Una brisa que envenena Basta una escena para introducirse de lleno en la lucha silenciosa de la protagonista de este relato que crece de manera dramática a medida que transcurre el tiempo. Las poblaciones aledañas a espacios donde se fumiga indiscriminadamente, en pos de un rendimiento de la producción, en detrimento de la salud de la gente ocupan el centro de un debate que muchas veces gana conocimiento público por estar en juego intereses contrapuestos y realidades distintas. La necesidad de un trabajo por encima de las consecuencias que genera ese fin muestra claramente dos caras de una moneda, que ya fue lanzada sin preguntar por anticipado. Lanzada por la codicia y con una amenaza latente a la destrucción parcial del ecosistema. Pero cuando está en juego el futuro de los niños, víctimas de las inescrupulosas maniobras de algunos adultos, el panorama nos traslada a una sensación de pérdida mayor y donde el tiempo apremia, sin ninguna alternativa posible cuando la maquinaria del capitalismo comienza a marchar y a modificar economías domésticas o alterar la producción de cultivos. El rocío llega a esa premisa, la expande y acuña como motor del conflicto individual pero que representa, sin lugar a dudas, a lo colectivo. Una niña presenta síntomas extraños a partir de tomar contacto con material de fumigación esparcido por el viento. La brisa que llega a su piel con el tóxico hace estragos y complica su cuadro con el correr de las horas. Su madre entonces debe viajar desde Entre Ríos a Buenos Aires para que la revisen médicos de acuerdo al consejo del médico de la salita que la recibió en la guardia de su pueblo (Tomás Fonzi) y así hagan estudios más complejos. Mientras tanto, en las plantaciones de soja continúan fumigando y los apremios económicos obligan a la protagonista a involucrarse en un negocio oscuro. Sobrevivir a cualquier precio es la meta de este drama -sin aditivos de chantaje emocional- y con la violencia creíble de situaciones límite donde quedan bien definidos los roles de villanos y héroes. Sin embargo, gran parte de esta historia de supervivencia en una Argentina real por momentos roza el registro documental y de esta manera los villanos y los héroes se desdibujan como en la propia realidad. Mientras tanto, la brisa que envenena continúa invadiendo a cada uno y pareciese que al viento eso no le importa.
La necesidad tiene rostro de violencia La violencia parece la única respuesta frente a la carencia. De todo tipo y color y la protagonista de esta historia se dispone a pagar caro un intento de torcer el rumbo de una vida de carencias tanto materiales como de otro nivel. Ayuda a su madre, acompaña a su hermano pero siempre con el objetivo de crear su propio destino y si para ello debe demostrar que es la más fuerte está dispuesta a todo. Este es el entramado de una trepidante historia que toma ciertos elementos de género y dibuja personajes secundarios de poco volumen dramático salvo el de un antagonista, a saber prestamista que explota la necesidad de los demás, consigue que roben para él sin repartir equitativamente hablando y al cual Daniel Aráoz le aporta su salsa. Antagonista de Nati en la piel de la temperamental Martina Krasinsky, decidida a cualquier cosa y enfrentamiento para saldar deudas de su padre. El ritmo y los vaivenes de la trama son el punto fuerte de este opus del director de Tuya (2015), aunque al acumular algunas subtramas, incluida la violencia de género, por momentos pierde el eje y más aún hacia el último tercio del film donde la violencia, los tiros y muertes parecen algo forzados.
