedo), la amante (Ana María Picchio) o las buenas intervenciones de Aldo Barbero y Daniel Valenzuela al que se suma una simpática actuación de Antonio Gasalla, que se lleva una de las escenas más logradas.
Tan solemne que da risa Aaron Johnson, Taylor Kitsch, John Travolta, Salma Hayek, Blake Lively y Benicio del Toro se ponen a las órdenes del director Oliver Stone tras su paso anterior por el documental South of Border, en el que presentaba a los mandatarios latinoamericanos. Salvajes, su nuevo opus, busca por un lado una estética de la violencia encolumnada en un retrato algo kirch del mundo del narcotráfico mexicano y por otro la ironía de los estereotipos que representan cada personaje, a saber: jefa narco en la piel de Salma Hayek; policía corrupto encarnado por John Travolta; dealers yanquis carilindos que se tratan de pasar de listos en los negocios del cannabis y una blonda en apuros, secuestrada a la que deberán rescatar, interpretada por Blake Lively de la serie Gossip Girl. La estructura narrativa, si bien adopta algunos rasgos de estilo stonianos y un montaje atractivo, transita por el derrotero de toda película de venganza en la que victimarios y víctimas se entrecruzan dejando un tendal de muertes en el camino, cargadas de cinismo y violencia. Pero lo más llamativo de este film es el poco criterio de su director para evadir la mera anécdota y forzar -de manera arbitraria- un relato lleno de incongruencias donde los narcos parecen estúpidos y los héroes dealers unos verdaderos estrategas y capaces de enfrentarse a un cartel entero sin despeinarse. Si eso hubiese sido parte de la ironía, digamos que Salvajes alcanzaría el estatus de película violenta pero graciosa. Sin embargo, la pátina de solemnidad que la recubre, con dos finales lamentables que no se revelarán aquí, llevan a la conclusión de que estamos en presencia de una película fallida y decepcionante tratándose de un director interesante por lo menos como Oliver Stone, cuya relación con la mística de las drogas en esta oportunidad se hace más que visible.
Voces en el vacío Ostende es una ópera prima que fue presentada en el Bafici 2011 y que plantea una intriga con macguffin incluido en un escenario propicio como una playa poco habitada. El relato intenta por un lado inquietar al espectador bajo una ambigüedad que por momentos parece estar asociada a la percepción de la protagonista y por otro sencillamente a las leyes internas que atraviesan la trama. Suspicious mind es el ringtone que suena en el celular de Laura, protagonista de esta intrigante película de Laura Citarella, quien tras haber ganado un concurso radial va a parar por cuatro días a un hotel en la ciudad de Ostende para desconectarse del mundo y entregarse a la contemplación de un mar violento y de una playa casi vacía. Sin embargo, su tranquilidad comienza a alterarse desde el momento en que aparecen en escena un hombre misterioso, acompañado de dos mujeres jóvenes que despiertan la curiosidad de Laura por sus extrañas conductas. A partir de ahí se alimenta la incerteza de un relato que vertebra diferentes historias que no terminan por concluir jamás: la de un mozo que cuenta una idea para una película; la de una cinta que reproduce extrañas voces y la de la propia Laura que juega a ser detective por unas horas recordando a aquella gloriosa película de Woody Allen Misterioso Asesinato en Manhattan, por no citar al fantasma de Hitchcock ya mencionado anteriormente, o al de Rohmer acompañando la trama, que lamentablemente decae promediando la parte final. No obstante, Laura Citarella como directora demuestra pericia en el manejo de la intriga, el ritmo y una sólida dirección de actores.
