Europa, hazte cargo Queda claro desde el vamos que el terrorismo asociado a los fundamentalismos más allá de las palabras e interpretaciones tiene en Europa un denominador común. No tanto como escenario predilecto de cuanta célula latente exista o lobos solitarios sino como resabio de una sociedad que practica la intolerancia a cada paso y sin distinción de geografías. Francia no es la excepción y la muestra está en las crónicas mediáticas de las últimas etapas en que los cascos amarillos y la revolución silenciosa hace media en las calles del país galo. Pero circunscribir una realidad superadora de la cual Europa debe hacerse cargo, es decir la fuerte oleada de refugiados, es apenas una cuestión de semántica. Y ahí la primera conclusión sobre la incomunicación y la expresión más emblemática de la intolerancia que atraviesa el universo del opus de Nadav Lapid. Tal vez algo sobrevalorado por cierta crítica internacional, lo cierto es que el director vuelve a cargar las tintas sobre el judaísmo y la idiosincrasia a partir de un personaje que busca a toda costa adaptarse a la tranquilidad no belicosa de Francia. Yoav aparece casi desnudo, víctima del robo y a un paso de morir congelado. El refugio llega desde una pareja de jóvenes franceses con quienes entabla inmediata ligazón, además de ocupar el centro de interés con sus historias en la Israel que decide abandonar para probar las mieles de la ciudad luz. Será un diccionario una herramienta de doble filo porque en la búsqueda de palabras para expresar sensaciones y sentimientos, sacar de cuajo lo hebreo de su ropaje y mentalidad europeizante, queda siempre expuesto y a medio camino. Los sinónimos del título parecen expresar esa incomunicación de la barrera idiomática aunque también de entender cómo viven los franceses y su apatía por todo. La falta de sangre inclusive en la falta de violencia que puede llegar desde las minorías es una de las marcas que deja sembrada el director de Policeman entre alguna cuota de ironía salpicada de crítica al modelo. A pesar de este intento despojado y de hacer un cine sin ninguna concesión, la película por momentos se contagia de una densidad y agobia en sintonía con la problemática del protagonista en su interrelación e interjuego con el entorno, el contexto y su propio pasado en Israel, sus contradicciones a flor de piel y el peso de una tradición de la cual no puede fugar.
Papeles, papeles y más papeles A diferencia de lo que uno podría prejuzgar de una premisa como la que propone Los adoptantes, de Daniel Gimelberg, que cuenta con las actuaciones de Diego Gentile y Rafael Spregelburd en roles protagónicos y un conjunto de secundarios que no desentonan, la tentación del estereotipo y el lugar común estaba muy presente. No simplemente por tratarse del derrotero de una pareja gay que busca adoptar un bebé en la penosa calesita burocrática del sistema de adopción argentino, sino por “bucear” en la superficie con una historia de amor, con la crisis de pareja posterior y claro está la recuperación de lo importante. De inmediato, tras el festejo de un cumpleaños y ese pedido incómodo por parte del entorno de la formalización del matrimonio, tanto este conductor televisivo interpretado por Diego Gentile como su pareja, en la piel de Rafael Spregelburd, un ingeniero agrónomo un tanto parco y poco expresivo, surge el primer conflicto que tiene que ver con el deseo de formar una familia homoparental. Los tiempos entre uno y otro no son compatibles y desde ese momento hasta bien entrada la aventura de la adopción son síntomas de desgaste y crisis en la propia pareja. Sin embargo, Los adoptantes no huye hacia terrenos fáciles y se sumerge en el drama existencial de Martín y Leonardo. Martín debe coexistir con su personaje televisivo, mantener el show, sus tics, compartir su intimidad con el público y no traicionar esos códigos del rating que debe sostener pese a su ética individual; mientras que en el caso específico de Leonardo debe en primer término conectarse con su propia historia de adopción, con la búsqueda de identidad y padres biológicos tras remover algunas piedras en el camino de los sentimientos y así saber realmente de qué se trata la aventura de la familia y la paternidad. La dosis de humor y melodrama es equilibrada aunque resulta tal vez innecesaria la subtrama que encuentra en el histrionismo de Florencia Peña un mayor caudal de humor pero que para el tono del film queda sumamente forzado. No ocurre lo mismo cuando se trata de abordar a la familia de Martín, el retrueque entre su hermana y su madre no tiene desperdicios. Así las cosas, Los adoptantes es una película que supera la liviandad habitual de este tipo de propuestas y además expresa sin bajadas de línea estériles una realidad pocas veces explotada por el cine argentino sin dejar de lado el pedido expreso y urgente de una resolución política ante la burocracia de un sistema donde lo que menos importa es el deseo genuino de querer formar una familia, entre papeles, papeles y más papeles.
