Tal vez el cine de género argentino haya encontrado a los interlocutores necesarios para poder contar historias, que, por más que sean trilladas y que trabajen sobre una base de precedentes ya conocidos, puedan, en la luminosidad de su acercamiento, en la habilidad de su mirada para presentar nuevas formas, ir configurando un panorama distinto, sólido y potente sobre aquello que cuentan. “Aterrados” (2017), de Demian Rugna, transita su relato con una solidez impecable, dividiendo su narración en un primer acto potente, áspero, oscuro, tenso, un segundo capítulo revelador y eficiente, y un desenlace apresurado, que no responde a la madurez inicial con la que se habían presentado los conflictos. Hay algo raro en dos casas contiguas, unos extraños golpes convierten la estancia de una joven pareja en una pesadilla. Un niño desaparece, su madre lo busca sin lograr resultados, o con los resultados menos esperados. Una misteriosa figura avanza en la soledad de la noche buscando presas. De la pesadilla inicial, Rugna, nos aleja precipitadamente, sabe que el impacto de algunas escenas tiene que ser rápidamente olvidado. Su escogido es dirigirse hacia otros rumbos, uno tal vez menos sórdido, igual de oscuro, pero con la confianza de poder pasar del terror al policial sin mediar respiro. “Aterrados” es un film que prefiere, desde la forma, acercarse a películas que construyen una relación con los personajes muy cercana, atrapante, de imposibilidad de escape de ellos con los espectadores y de los espectadores para con ellos. Tal vez en esa decisión, en la que la cámara envuelve al protagonista, un hombre acechado por ruidos y espectros (nunca se sabe en qué medida ambos son responsables de la locura que vive), por desapariciones imprevistas y por fenómenos inexplicables, hay también una estratégica puesta en escena en la que se privilegia el respeto por el espectador y un tempo acertado para construir las características de los personajes. La forma también avanza en laberintos inexplicables, con la aparición del niño como amenaza, de la figura de un menor que asombra por el verosímil que de él se desprende y sobre el cual la segunda parte del relato buscará explicaciones, generará tensiones, y, principalmente, buscará en el efecto sorpresa su potencia. “Aterrados” asusta, mucho, pero va cediendo la tensa situación del espectador porque prefiere bucear en la tentación de configurar una historia que peca de efectista cuando más se necesitaba que se apoyen y avalen los cimientos sobre los cuales fue configurando su universo. Así y todo, en la propuesta global, en la ambiciosa decisión de dejar fuera clichés relacionados a la juventud y la belleza, en la épica de sus héroes, en la disolución de conflictos parentales, y, principalmente, en la verosimilitud de sus enunciados, termina por configurar una propuesta única, diferente, atrapante, que permanecerá latente en los espectadores por mucho tiempo de finalizada la proyección.
Regreso con gloria Santiago Loza retorna al cine con Malambo, el hombre bueno (2018), una película que transita la delgada línea entre el documental y la ficción para explorar la vuelta de Gaspar (Gaspar Jofre), un ex bailarín de folklore, a las tablas, ávido por conseguir revancha en un certamen nacional. Agobiado por un presente que lo tiene con dolores corporales que impiden su desenvolvimiento correcto en escena, y con rutinas laborales que no lo completan, Loza acompaña a Gaspar en su cotidianeidad, lo presenta, lo abraza, lo rodea, lo deja ser, lo evade, lo ubica en el centro de la escena para generar la empatía necesaria con el espectador. Por momentos Gaspar completa la pantalla, y en los momentos en los que sus dolores lo abruman, y las críticas de su maestro de danza son más que estallidos y enojo, Loza refleja al protagonista destilando su pasión por el malambo casi como un robot. Narrada en off por el propio director, y dividida en episodios que impregnan el relato de una épica casi de western, de duelo, de su revancha, el director apela a la construcción de Gaspar como personaje total para poder hablar de otras cuestiones relacionadas a su microuniverso. Y si bien la película comienza a transitar lugares comunes y reconocibles para profundizar cuestiones relacionadas al amateurismo, la pasión por el baile, y el esfuerzo para conseguir los objetivos, hay una intención desde la puesta por trascender la anécdota y descansar la mirada en el entorno del protagonista como generador de las propias carencias que posee. Pero Gaspar no está solo, en la ciudad cuenta con