Matar por dinero Aprovechando el éxito de la franquicia, 12 Horas para sobrevivir: El inicio (The First Purge, 2018) explora el origen de la purga -disparador narrativo de cada una de las películas- con elementos cercanos al soporte televisivo para detallar, de manera muy superficial, algunas ideas presentes en las entregas anteriores. El experimento político y social, que tiene como eje la liberación del deseo de matar durante las horas que indica el título, es desarrollado en esta oportunidad, con fines psicológicos. Hay un personaje que se presenta como guía del relato, un asesino que necesita matar para sentirse vivo. Idea que choca con el leit motiv de la saga, cuando la verdadera función de la purga no era otra que acabar con las minorías, extranjeros y todo aquel que no se condice con el espíritu del americano promedio que habita el país. La saga fue tomando fuerza y reconocimiento popular, cuando las películas traccionaron elementos de la realidad, como en la última 12 horas para sobrevir: El año de la elección (The Purge 3: Election Year, 2016) que coincidió su estreno con las elecciones en Estados Unidos y la llegada de Donald Trump al poder. A diferencia de sus predecesoras, 12 Horas para sobrevivir: El inicio resiente el relato de una manera notable, al dibujar a los personajes de una manera exagerada y evidente, sumado a la incorporación de un líder mafioso que digita los pasos de los individuos a fuerza de drogas y armas. El sustento ideológico del porqué sumarse a la purga se disuelve, intentando explicar que la falta de dinero es el principal motivo elegido por la mayoría para justificar su accionar. El conflicto moral también se debilita, y sólo en la figura de una psicológa (Marisa Tomei) que impulsó gubernamentalmente la acción, se presenta la doble cara de aquellos que participan ideológicamente de la purga pero sin profundizar mucho más. 12 Horas para sobrevivir: El inicio se aleja de la distopía para centrarse en la actualidad y, a pesar de ser ficción, su dolorosa semejanza con la realidad la convierten en una propuesta menor dentro de la saga, pero aun así, válida.
Se viene el estallido Para aquellos que no hayan visto con anterioridad Sin Filtro (2016), de Nicolás López, o las diversas remakes que se han realizado hasta el momento de la película en diversos lugares del mundo, Re Loca (2018) de Martino Zaidelis, es una puesta al día de aquella narración que se introducía en el universo de una mujer que resolvía diversos conflictos que la agobiaban. En esta oportunidad, la “reloca” del título es Pilar (Natalia Oreiro), una especialista en publicidad que ve cómo su mundo comienza a desmoronarse a partir de la mirada ajena, pero también de su continuo agachar la cabeza y cerrar la boca ante situaciones que la exasperan y subordinan. A diferencia de sus predecesoras, Re Loca propone una mirada diferente en esta historia de empoderamiento instantáneo, apoyándose casi exclusivamente en la solvencia y rendimiento de Oreiro, quien encuentra, en un personaje distinto a lo que viene ofreciendo en cine, posibilidades expresivas para desarrollar matices, divertirse y divertir. En Re Loca los universos que chocan con el de Pilar son exagerados, y en esa hiperbolización de cada una de las características, hay una búsqueda por empatizar con la protagonista casi inmediata. Su pareja (Fernán Mirás) se aprovecha de ella, el hijo de éste, la vive, su jefe (Agustín Radagast) la minimiza y prefiere que dé un paso al costado en decisiones estratégicas, y su ex novio (Diego Torres) la ronda mientras prepara su boda con una obsesiva wedding planner (Gimena Accardi). Anestesiada por sus vínculos, un día, por obra de un amuleto, no sólo comienza a darse cuenta de la verdadera cara de quienes la rodean, sino que, se anima a gritarles en la cara su verdad, la que comenzará a posicionarla en un lugar incómodo para todos. Re Loca posee elementos de la comedia tradicional como el gag y el conflicto como disparador narrativo, pero apela a la construcción de escenas que funcionan de manera independiente del relato general. En la transformación de Pilar hay una necesidad por construir un verosímil que tiene referentes claros de la “argentinidad exasperada”, que van más allá de los gritos e insultos, cimentando un mapa en el que la liberación es posible gracias al trazo grueso con el que se pincelan a sus “contrincantes”. Curiosamente, muchos de sus opuestos -por no decir la mayoría- no son mujeres, y esa es una decisión política en medio de un momento histórico en el que la reivindicación de igualdad prevé la construcción de potentes personajes femeninos. Pilar nunca pelea con alguien del sexo opuesto, al contrario, sólo se anima a decirle a una amiga (Pilar Gamboa) o a su hermana (Valeria Lois) sus verdaderos pensamientos. Por el contrario, en las versiones anteriores, el personaje protagónico peleaba con mujeres en la calle, pegaba trompadas limpias en la cara de éstas, y la mujer salía empoderada de las situaciones. Al cuidado político de la historia en este sentido, sumado a una puesta televisiva, que se nutre de estrellas provenientes de redes sociales, stand up, teatro alternativo, etc., avanza en el asumir de la protagonista su transformación y querer continuar en un camino de verdad a cuatro gritos, pero que no puede correrse de cierto discurso que atrasa cinematográficamente, resintiendo su necesidad de mostrarse novedosa y aggiornada. La propuesta, eso sí, es una de esas oportunidades casi únicas de ofrecer todos los elementos, condiciones de producción, guion, tiempo en pantalla y más, a una figura, en este caso Oreiro, pero que también permite el lucimiento de algún secundario, como el personaje de Gimena Accardi, quien deslumbra con la construcción de su obsesivo y celoso personaje.
