Bienvenido Ignacio Ceroi al cine. La ópera prima de este novel realizador, si bien es irregular, encuentra un estilo cercano a otros directores independientes que se permiten jugar con el soporte y con la estructura. Comenzando con un hallazgo y una pérdida en el pasado, para luego avanzar en una búsqueda en el futuro, Ceroi intenta desandar vínculos y situaciones para configurar un relato sobre la identidad de una joven y su desesperado intento por recuperar a su padre. La irregularidad y la estructura espasmódica le juegan en contra.
Sin trampas Con espíritu nostálgico y presentándose como entretenimiento puro, Noche de juegos (Game Night, 2018), de John Francis Daley y Jonathan Goldstein (Vacaciones, Quiero matar a mi jefe), plantea dosis de humor y acción por partes iguales, con cierta incorrección política, algo cada vez menos frecuente en películas de grandes estudios. Cuando Max (Jason Bateman) y Annie (Rachel McAdams) deciden organizar una noche de alcohol y juegos de mesa entre amigos, para superar la imposibilidad de ser padres, nada los haría suponer que se embarcarían en una aventura con giros inesperados hasta para el más hábil de los participantes. Ubicada en la línea de comedias de los años ochenta con premisas inspiradas en juegos de rol/mesa que a tramas narrativas (Gotcha!, Clue: los siete sospechosos), este film con Bateman y McAdams suma a Jess Plemons, como un vecino obsesivo, Billy Magnussen, el “tonto” de turno, y Lamorne Morris, como un hombre que intentará saber con quién de la farándula se ha acostado su mujer. Noche de juegos se acerca a la sitcom y la comedia física, representada a través de situaciones ad hoc con momentos que funcionan por sí solos más allá del relato. En esas escenas, en las que la corrosión y el entusiasmo por generar la risa desde situaciones absurdas, imposibles, pantagruélicas, es en donde la película logra su cometido, como así también en la incorporación de paneos símil tablero de juego de los escenarios en los que la acción se desarrollará, potenciando y explorando aún más su espíritu de entretenimiento y su premisa inicial. Pero en algunos puntos de la trama, más oscuros, menos luminosos, es en donde Noche de juegos falla, inmolando el espíritu de comedia al querer pretender algo que no es. La inexperiencia e ineptitud de sus protagonistas para lidiar con la mafia y asesinos, logra la empatía con los espectadores a partir de cada una de las desafortunadas situaciones en las que se ven envueltos, algo que ya en Al filo de la muerte (The Game, 1997), película protagonizada por Michael Douglas, se planteaba con solemnidad y un rictus diferente. Aquí el juego letal, del que sólo se puede escapar arriesgando la vida, busca la risa para desarticular situaciones incómodas, potenciándose desde el gag y construyendo una estructura narrativa cercana a un episodio de Los tres chiflados. Así y todo, dentro de esa configuración, la preeminencia de la broma como motor disparador no traiciona su espíritu y origen, pese a que, en algunos momentos, el chiste debilita la potencia inicial de la propuesta.
Pasión por la redonda De los Estudios Aardman, el clásico exponente de la animación británica, nos llega El cavernícola (Early Man, 2018) una comedia fallida y en la que el fútbol se presenta como una posibilidad de detención del progreso. Cualquier parecido con Metegol (2013) de Juan José Campanella es pura coincidencia. El fútbol. Pasión de multitudes. Hordas de seres humanos se atestan en los estadios a ver a hombres corriendo detrás de una pelota. ¿Cuándo es que este deporte comenzó a ser el preferido de las audiencias? Según Nick Park (Pollitos en fuga) hace miles de años. Dug es el más pequeño de su tribu de cavernícolas. Para trascender apela siempre a su inteligencia. Cuando llega a la aldea una comitiva de un malvado, avaro y siniestro Lord, Dug verá cómo este villano querrá apoderarse del lugar. Disputar un match de fútbol para recuperar sus tierras, abre la aventura de la película: la formación de un equipo con la chance de ganar o ganar. El cavernícola descansa su encanto en la tradicional animación a base de plastilina, apoyándose, además, en arquetipos del estudio (rasgos, movimientos, escenarios) y en la contraposición de las aldeas para narrar una vez más el clásico “civilización o barbarie” ahora en clave de cuento épico. La mención anterior a la película del realizador argentino tiene incidencia cuando en aquella aventura un partido de fútbol sería la chance de recuperar un pueblo en el que la pasión por el fútbol era moneda frecuente, algo que aquí se reitera sumando la “invención” del deporte y el enfrentamiento en una arena romana. Mientras en la primera parte se plantean algunos puntos esenciales para avanzar luego en el match final, y la demostración, claro está, con moraleja incluida -en un equipo nadie es mejor que todos en conjunto-, en la segunda, a fuerza de gags y algunos punchlines (el cerdo que a toda costa quiere jugar al fútbol) se desarrolla el partido y se profundiza sobre personajes y sus relaciones. El evidente choque de culturas, la idea imperante en todo momento que el progreso siempre es mejor que cualquier estadío anterior, van dejando una notoria ideología capitalista en cada escena, ideología que peligrosamente, en un producto infantil, va sembrando un imaginario pro avances, sin siquiera medir consecuencias. La amistad, la familia, el trabajo en equipo, la honestidad, y, principalmente, la lealtad, son algunos de los valores con los que El cavernícola trabaja, y que pese al refuerzo de estos, su poco novedosa historia, terminan por generar una estructura narrativa simple, clásica, con sólo dos giros, pensada para los más pequeños y aquellos que los acompañarán sin más que encontrar un producto con muchas similitudes a otros relatos.