Sin velo Más allá de estar basada en un hecho real que conmovió a los alemanes en 2005, muestra de la intolerancia y el dogmatismo de una manera de entender el Islam, existe un velo no necesariamente relacionado con el de la cultura musulmana y que de cierta manera rodea a esta película: la liviana mirada de Occidente hacia ciertas tradiciones de Oriente que conllevan fundamentalismos como base, incluso en lo que a educación se refiere. El velo de la negación también oculta la hipocresía de una Europa xenófoba, escudada en la corrección política. Este es el primer discurso sobre el cual la directora Sherry Hormann trabaja desde la trama de una película que reconstruye, a modo de pequeños hitos, la tragedia de Hatun “Aynur” Sürücü. El recurso del soliloquio desde la voz en off y el anticipo de una muerte supone siempre riesgos para construir cualquier historia, pero rápidamente ese fantasma desaparece porque lo que en realidad se genera desde ese final anunciado a todo el desarrollo no es otra cosa que una compleja radiografía de lo que implica oponerse a los mandatos de una religión fundamentalista como la musulmana; a la propia familia que ve mancillado el honor de una tradición ancestral que de inmediato deviene en traición y justificación de cualquier hecho de sangre posterior. El avance de los años de Aynur desde que infringe la primera ley sagrada, que es la fuga de un esposo golpeador, su primo, con quien fue obligada a casarse a los 16 años desde el mandato paterno hasta su retorno al hogar con un bebé, va en paralelo con la construcción de ese círculo vicioso que alimenta el odio y el desprecio por aquel que busca separarse desde su individualidad de todo dogmatismo cultural ó social. El mosaico de las diferentes expresiones del Islamismo entonces se reconoce en cada uno de los miembros de la familia de Aynur, tanto en la intolerancia y machismo de sus hermanos como también en hermanas quienes la consideran sumamente impura y por ende pretenden que se vaya del seno familiar y que no busque siquiera una gota de comprensión o afecto de sus padres. En cada hermano también la búsqueda de la palabra ó consejo espiritual desde lo religioso operan como elemento de retórica ideal para justificar la cerrazón de la cabeza y también del corazón. Sin bajada de línea y con un tono sostenido que oscila entre el drama social, el documental porque se insertan materiales de archivo o imágenes de la verdadera Aynur, con una estética que trabaja con rigurosidad la puesta en escena y los colores vivos ante tanto oscurantismo de lo dogmático, Sólo una mujer es un excelente retrato de las consecuencias de los dogmas cuando la libertad parece letra muerta en un contrato social tan falso como hipócrita.
Simplemente indicios La premisa del nuevo opus de Verónica Chen (Vagón fumador, 2001) logra transmitir la misma tensión que experimenta la protagonista Lola (Sofía Brito) al llegar a su hogar y no encontrar a su hija más pequeña, Rosita, cuando sus otros dos hijos preadolescentes, Alejo y Gus, le informan que había salido con su abuelo en bicicleta y nunca regresó. Inmediatamente, la sospecha de algo escabroso surge, acompañado por el discurso televisivo de los noticieros y la inoperancia de la policía mientras el tiempo pasa y no hay indicio alguno sobre el paradero de la niña y tampoco de su abuelo Omar. La trama acumula indicios y el derrotero de esta madre soltera se vuelve completamente funcional a su punto de vista. Éstos traen aparejados rumores y una vez que el misterio se resuelve y tanto la nena como su abuelo regresan ilesos, la sospecha en el relato es lo suficientemente poderosa y capaz de arrojar todo tipo de juicio con sentencia anunciada en el que el acusado Omar no tiene derecho ni abogado defensor. Sin entrar en más detalles por motivos obvios, se puede anticipar que Rosita es un film dispuesto a problematizar más que clarificar cuáles son los límites de los prejuicios. Pero también el abordaje de la relación entre un padre ausente y una hija que debe valerse por sí misma más allá de tratarse de una madre soltera. La fuerza de la protagonista y su convicción opacan cualquier intento de encasillarla en el estereotipo de víctima. Lo mismo ocurre en relación al personaje del abuelo presente y padre ausente en la piel de Marcos Montes, muy bien elegido para ese rol. Rosita es un film creíble desde el vamos, no sólo por la verosimilitud entre un relato y un guión cuidado, sino por no acomodarse en los lugares comunes de la solemnidad ó de ese cinismo con aires de “moralina encubierta” que muchas veces aparece en el cine argentino de la última camada.