Con las manos manchadas Una de las mejores formas de tomar contacto con determinado tipo de oficios es sin lugar a dudas apelando a la imaginación que se nutre de historias del pasado, esas épicas cotidianas que se transmiten de boca en boca. Luego, el marco lo confecciona la propia imagen que uno se hace de aquel relato y de inmediato existen huecos o baches que denotan incompletud. Pero la llegada del documental como vehículo de registro y portador de esas historias no puede ser más necesaria cuando de oficios y testimonios se trata. Allí, el relato cobra otro tipo de espesura que más allá de lo visible aporta el costado humano y si de humanidad se trata es imposible no arribar a las emociones, a ese dejo de nostalgia por un pasado muy diferente al presente. Los últimos es de esos documentales donde se respira historia no sólo por reconocer en sus protagonistas testimonios vivos de un oficio al que la tecnología y los avances técnicos en la gráfica dejaron absolutamente al costado del camino. La referencia directa a la impresión de tipos móviles, al recorrido por talleres de imprenteros que aún sobreviven al reinado del offset, representa un aspecto del trabajo de Pablo Pivetta en conjunto con Nicolás Rodríguez Fuchs, también la introducción del presente y de la perseverancia de algunos por mantener viva la llama de lo artesanal; por no huir de la tinta y las manos enchastradas. Solamente hay que tener amor y cierta obsesión por querer continuar con estas prácticas de arduo rigor y trabajo. Contar con letras de distintos tamaños en madera o plomo para hacer de un texto un ritual de composición y de cada palabra algo mucho más importante que una frase o idea: hacer que la palabra impresa en su relieve esté más viva que nunca.
Telegramas indeseables ¿Otro país, otra Argentina?, Cartero transita los ’90 desde el punto de vista de un joven (Gran revelación de este Bafici) Tomás Raimondi, cuyo personaje lleva consigo la carga de haber llegado de provincia a la urbe en busca del primer empleo en el correo central. La idea del primer sueldo entre rumores de privatización, el retiro voluntario y forzado de empleados públicos con años de antigüedad y vocación, contrastan con los negocios de la supervivencia y los recorridos para ganar algo más de dinero en aquel chiste llamado revolución productiva. Cobrar con un cheque o vales para comprarle remedios a su abuela, los primeros roces con un oficio que para sus compañeros arrastra vocación y servicio al darle verdadera importancia a la entrega de cartas a la gente hablan de una Argentina distinta pero lamentablemente igual a la de esta época, con los mismos jóvenes desilusionados de antes, los mismos excluidos de los trabajos y ese cine luminoso que nos mira tan de cerca que a veces duele. Una ópera prima frontal y tan vigente que sacude la melancolía noventista cuando aquella Buenos Aires parece una postal no del pasado sino del presente.
Como en el cine, pero mejor Sí, es predecible y además resume un conjunto de estereotipos y clichés. Sin embargo, eso no significa en absoluto que Amor de película, dirigida por Sebastián Mega Díaz, sea una comedia romántica fallida. Todo lo contrario, fluye, entretiene y encima cumple con una de las reglas o postulados para este tipo de películas: la pareja protagónica es verosímil desde sus emociones y conservan la química necesaria para ese pendular de atracción y rechazo que define el rumbo de toda historia de amor. Química, verosímil y humor es lo justo -tampoco hay que olvidarse de gotas de melodrama- y necesario para que valga la pena el visionado, con el plus de dos estrellas televisivas en ascenso como Nicolás Furtado y Natalie Pérez (uno como Diosito de la serie carcelaria adquirida por Netflix, El marginal, y la otra en la palestra de los medios por su rol en Pequeña victoria, tira emitida actualmente por el canal Telefé). El tráiler es sumamente clarificador para concentrarnos en la historia y si a eso le sumamos el afiche queda en evidencia que existen en la trama dos planos, el de la realidad de un guionista y una actriz, cruzado con el de los personajes de un cortometraje, quienes viven las peripecias de una historia de amor. Como en el cine, pero mejor.