el apoyo constante de su roomate (Nubecita Vargas), quien apoya al bailarín en aquellos momentos en los que flaquear y abandonar parecen ser la única opción, generándole hasta la música con su propio cuerpo para que pueda seguir ensayando a pesar de todo. Narrada con un estricto y cuidado blanco y negro, para luego impregnar color en algunos detalles y recurrencias en las pesadillas del protagonista, Malambo, el hombre bueno es un estilizado ejercicio de exploración temática que termina por superar algunos subrayados innecesarios desde la narración. Loza, además de explorar el costado más “bueno” del personaje, el que da subtítulo al nombre del film, busca también analizar la doble moral que por momentos lo atraviesan. Desde el odio con su eterno rival Lugones (Pablo Lugones), su alivio al no tener que trabajar frente a un paro sorpresivo, o la búsqueda de placer con una mujer que apenas conoce durante su tratamiento para el dolor. Cada índice es ubicado estratégicamente en el relato, desde ese arranque con el maestro de Gaspar regresando a la ciudad, en contraste con la rutina de pueblo, que enmarcará un posible final reiterando el motivo, a la relación que el hombre entabla con cada uno de los alumnos a los que enseña el centenario baile, sus doctores, y aquellos rivales que irá encontrando en su camino. Malambo, el hombre bueno tiene momentos de una belleza única, y otros en los que la exploración de la forma superan su origen. Santiago Loza es un artesano de la imagen, pero también de la poesía y de la palabra, uno de los pocos realizadores que entienden el soporte, sabiendo que la clave de este relato se encuentra en las posibilidades expansivas de la épica de la revancha y la necesidad de triunfo que el protagonista busca desesperadamente.
Los ochenta matan Inspirada en el sorpresivo éxito de 2008, Los extraños: Cacería nocturna (The Strangers: Prey at night, 2018) es una película que explora lugares comunes del género tratando de plasmar una identidad particular que reposa en la añoranza de la década del ochenta. Recuperando algunos puntos y conflictos de la primera entrega (los golpes en la puerta, las máscaras de los asesinos, la soledad de los protagonistas, el acero de los cuchillos), en esta película será una familia, y no una pareja, la que verá cómo su vida cambia de un momento a otro por un capricho del destino y de un grupo de personas aparentemente desquiciadas. Recién llegados a un lejano pueblo, más precisamente a un pequeño refugio para habitantes de trailers, y tras no dar con el paradero de una tía que les dará asilo por unos días, la familia compuesta por un matrimonio y dos hijos adolescentes, comienza a ser acechada por un trío de enmascarados que no les darán tregua alguna. Johannes Roberts (A 47 metros) construye, a partir de escenas trilladas, ya vistas mil veces en otras producciones, la chance de reinventar un subgénero que justamente en la reiteración de lugares comunes encuentra su sentido. A la previsible trama, el director comienza a desviar la atención hacia otros lugares. Con habilidad, musicaliza escenas con hits de los ochenta (Total eclipse of the heart) convirtiendo así a Los extraños: Cacería nocturna en un slasher vigoroso que potencia sus estereotipos a partir de una sólida narración. El fuera de campo será el otro motor de la historia, aquello que Roberts decide no mostrar, es casi o más aterrador que cada uno de los acercamientos con los disfrazados asesinos, allí encuentra la materia prima para su historia. Aun, a pesar de esta obviedad, no importa que se sepa de antemano cada uno de los sobresaltos a los que el espectador estará expuesto, ni que mucho menos los protagonistas corran en cámara lenta cuando es inevitable que el cuchillo del asesino esté cada vez más cerca de ellos, al contrario, el placer del género va resolviendo con una plasticidad única la disolución de cualquier intento de abandonar la hipnótica y obvia trama en alguna parte del relato. Roberts va de menos a más, intercambiando el centro de la acción entre los protagonistas, generando una especie de película coral que amplía su estructura al multiplicar y alternar el foco principal de la atención y sus consecuencias inmediatas. Así como en su película anterior, en la que trabajaba con elementos comunes en el cine, y reutilizando el mito de la bestia, que en esa ocasión amenazaba a una mujer desesperada por su vida, en esta oportunidad esa desesperación genera el conflicto principal para empatizar con los protagonistas y sus inexplicables encontronazos con la muerte.