Llega de Irlanda una nueva propuesta que conjuga la posibilidad de generar tensión y suspenso a partir de la desgracia de una mujer, quien, inmovilizada, deberá luchar con sus propios miedos y aquellos que la acecharan sin poder escapar. De una primera instancia con climas, atmósferas y actuaciones logradas, pasamos a una resolución sorpresiva, y no para bien, que resiente todo aquello que venía potenciando desde la puesta y la interpretación protagónica.
La plata o la vida La ópera prima del doble de riesgo Nash Edgerton, Gringo, se busca vivo o muerto (Gringo, 2018) es una trepidante aventura que posee en su ADN las mejores escenas de películas de acción, principalmente, de Robert Rodríguez y Quentin Tarantino. Rodada en USA y México, la historia propone el descenso a los infiernos de Harold (David Oyelowo), un sumiso y correcto supervisor de una empresa farmacéutica que ve cómo sus sueños de progreso y tranquilidad en la tierra prometida se verán truncados a partir de la intervención de su contexto familiar, laboral y social. Siendo la carnada de dos inescrupulosos jefes (Charlize Theron y Joel Edgerton), Harold deberá agachar la cabeza una vez más y ver cómo su universo de tranquilidad se desploma ante las exigencias de participar en un siniestro plan con el cual, en vez de salvar su pellejo, se verá expuesto a un sinfín de atrocidades en tierras lejanas. El gringo del título original alude a la referencia con la que en México mencionan a los extranjeros que llegan al país, en este caso el foráneo deberá urdir un plan para contrarrestar la amenaza que lo acecha por seguir la corriente de sus jefes que no quieren nada bueno para él. Así, lo que comienza como un thriller de sospecha, en el que un ciudadano común y corriente se ve envuelto en situaciones, terminará por volverse una cacería en la que ese mismo personaje tendrá que transformar sus cualidades para salir con vida de cada uno de los obstáculos que lo pongan en peligro. El guion trabaja con solvencia la construcción de los protagonistas, pero también los necesarios cambios con los que potencia los conflictos y las transiciones narrativas. Si Harold en una primera instancia es dibujado como un pobre hombre que comienza a ser parte de un plan mayor que lo tiene como eje, luego se lo presenta como un ser autoconciente que intentará modificar el sendero que debe transitar. El resto de los personajes, principalmente los de Theron y Edgerton, funcionan como contrapartida y adversarios, pero también como espejo de aquello que Harold también podría convertirse. La actriz sudafricana una vez más potencia su personaje, femme fatale y villana, demostrando su camaleónica capacidad para transformarse en cada una de sus interpretaciones. El australiano por su parte, configura con trazos gruesos ese jefe que quiere todo para sí y que a golpe de suerte puede tener aquello que los demás desean a pesar de ser un cabeza hueca. Mención aparte Thandie Newton, personaje bisagra en la vida de Harold, interpretando a la mujer de éste, aquella por la que ha pasado horas demás en la oficina y a la que en el último tiempo le ha permitido despilfarrar más de la cuenta. En el medio una serie de pintorescos secundarios ofrecerán el necesario contrapunto para que el dinamismo y el timing de la historia se potencie, llevando al extremo a los protagonistas, quienes harán lo posible para salir intactos de una serie de infortunios que tiene a la ilegalidad y la violencia, en el centro de la escena.