Los alaridos de la guerrilla Tomar contacto con el opus de Alejandro Landes implica abolir todo intento de habituarlo a un realismo más que el que llega por reflejo desde la aventura visceral en selvas colombianas. Esa suspensión momentánea del realismo es la principal virtud de un guión escrito a cuatro manos por el propio Landes y el argentino Alexis Dos Santos, tal vez algo influenciado por El señor de las moscas ó ciertas películas de W. Herzog, pero que gana peso propio a medida que avanza la trama. Convivir entre pares con la naturaleza salvaje, el cautiverio de una rehén extranjera y la falta de autoridad o dominancia de la anarquía del más fuerte, es el condimento ideal para nutrir el existencialismo puro de Monos. Eso sumado a la animalidad que encuentra su mejor expresión en ciertas escenas, donde los cuerpos se exponen en luchas o practican ejercicios de extrema dureza y que ponen en juego el valor y la resistencia de este grupo de niños adolescentes, el cual a pesar de las individualidades -pues cada uno cuenta con un apodo- funciona como organismo vivo, agresivo, parasitario y caótico. Entre la selva, colores que destellan frente a la oscuridad de cada uno de los integrantes de este grupo sin ley, con líderes que disputan el reino vacío del poder, la metafísica dice presente en determinados cuestionamientos sin el cinismo habitual de cierto cine moderno o post modero que lava o purga sus culpas desde otro lugar también vacío. Habría que preguntar quién es rehén de esta situación límite; habría que reflexionar sobre los modelos que se ponen en juego en esta dinámica de supervivencia en que una vaca vale lo mismo que cualquier vida humana. Pero eso es apenas una cáscara de una semilla de un fruto podrido, que lejos de extinguirse se propaga, contamina la tierra con la fuerza de la devastación de un huracán de ignorancia que arrasa con todo lo que tiene a su paso. Quizás la guerrilla colombiana y sus modos de financiarse a fuerza de secuestros, saqueos o proclamas huecas desde la política no sea aquí un tema a cuestionar. Y eso se agradece por partida doble, mucho más con un final tan perturbador como el del comienzo.
Muerto al llegar El western coquetea con el drama existencialista amparado en los contradictorios actos de Isidoro Mendoza (Lautaro Delgado Tymruk), quien se disocia entre un Robin Hood de los pobres y un bandolero al mejor estilo western, siempre acompañado por su hermano Claudio (Sergio “Maravilla” Martínez), el Tano (Diego Cremonesi) y algún que otro secuaz que se involucra en su raid delictivo. La policía local siempre llega tarde, a pesar de los esfuerzos de la autoridad máxima (Juan Palomino), el descontento de sus superiores y la absoluta complicidad de todo el pueblo. Es que Isidoro Mendoza una vez terminada la tarea de acopio de botín aparece por algún rancho, se esconde, deja parte del dinero por los servicios forzados y sigue su camino. Hasta que se cruza con un interés amoroso, una maestra de escuela llegada de Buenos Aires (María Abadi), tal vez bajo la intuición de que terminado el reinado de Onganía se vengan tiempos duros y en el interior, en la provincia de Mendoza, en ese paisaje desértico y rural, encuentre alguna chance de calma. Pero tanto Onganía como el presente delictivo o el rol de justiciero para Isidoro Mendoza, elementos anecdóticos a los fines de la trama, son apenas algunos de los rasgos para diseñar al personaje atravesado por conflictos de carácter existencial, entre ellos el destino de muerte o la culpa por asesinar en función a su esencia, o al precio por sostener el libre albedrío que persigue como única decisión irrenunciable durante su largo camino. No hay redención posible en Pistolero porque no hay amor real, producto de una vulnerabilidad que no es a prueba de balas como la soledad o el miedo a perderse. Por eso la película de Nicolás Galvano debe recorrerse como si se tratase de un círculo, tal vez con alguna reserva a un epílogo innecesario para remarcar un concepto o simbolismo que ya estaba presente al elegir el rumbo de la no acción a pesar de los robos, los tiros y la muerte.