Identidad y búsqueda sexual Dentro del género coming of age, Yo soy Simón (Love, Simon, 2018), de Greg Berlanti, transita su narración entre lugares comunes con la convicción de establecerse como una película generacional de referencia sobre la identidad y búsqueda sexual para los millenials y subsiguientes. La adaptación cinematográfica del best seller de Becky Albertalli se centra en Simón (Nick Robinson), un joven diez en todo lo que se propone, buen amigo, mejor hijo, fiel hermano, excelente alumno, pero que tras todas esas cualidades y características se esconde un secreto que lo angustia y lo lleva siempre a replantearse su existencia: revelar o no su orientación sexual. El dinámico relato buscará, entre la posibilidad de contar y el conocimiento del espectador sobre su identidad, la tensión necesaria para avanzar con el conflicto y generar el cliffhanger necesario para mantener el interés hasta el último momento de la propuesta. La duración, excesiva, juega en contra a la transmisión sólida y potente del mensaje: la posibilidad de aceptación propia y luego de los demás, de la intimidad y la sexualidad. Greg Berlanti plasma en una primera parte de Yo soy Simón las características del protagonista, su entorno familiar y el estrecho vínculo con sus amigos, como una manera de ir sembrando los cimientos sobre los cuales la pena de Simón por no revelar aún su verdadera orientación sexual configuren el principal obstáculo para el joven. En el segundo segmento, el guion profundizará, con el contexto ya planteado, cómo un posteo en un blog escolar dispara un intercambio de mails. Todo se complicará cuando alguien encuentre, por casualidad, el ida y vuelta de mails, y decida chantajear a Simón para conseguir su propio beneficio. Con un elenco de actores provenientes, en su mayoría, de series y películas pensadas para público adolescente, el principal logro de Yo soy Simón es el de trabajar con la identidad sexual en el marco de un gran estudio como Fox. Los logrados trabajos de intérpretes secundarios (Tony Hale, Natasha Rothwell), y el humor que sobrevuela la historia de búsqueda de Simón, son los puntos más interesantes de un film que refuerza su origen buceando en clásicos de los años ochenta de John Hughes algunas referencias, y las traslada a la actualidad, con una banda sonora efectiva y un mensaje sanador acerca de las personas y sus decisiones pero que se queda a medio camino con su puesta casi televisiva y débiles actuaciones protagónicas.
La voz gitana Yo Sandro (2018) desanda la vida del ídolo musical Roberto Sánchez, desde un repaso sobre algunos acontecimientos narrados en off y en primera persona por el propio cantante, a partir de un registro inédito y exclusivo. Sandro, que este año ha vivido con el lanzamiento de Sandro de América. La Serie (2018), de Israel Adrián Caetano, un libro y varios CD’s, encuentra en este documental la reafirmación de mito a partir de sus propias palabras. Mezclando estilos y materiales, el realizador Miguel Mato (Haroldo Conti: Homo Viator) se nutre de una grabación periodística para ilustrar el devenir de una figura popular que además de posicionarse desde el éxito casi inmediato con su música, hizo del culto a sí mismo y el cuidado de la imagen, un estilo de vida. A los retazos de momentos que Mato decide ficcionalizar, como por ejemplo la anotación en el registro civil con un nombre que no pudo ser, pero que luego signó su carrera como aquel “gitano”, a aquella época en la que repartía damajuanas puerta a puerta tirando de un viejo y destartalado carro, se suman imágenes capturadas por el propio Sandro, de sus viajes, casa, giras, recitales, que lo configuran de una manera especial y diferente. La particularidad de ese registro, acompañando e ilustrando la narración en off, dotan de un verosímil diferente al documental, es el propio artista el que desarrolla el relato y el que cuenta el proceso hacia el estrellato que vivió, Mato lo sigue cual lazarillo, al configurar la estructura clave de la película. El repaso de su carrera cinematográfica, los testimonios inéditos de José Luis Rodriguez y Lucecita Benítez, dos cantantes que fueron marcados a fuego por el ídolo, el plus que agregan las “nenas” con audios en los que destilan pasión y fanatismo, son también materia prima para posicionar la figura por encima del producto. Además, por un procedimiento discursivo, el cine comienza a hablar del soporte cuando las imágenes refieren a las giras, marcadas por detalles de momentos de relax en medio del trabajo y que ejemplifican su necesidad por dejar grabados todos sus pasos. Sandro se sumerge en una pileta, mira a cámara, nada, se tira de nuevo, sonríe, su carisma desborda en grabaciones caseras y Mato las incluye para reafirmar la fuerza de una figura que necesitaba del otro para completarse como estrella. A la sombra de la serie, Yo Sandro pareciera convertirse en un metadiscurso de dicho producto, confirmando algunas escenas de la misma, como por ejemplo la mítica grabación que Sandro realizó en “cueros”, o el momento de inspiración de alguna melodía, o principalmente, la explosión de los shows en vivo que caracterizaban al intérprete. Su principal virtud está en recuperar la figura desde la voz, en manejar sin tapujos la necesidad de subrayar algunos momentos con simplemente armar clips de películas, shows, o el registro de imágenes fotográficas del archivo personal de Sandro. El mito en Yo Sandro revive, se potencia, y en la intervención del propio artista como vector del mismo, se configura un producto ideal para fanáticos, que prefiere enunciar a juzgar su cercanía inevitable con el músico desde su propia voz.