La otra infancia Entre los juegos cotidianos en el espacio rural, que directamente evoca el pasado, el segundo opus de Ezequiel Yanco (ver entrevista) se instala en el aquí y ahora de la comunidad Ranquel pero más precisamente en la vida de los adolescentes y niños pertenecientes a ese colectivo, cuyo lazo histórico con la Conquista del desierto es uno de los pilares en los que se apoya la mirada antropológica que convive con la ficción de esta propuesta híbrida entre el documental de observación y el relato de fantasía o fábula, La vida en común. Uriel es el protagonista y narrador de su aventura iniciática, ese rito de pasaje que muchas veces en el cine encuentra la excusa para los relatos pero que en este caso particular utiliza el ritual de la caza de un puma como plataforma de lanzamiento o puente directo con el pasado y el cuestionamiento de determinadas prácticas ancestrales. Sin embargo, la presencia de la ausencia de adultos, padres, no necesariamente es una representación acabada de un signo de abandono sino la opción de proponer un punto de vista menos contaminado e inocente para confrontar con la cotidianeidad de una comunidad de Ranqueles, quienes se adaptan al presente y a los postulados del confort y consumismo. Eso llega por detalles; llega desde el uso de celulares, de motos y otros elementos simbólicos, propios de esta época. No obstante, están los mitos, el estudio de la lengua en el colegio y la cosmovisión que marca un horizonte que parece tan lejano como el recuerdo de aquella sangrienta Conquista del desierto. Ezequiel Yanco, lejos de olvidarla la reinventa desde las preguntas y sin esquivar ninguna respuesta sencilla. Por eso La vida en común habilita múltiples miradas y texturas; invita a reflexionar sobre la tradición y la conservación de las raíces de la historia.
Extraño juego de tres La ambigüedad es la superficie por la que transita esta historia atravesada por la dependencia y la culpa que genera tanto la enfermedad como el trauma arrastrado desde la más temprana infancia. Y se hace carne en la evocación de la inocencia y de los juegos como el del título, donde la consigna es clara: vencer al otro y obligarlo a hacer algo. Obligar o quebrar voluntades no es otra cosa que un juego de poder y si a ese dinamismo se le suma una cuota de perversión, la locura y el horror humano llaman a la puerta. Llegar desde afuera implica entonces sumergirse en el encierro de la mente y desde el encierro en las diferentes estrategias para escapar sin perder la cordura o la vida. Porque del juego inocente al juego de la vida y la muerte no hay resquicio posible ni refugio en este universo perturbado de la adaptación cinematográfica de una obra teatral de la dramaturga Macarena García Lenzi, quien se acopla a Martín Blousson en la dirección compartida de Piedra, papel y tijera. Si hay algo que un relato de estas características debe sostener a rajatabla es el suspenso y desde ese suspenso mover los resortes de elementos genéricos que amalgaman ideas, y además ponen en relieve la puesta en escena. Para ello, el desplazamiento en el espacio es vital no tanto para los personajes, tres únicamente durante todo el film, sino para la cámara. Deambular en el encierro parece una consigna desafiante pero lo es aún más quedar atrapado entre habitaciones, pasillos y con una escalera umbral. Es la escalera el elemento simbólico de ascenso y descenso. Al llegar Magdalena desde España a esa casa abandonada, prácticamente asciende en su calidad de intrusa a una realidad enfermiza, comienza a ser testigo y luego protagonista de una verdadera pesadilla, dominada por la dependencia física y mental. El escenario se lo brindan sus medio hermanos, María José y Jesús. Más allá de la alusión directa a nombres relacionados con lo religioso, lo religioso -valga la redundancia- define todo un pasado de ellos, el cual nunca se termina por revelar, así como la ausencia de padre y madre, componentes vitales de una familia tradicional y que ya han muerto. Sin embargo, y con la idea de no spoilear en este espacio de crítica, podemos decir que la propuesta cinematográfica también propone un juego ambivalente al espectador, quien desde su rol de pasividad irá descubriendo las reglas, cambiantes como esa dinámica perversa que convive con los tres hermanos y que dispone el cambio de roles entre dependientes y abusadores.
La bala y la justicia La historia de este film involucra por un lado elementos del western y por otro la relación de los hombres con su entorno. Además de la trama de thriller, que tiene por objeto revelar el misterio sobre la verdadera desaparición de un personaje clave, padre del protagonista, en un pasado considerado traidor o desertor del ejército, pero sobre quien existen versiones encontradas. Hay un hijo, médico militar, que busca saber la verdad y para ello la travesía individual y la desobediencia a sus superiores marcan la tensión del relato que rápidamente se instala en los andariveles del western y en las hostilidades de la propia naturaleza. Hay entonces dos naturalezas en pugna, la del paisaje de montañas y la humana, atravesada de miedos, codicia y anhelos de justicia o al menos venganza. En ese cruce interesante de fuerzas también pesa el valor de otras dimensiones extra terrenales, de lo místico por ejemplo y de una reconstrucción del pasado a partir de la unión de historias pequeñas. La riqueza de Desertor es la amalgama entre el paisaje y su hostilidad, con la superficie del western y su esencia que no es otra que la defensa de un territorio y en segundo plano del propio honor. Cruces de redención y sangre no pueden faltar en todo western y la película de Pablo Brusa no es la excepción a la regla porque las balas son pocas pero cada disparo se escucha como si fuese una ráfaga de metralla. El tiempo y la contemplación acompañan lo justo y necesario en la aventura de sobrevivir al presente pese al pasado.