Historia de una familia judía Con el auge de las filmaciones hogareñas o home movies, el cine fue encontrando un espacio de exploración dentro del amplio espectro del género documental para despojarse del valor intrínseco como testimonio familiar y encontrar las posibilidades narrativas para abarcar temáticas más universales. Una familia, sea del país o región que sea, no deja de ser una familia y eso es lo primero que se percibe en este segundo opus de Gastón Solnicki (Sudden fue su ópera prima), quien consigue ocupar el lugar privilegiado del observador para seguir en un meticuloso relato los pasos de su familia y reconstruir con archivos privados y registros de la actualidad estructurados en una sucesión de capítulos una historia de exilios y supervivencia a la Segunda Guerra Mundial para sumergirse en la tradición judía desde un lugar poco solemne pero con el respeto necesario hacia el pasado. Gastón Solnicki cuenta con el invalorable apoyo de sus padres, hermanos, sobrinos y abuela, quienes no ponen obstáculos al retrato más fiel de lo que son, cada uno con sus características, humores, personalidades, rivalidades, conflictos y contradicciones a flor de piel, compartiendo un objetivo común: la honestidad brutal ante un testigo que no es ajeno a la historia familiar; testigo que por momentos molesta con su presencia o con su silencio para dejar trascender esa otra cara de la moneda que muchas veces el cine oculta bajo una falsa idea de unión o lo que es más grave homogeneidad anquilosante. Papirosen es un excelente retrato de una familia judía con una rica experiencia de vida pero que no se circunscribe simplemente a la anécdota, sino que la trasciende con una mezcla de emoción, melancolía y sano humor.
La continuidad de los opuestos Vivan las antípodas es un documental de alta riqueza visual y pobreza conceptual del director ruso Víctor Kossakovsky que parte de la idea de trazar una línea imaginaria entre diferentes lugares del globo terráqueo, cuyo punto en común es el término antípodas, es decir, extremos geográficos que son opuestos en la tierra. Lejos de una dialéctica de contraste primaria, la marca estilística de este documental de bellas imágenes y de angulaciones radicales de cámara -que ponen la pantalla boca abajo o patas para arriba para enfatizar la idea- es sin lugar a dudas la continuidad. Resulta innegable, más allá de los méritos o no de haber concebido un nexo tan esquemático y lineal, la fluidez con la que se desarrolla este viaje exploratorio por diferentes rincones del planeta haciendo foco en la gente que lo habita; sus costumbres y sus males. Así las cosas, del cielo despejado en Entre Ríos, Argentina, a la polución que predomina en su antípoda moderna Shangai, en China, ó del pastoreo de las ovejas en la Patagonia Chilena al apacible y tranquilo lago Baskial solamente queda un lugar para la contemplación; para quedar hipnotizado por la majestuosidad de los paisajes, que se verá interrumpida salvajemente por la furia de la naturaleza en su máxima expresión con el elemento del fuego, representado en la lava en Hawai por ejemplo o las inundaciones donde otro elemento como el agua aparece desde su costado más trágico en Villaguay, Argentina mientras los paisanos, personajes maravillosos, filosofan sobre la subida del río anticipada por las hormigas que subieron repentinamente por el tronco del árbol. A no confundir este film, coproducción entre Argentina, Alemania y Holanda, que busca aproximarse desde una mirada asombrada y antropológica con otro muy parecido pero que está en las antípodas cinematográficas por su calidad conceptual como el genial documental Baraka.
Viaje a ninguna parte 360 grados representa entre otras cosas la circularidad y en este caso trasladado a la adaptación de la novela La ronda de Arthur Schnitzler que plantea un relato donde las historias y los personajes se entrelazan a partir de elementos vinculantes como en este caso las relaciones humanas en distintas facetas: infidelidad, sexo casual, culpa, redención y segundas oportunidades. Sin embargo, el brasileño Fernando Meirelles desarrolla un puñado de anécdotas que desde el punto de vista narrativo no tienen tanto peso como para transformarse en historias a pesar de contar con un elenco de lujo integrado entre otras figuras por Jude Law, Anthony Hopkins, Rachel Weisz, Moritz Bleibtreu, Gabriela Marcinkova, Lucia Siposova, Johannes Kirsch, Juliano Cazarré, Jamel Debouzze. Así las cosas, en un viaje a veces turístico y otras no tanto por locaciones geográficas tales como Colorado, Viena, Londres, París y Bratislava cada historia está atravesada por el amor o la falta de amor cuando la infidelidad hace mella en las parejas como la de Jude Law y Rachel Weisz por ejemplo. El desamor de un padre hacia una hija desaparecida y la búsqueda tardía de la redención queda en manos de un genial Anthony Hopkins que experimenta un particular deja vu con una pasajera brasileña en el avión que lo llevará al punto de encuentro quizás con el cadáver de su hija. De todas las propuestas la más interesante recae en el derrotero de un abusador (Ben Foster) que debe resistir a la tentación sexual en un aeropuerto dado que su vuelo de traslado se retrasa.