Tan negro como un gato negro. Mucho más que un juego de citas literarias y guiños cinéfilos, el policial negro y estilizado; el policial lógico deductivo al estilo Agatha Christie dicen presente en el nuevo opus de Daniel De la Vega, Punto muerto, refinado ejercicio de estilo para recorrer las instancias de una investigación policial, con un enigma a resolver, que tiene que ver con la habitación cerrada donde se encuentra la macabra obra de un asesino enmascarado. Cómo salir de una trampa mortal sin ser descubierto es en realidad el desafío intelectual que propone un crítico literario, (Luciano Cáceres como siempre sobrio y nada sobreactuado) pedante y escudado en su influencia en lectores mediante sus ensayos críticos, a su némesis, un escritor de policiales sobrevalorado (Osmar Núñez) según la mirada del propio crítico y que cuenta con la popularidad de lectores que no dejan de sucumbir ante sus historias protagonizadas por un detective ciego, quien no necesita ver una escena del crimen para resolver complicados asesinatos. Ese es el nudo que entrelaza esta trama donde rápidamente las cartas de la ficción y la realidad forman parte del mismo mazo. Pero a diferencia de un juego de naipes donde la tentación del azar desenmascara cualquier estrategia para ganar la partida, lo que prevalece aquí es la astucia y la inteligencia para sembrar pistas que alejen una resolución de un crimen y actúen como lanzas de provocación a los egos de dos escritores, el ya consagrado y el que busca la consagración (Rodrigo Guirao Díaz) en una sociedad absolutamente utilitaria, en la cual la dialéctica admiración-odio enturbia la pureza de las conductas humanas. Desde el punto de vista visual, estamos frente a una propuesta atractiva, cuidada y realmente estilizada. En cuanto a la historia, tampoco se encuentra en este film el trillado lugar común y las resoluciones a destiempo, sino todo lo contrario para redondear un relato de escritores detectives, digna de los mejores clasicistas de la trama policial.
Pornostein Una comedia uruguaya redonda, eso podría sintetizar esta propuesta con estética ochentosa de Carlos Ameglio (La cáscara) donde tanto Martín Piroyansky como su coequiper Nicolás Furtado -el Diosito de El Marginal– encuentran rápidamente el tono para lucirse en cada uno de los momentos de comedia, así como de la camaradería de esos apasionados y amigos que comparten las películas y el cine como un lenguaje propio. Si es porno o bizarro, de autor o pochoclero a secas da lo mismo porque en Porno para principiantes se destaca la pasión por hacer películas, por contar historias absurdas y divertirse en esa extraña mística. El contexto en que transcurre este opus uruguayo, presentado en el Festival de MDQ 33, no es otro que el de la transición del VHS frente a un futuro incierto que finalmente llegó y acabó con su reinado años después. El porno, subgénero bastardeado y propio de un tipo de espectador nunca asociado al cine, también era un negocio antes que una industria y es así como productores sin ninguna otra capacidad que la de inyectar algún capital pretendían inundar el mercado con películas xxx, donde la escasez de ideas era notable y la mecánica del “entra y saca” un himno para todos los amantes de esas historias con actores solamente aptos para filmar proezas sexuales frente a una cámara y un grupo de gente que observaba. Así las cosas, Víctor y Aníbal se conocen en un videoclub. El primero como cliente que paga por ver VHSs de distintos géneros, mientras que el segundo recibe dinero, por atender el mostrador del local, VHSs gratis y la expertise de conocer al dedillo cuanta película porno se alquile. Eso lo lleva a convencer a Víctor para que desista de la venta de su cámara de cine, pues el muchacho pretende sentar cabeza y casarse, entre otras cosas, para demostrarle a su suegro que puede mantener a su futura prometida (Nuria Fló) sin ayuda económica y bajo la renuncia de una pasión como la de filmar películas. La oportunidad llega y desde ese territorio todos los resortes de la comedia aceitada explotan de la mejor manera posible. Primero con una buena elección de personajes secundarios entre los que se destacan Daniel Aráoz como el oscuro productor y la actriz Carolina Mânica, quien aporta sex appeal, carisma y mucho más en un personaje muy bien escrito. Sin dejar de lado el costado nostálgico pero nunca cayendo en la pura solemnidad, el film de Carlos Ameglio logra el equilibrio justo entre la carcajada, la reflexión y sobre todas las cosas la prolijidad de retratar una época desde la puesta en escena a la que no le falta detalle por cubrir.