Se van a los caños Sin moralina a cuestas y con el timing de una película entretenida este híbrido entre policial y drama social cuenta entre otras cosas con una Jennifer López que encuentra su papel ideal, ajustado a su momento, edad y dotes actorales de dudosa procedencia. Resaltar entre un elenco algo limitado, de rostros que se empiezan a conocer y cuerpos a la altura de la propuesta, es un punto a favor para la película de Lorene Scafaria. Pero agotado el elemento llegan las principales limitaciones para esta trama inspirada en un artículo de una revista donde de cierta manera una de las involucradas, stripper apodada “Destiny” contó las actividades ilícitas que dieron por resultado una investigación por los delitos de fraude con tarjetas de crédito. Las víctimas pertenecientes a esferas del poder económico, algunas relacionadas estrechamente con lo financiero, eran elegidas y drogadas para extraerle no sólo la tarjeta de crédito sino información. Una vez vaciada la cuenta de la víctima tras una noche de diversión, drogas y compañía de strippers, pasar a la siguiente ronda de incautos formó parte de una aceitada pyme de la estafa. Con el trasfondo de la crisis financiera de 2008 y el cruce de historias donde la supervivencia de las mujeres guardaba estrecha relación con su actividad como bailarinas stripper, lo que queda claro desde el vamos es cierta mirada indulgente y justificada de sus acciones futuras y más aún tratándose de personas que pagaban excesivas y obscenas sumas de billetes para satisfacer sus deseos y mantener una vida de secretos e hipócrita. Una subtrama que resulta interesante es el vínculo entre Ramona en la piel de Jennifer López y su aprendiz Destiny (Constance Wu). Vínculo que comienza como mentora y alumna, devenido socias para el crimen y luego distantes en función a la relación entre el fin y los medios. El resto del elenco cumple pero no dignifica. La película en su conjunto, tampoco.
La palabra que transgrede Resultaría contraproducente debatir si el stand up, moda en un principio y ahora boom de un modo de humor, puede clasificarse de acuerdo a etiquetas de clase. En Estados Unidos, cuna de este arte, no se habla de un stand up afroamericano o -peyorativamente hablando- de y para “negros”. Simplemente existe el stand up, cuyos exponentes son tanto blancos de etnia y negros de etnia, aunque los tópicos sean distintos. Se trata de catarsis, se trata de transgredir gracias a la palabra para visibilizar cualquier tipo de problemática social o subrayar modelos de idiosincrasia que muchas veces se expanden en colectivos e ideologías dominadas por una mirada prejuiciosa. En sintonía con un tipo de documental que gira en torno al derrotero de un stand up cualquiera, ya sea desde su proceso y búsqueda de notoriedad hasta el contraste con sus propias vidas y entornos familiares o laborales, algo que también puede encontrarse fronteras afuera, Stand up villero, de Jorge Croce, introduce a un singular grupo de comediantes, Seba Ruiz, Damian Quilici, Germán Matías, que hicieron del stand up y de sus presentaciones frente al micrófono un vehículo ideal para la catarsis y para exponer las enormes asimetrías sociales cuando se habla de un “villero”. Esa singularidad es el motor de este documental, que además utiliza elementos de la ficción para construir una pequeña anécdota que busca reflexionar sobre el poder y el valor de la palabra, no tanto desde quién la escucha sino a partir de aquel que la expresa. La palabra per sé no hace ningún efecto bueno o malo, pero el contexto y el código en que ese entramado de frases y palabras sueltas juegan es lo que determina en definitiva su efecto. Preguntarse por las cosas que nos hacen reír no es otra manera de preguntarnos como sociedad hasta dónde estamos preparados para aceptar al otro y cuánto estamos dispuestos a ceder, mientras la mirada se deposite en nuestro propio defecto, tolerancia o sentido de humor con sensibilidad. Algo de eso llega a transmitirse en el documental no por la experiencia de cada uno de los involucrados, sino por lo que ocurre una vez que el micrófono no está a mano y el escenario tampoco.