La historia sin fin Verdadera proeza dentro del panorama de la producción actual, La película infinita (2017) se convierte en un documental imprescindible que rastrea obras malditas de la cinematografía nacional para ubicarlas en el lugar que merecen, o, al menos, permitirles que se exhiban donde tienen que ser vistas, el cine. Leandro Listorti, cual arqueólogo, estuvo durante años detrás de mitos y leyendas urbanas que atraviesan la producción fílmica local. Los proyectos perduran en la oralidad y en el rastreo de los mismos, es donde obtienen un sentido diferente más allá de la obsesión de la pesquisa. Listorti los resemantiza, encuentra las latas con el fílmico y selecciona algunos fragmentos de películas configurando un nuevo relato, imposible, duro, áspero, pero que se ubica a en la categoría de evento dentro de la experiencia colectiva y cinematográfica. La edición de Felipe Guerrero (Oscuro animal), además, posibilita un juego en el que el espectador debe reconstruir la ruta y el camino hacia ellas, y detectar índices a partir de la utilización precisa y minuciosa de fragmentos inéditos de los films. Obra abierta, entonces, la multiplicidad de significantes imposibilitan una lectura lineal y unívoca, transformando cada proyección en una nueva posibilidad. Como si fuera un “Elige tu propia aventura”, Listorti apela a un espectador con conocimiento, y si no fuese así quien lo encuentra, le ofrece algunos disparadores para que la infinidad de su película continúe luego de ser exhibida. Si se quiere una interpretación rápida, un procedimiento, de doblaje de algunas escenas por sus protagonistas, una mujer (Rosario Bléfari) que transita barrios y puertos de Buenos Aires, arma un escenario posible dentro las miles de posibilidades que se pueden llegar a presentar y pensar. El hilo conductor de ese relato será la desaparición de alguien. Desaparición que funda el sentido de La película infinita, aun sabiendo que en ella nada está colocado arbitrariamente o al azar, pero que en la pérdida de presupuesto, de elenco, de financiación, terminaron momentáneamente con las películas. La continuidad de este nuevo relato puede provenir desde una caminata frente a cámara, un travelling, un sonido que nexa contextos, no materiales, o un destello de color en el lugar equivocado, pero que unifica la trama. Hay una obsesión por aquello que moldea la infinitud de la propuesta. No son simples los proyectos con los que se nutre de materia prima el director. Y si Lucrecia Martel sobrevuela la película, por ejemplo, no es porque ella participe directamente de algún fragmento escogido, sino porque dos proyectos malditos, la interpelan y refieren desde la pantalla. El Eternauta (1968) de Hugo Gill y Zama (1984) de Nicolás Sarquís, fueron dos obras que la autora trabajó, en el primer caso la estuvo por adaptar y en el segundo finalmente, con todos sus obstáculos, pudo concretar. Ambos estuvieron perdidos, pero Listorti llegó a ellos, y los presenta, como un tesoro, un botín que también refiere a lo efímero de una industria que abraza y expulsa con la misma facilidad a aquellos que la integran sin permitirles terminar sus obras.