Sin redención Elegida por su país para representar a Bolivia en la próxima entrega de los premios Oscar (Argentina apuesta a La odisea de los giles todas sus fichas) estamos en presencia de un thriller, cuyo embrión es una serie a realizarse, La entrega, que debería contar con unos diez capítulos. Sin entrar en especulaciones sobre los Oscars y la elección de este film, dirigido por Rodrigo “Gory” Patiño, que cuenta entre su elenco con el argentino Pablo Echarri, podemos decir que Muralla es un crudo thriller que toma como punto de partida la desesperación de aquellos que necesitan sobrevivir cuando las condiciones socioeconómicas dictan esa angustiante brecha entre los que tienen mucho y aquellos que no tienen nada. Allí, el protagonista de este relato, en la piel de Fernando Arze Echalar (también guionista) en primer lugar tiene todos los atributos del antihéroe de manual: pasado de gloria como arquero de fútbol del equipo San José, un arrastre de una lesión que lo sumió en el alcoholismo, separado, y con un hijo pequeño enfermo que requiere de inmediato un trasplante para el cual se necesita mucho dinero. En ese contexto y con una Bolivia urbana, actual y real, filmada con la urgencia de las situaciones límites, la vara de la moral o la ética entra a exhibir su ambigüedad frente a la necesidad de los hombres de carne y hueso. Caldo de cultivo para un muestrario de miserias humanas que forman parte de un enorme mecanismo perverso que se vale del negocio de la trata como del tráfico humano en una aceitadísima matriz que no conoce límites, aunque sí los rostros del poder, sus instituciones cómplices y un tendal de rostros y cuerpos que se consideran “bultos” y que el protagonista transporta en su minibús. Ese calvario que acumula culpa lo vuelve absolutamente dependiente de cada billete y para ello no hay un cupo entre el fin y el medio porque en todo se justifica la cura milagrosa de su hijo, en la aparición de un órgano que le salve finalmente la vida pero también que lo redima a su padre de tanta ausencia en años de fracaso y ocaso. Si bien estamos frente a un relato con una premisa sencilla, que aborda el tema de la trata sin pelos en la lengua, sin apuntar hacia algún lugar específico del estado ausente, la tensión del film la constituye el derrotero de este antihéroe apodado “Muralla” por su pasado futbolístico, para quien la redención parece no existir. La elección del elenco que suma a Pablo Echarri para otorgarle la piel del villano más despreciable, una caricatura de lacra que no puede ocultar el acento argento, es acertada desde el punto de vista dramático, aunque resulta forzada la resolución que por motivos obvios no se revelarán en este texto.
Bohemian Tragedy La singularidad de este documental que pudo conocerse en el 21BAFICI obedece por un lado a la elección del período en el que fue filmado por los directores Isabelle Dupuis y Tim Geraghty (entre 2005 y 2007) más que a la presencia de una familia prototípicamente disfuncional, donde se destaca el protagonista Peter Grudzien, desconocido cantante y músico independiente que se lleva la particular etiqueta de único por haber escrito y tocado country homosexual. Algo de ese ícono tomado por el colectivo gay como bandera se remonta a uno de los trabajos The Unicorn (nombre de su disco) de este bohemio newyorkino, quien durante el film se resiste a un desalojo de una vivienda familiar en Astoria, New York. Cuando deambula por calles de ese Estados Unidos más profundo, cuando entra en bares gays con karaoke para cantar desafinadamente ante la indiferencia del público son los momentos en que los documentalistas se entregan a esa incierta sensación de estar frente a un personaje persona. Otro momento es a partir de la aparición de su entorno, tal vez extraído de esos realities que están de moda en cable pero que para el caso de The Unicorn no son otra cosa que la muestra palpable de seres frágiles, de carne y hueso. Su hermana gemela Terry por ejemplo según palabras de su padre, Joseph Grudzien (a punto de llegar a los cien años de vida) es la peor desde el sentido de su esquizofrenia, mientras que Peter solamente lleva el mote de “hijo complicado”. Si hay algo que prevalece en este derrotero con gusto agridulce es por un lado la presencia de melodías country compuestas por Peter, entre ellas una que utilizaron los Hermanos Coen en la película ¿Dónde estás, hermano?, sumado a un rico material de archivo familiar compuesto por diapositivas, fotos, recortes de diario, vinilos y objetos viejos en esa guarida llamada hogar. Por momentos, el Peter de la juventud recuerda por su fisonomía al legendario Moris, aunque la música de ambos sea diametralmente opuesta. Pero pensando en Moris y su prédica “de nada sirve escaparse de uno mismo”, se podría decir que Peter Grudzien hizo lo que quiso en épocas donde la homosexualidad se castigaba con electroshocks; caminó cada calle de su Astoria con la frente elevada y el aspecto de libertad solamente envidiable para los mal llamados bohemios, aunque su bohemian tragedy fue mucho más pesada que una canción de música country.