Oscura metáfora de la realidad, aquello que propone esta nueva entrega de Sicario no es nada más ni nada menos que la espiral de violencia que responde a una construcción del otro en la era Trump. Carteles en guerra, fronteras débiles, vínculos que se afianzan y dos niños a merced de las balas que terminarán por definirse como los verdaderos protagonistas del relato. Sórdida, por momentos con un regocijo por el dolor y la sangre, su solidez narrativa potencian una trama ideológicamente cuestionable.
Aquello que comienza como la clásica historia de opuestos que terminarán por acercarse, termina por construir un apasionante relato sobre la amistad y la memoria. Un joven se relaciona casi por obligación con un anciano escritor, el que, con su ayuda, podrá recuperar su pasado mientras lo transforma. Pintoresca, ágil, entrañable, una agradable sorpresa en la cartelera.
Una tradición terminará por complicar una boda. Un juego que revela la inmadurez de un grupo de amigos que harán todo lo posible para mantener vivo el vínculo. Humor, drama, conflictos, con un elenco que pone todo al servicio de la comedia. Le sobran unos minutos, sí, pero así y todo la pasión por ganar le suma fuerza, principalmente, hacia el final.
Sabrina Farji analiza uno de los vínculos más esenciales de la vida en familia, exponiendo y exponiéndose a la mirada ajena sobre su propia maternidad. Por momentos el descarnado relato genera tensión sobre el recorte que ha decidido hacer sobre ella y los suyos. Para alivianar un poco ese conflicto, incorpora entrevistas y testimonios de mujeres que han decidido asumir su maternidad sin preconceptos y mucho menos manuales. Farji, su madre y sus hijas configuran un relato honesto sobre el amor incondicional.
A los pocos minutos de iniciada la propuesta, uno ya sabe cómo se avanzará en este descontracturado y apócrifo musical que pierde fuerza a medida que avanza en la narración. Canciones, bailes y versos sagrados para contar los inicios de una mujer que supo enfrentarse a aquel que negaba su verdad. Arranca con fuerza, pero luego va perdiendo la gracia.
Valeska Grisebach regresa a la pantalla grande tras un largo paréntesis en el que ha colaborado con otros realizadores, sea en producción, o en apoyo para generar y llevar a buen puerto sus propuestas y las de terceros. “Western” es la historia elegida para regresar a la dirección, un film que sucede a “Nostalgia” y en el que una vez más aporta una mirada particular sobre universos, en este caso masculino, ajenos. En “Western” el acercamiento cinematográfico desnuda la división que radica en los pensamientos, cuerpos y política de los hombres, llevado al extremo, a partir de la construcción de Meinhard (Meinhard Neumann), un potente personaje plagado de contradicciones y dolor, y del que poco sabremos hasta resuelto el conflicto principal de la película. El personaje es presentado como un obrero que llega a Bulgaria, en la frontera de Europa, cerca de Grecia, junto a sus compañeros para construir un sistema hidráulico y así mejorar la circulación del cauce de un río. El pueblo no los recibe de la mejor manera, y Meinhard, el protagonista, sabe que en ese rechazo instantáneo hay una posibilidad hay cierta forma de relación que le permitirá alejarse de los demás por un instante. Así, Meinhard será el único de los obreros que se animará a relacionarse con los lugareños, ya que no siente ninguna simpatía ni empatía con los colegas de trabajo y en la exploración del lugar y el acercarse a los demás verá una vía de escape para su situación. Grisebach, narra el encuentro entre este hombre (debutante en el cine) y los lugareños, y cómo entre ellos se forjarán lazos de amistad y profundos sentimientos, porque en ese encuentro él ve la posibilidad de reconfigurar su historia. Pero también cuenta cómo sus compañeros, algunos más, otros menos, le exigen definiciones, y él deberá armarse de valor para continuar con sus decisiones muy a pesar de aquello que le piden. Entre la tensión de Meinhard con sus compañeros, Meinhard con ese extrañamiento hacia los lugareños, y el desconocido pasado del personaje, la directora construye un relato apasionante sobre los vínculos y su radicalización en tiempos en los que el otro es defenestrado y no hay posibilidad de cercanía. La decisión de capturar las imágenes como “espiando”, y construir todo narrando con planos amplios para demostrar la soledad del lugar, son dos aciertos para un film que en manos de otro director podría caer en el tedio a los pocos minutos de inciado. Pero Grisebach es hábil, su mirada no es inocente y hace caminar a su personaje por un sendero sin revelar sus próximos pasos, pasos que lo llevarán a una inesperada decisión final y que revierte, tal vez, la potencia inicial de esa muestra fílmica de la comunidad entre los obreros.