Biografía del creador de la Iglesia Universal, un negocio multimillonario que ha traspasado fronteras, “Nada que perder” (2017) se inscribe en una línea de biopics autorizados y producidos por aquellos que representan. El principal inconveniente de este tipo de productos es que fallan por su intento de construir bronce cuando podrían aprovechar al máximo la oportunidad para mostrar claroscuros y debilidades de los protagonistas. Edir Macedo es el impulsor de un culto que supo aprovechar al máximo la sinergia de medios para potenciar el negocio que detrás de la fe puede observarse. Libros, revistas, cadenas de televisión, programas inspirados en personajes bíblicos, todo forma parte de una gigantesca maquinaria que no para nunca. La película desanda los pasos de Edir, desde su infancia, en la que sufrió bullying por culpa de su malformación en las manos, pasando a la adolescencia en donde tímidamente se desenvolvía con sus vínculos pero aún no tenía claro qué es lo que quería para su vida, a la madurez, en la que la decisión de comenzar su propio culto lo llevó a cambiar drásticamente su vida. La narración apela al flashback, a una lograda reconstrucción de época, a una calidad técnica inmejorable, y a la interpretación de Petronio Gontijo, verdadero impulsor de la historia, quien se pone al hombro el relato mostrando un registro nunca antes visto en él. Gontijo es una estrella televisiva, ha protagonizado decena de telenovelas para la Rede Record, propiedad de Macedo, y una de las últimas es “Moisés y los diez mandamientos”, el fenómeno que superó expectativas y que arrasa (y sigue arrasando) en cada uno de los países en donde se transmite. Con pequeños detalles, el Edir de Gontijo va sembrando los índices necesarios para que el relato se sostenga, un relato plagado de lugares comunes y la obsesión por dejar SIEMPRE bien parado al objeto de la biografía. Sólo en un momento, cuando le reclama a su mujer puntualidad y nada de pereza, el filme se permite la licencia de solapar toda crítica hacia el personaje, los malos siempre son los otros, aquellos que atacan y hacen peligrar al protagonista. En metraje de “Nada que perder” no hay nada que haga mover la brújula y que posibilite absorber información diferente a la que se conoce y se manifiesta escena tras escena, todo en Macedo es perfecto, más allá de los avatares que lo configuraron como un nuevo mártir y deidad de su propia Iglesia. Si la decisión era hacer una película para dejar bien parado en todo momento al protagonista del relato, la misión está lograda. Pero si la idea era poder mostrar una semblanza y, a toda costa, imponer una mirada sobre Macedo sin pretender cuestionamientos sobre aquello que se muestra, allí es donde radica el principal inconveniente de “Nada que perder”.
“Avengers: Infinity War” cuenta la leyenda que los estudios Marvel durante 10 años esperaron este momento, esta película para cerrar no sólo gran parte de las historias que plantearon con las sagas y películas en solitario de sus héroes, sino para comenzar un nuevo camino en la exitosísima franquicia. El resultado es una enorme producción, con un gigantesco villano (Thanos) que arrasa con todo a su paso. Los héroes, hacen lo que el guion les propone sabiendo que en esta oportunidad la mirada está en otro lado. Dos horas cuarenta de pirotecnia que hará delirar a los fanáticos pero que traiciona su posibilidad de generar algo nuevo bajo las leyes de género.
“Las estrellas de cine nunca mueren” es una de esas películas que seguramente olvidaremos rápidamente, principalmente su título, por ejemplo, pero que permanecerá, de alguna manera, latente por el trabajo de alguno de sus protagonistas. En el encuentro de una mujer madura y un joven, con el baile como marco, hay una posibilidad, además, de homenajear al cine. Annete Bening deslumbra como esa actriz que supo disfrutar de su lograda ubicación en la Industria, y que, desde el olvido, ahora intenta, al menos, ser feliz.
“Soldado” refleja de manera contundente el estado de una institución que no ha sabido adaptarse a los cambios, el paso del tiempo y, principalmente, a la mirada que la sociedad tiene sobre ella. En la historia del aspirante a soldado Juan y sus intentos por encajar hay una profunda reflexión sobre el vacío y la falta de sinceridad en aquellos que siguen mirando hacia otro lado a pesar de la verdad que tienen frente a ellos.