Mientras en Netflix explota el fenómeno de “La casa de papel”, serie española que condensa lo mejor y lo peor de un género que supo hacer mella en los años setenta y ochenta, pero que así y todo cumple con las leyes que determinan a este tipo de relatos, se estrena “Den of thieves: El robo perfecto” (2018), película protagonizada por Gerard Butler, que no logra consolidar su propuesta a lo largo de 140, extensos, minutos, y que redunda en malos ejemplos sobre lo que no hay que hacer cuando se quiere narrar un robo de banco y su preparación. El puntapié inicial era interesante, un grupo de malvivientes, intentaría planificar el robo de un banco, para en realidad alzarse con un premio mayor, miles y miles de dólares que irían a destrucción en la Reserva Federal. En esa posibilidad de asirse de un dinero que luego sería imposible de localizar, había una presunción interesante sobre la construcción de los personajes que llevarían a cabo el robo. Todo se desvanece rápidamente, porque si bien se le quiere dar un aire “cool” en cuanto a la utilización de una banda sonora y trazos gráficos para subrayar características de los personajes y personalidades, nada nuevo se esconde en la trama. Christian Gudegast (“Londres Bajo Fuego”), su director, prefiere detenerse más en los pectorales de los ladrones, y sumar las historias personales de cada uno de estos, que en desarrollar una historia que mantenga en vilo hasta el último momento al espectador. Todo en “Den of thieves…” suena a trillado y ya visto, incluyendo a su protagonista, que además de caer en lo peor de los estereotipos, no puede superar su espíritu de rebeldía tardía. Butler interpreta al policía “bueno” que realizará la investigación y el paso a paso desandando los planes del grupo de ladrones. Gudegast se toma su tiempo para presentarlo con contradicciones, con su afición por las mujeres y el alcohol, y también como aquel hombre de familia que pierde su chance de ser correcto y de llevar adelante su matrimonio por cada uno de los desaires que a su mujer e hijas realizó. Pese a que este policía “bueno” intenta reformarse, el grupo de investigadores que lo secundan tampoco son trigo limpio, ubicando, entonces, en un mismo bando a ladrones y a policías, configurando también un estado de época, una creencia que hace tiempo en la sociedad se viene estableciendo: nadie puede salvarnos y muchas veces los mismos defensores son los que cometen los crímenes. Allí es en donde “Den of thieves: El robo perfecto” traiciona al género, en su imposibilidad de delinear de manera correcta a los dos bandos que entrarán en conflicto, contradiciendo las leyes de películas de robo y presentándose como “transgresora” cuando en realidad apenas lo es. Es regla en el cine nunca romper con el placer de género de los espectadores, y mucho menos en confundir dentro de un relato aquellas fuerzas que lucharan por romper el status quo y en reestablecer el equilibrio original. En una escena el personaje de Butler discute con otro investigador de alto rango, luchan para saber quién tiene la razón sobre un paso en falso dado durante el atraco, algo que ninguno sabe, y menos el director, que a esta altura suma y suma figuras, pero no puede terminar por consolidar un relato noble y actualizado sobre el eterno juego del “poliladron”, algo que cualquier niño podría haber hecho mejor definiendo de manera simple el bien y el mal y su enfrentamiento.
Pocas veces el cine se da el lujo de autorreferenciarse y salir ileso en el metadiscurso que termina por construir. En los últimos años, y año tras año, la industria ha buscado homenajearse con fórmulas repetitivas que se apoyaban en la recurrencia de estereotipos y en la construcción de narraciones clásicas con poca inventiva y vuelo. Tomemos “El Artista” (2011), por citar sólo una película que reflexionaba sobre una era dorada del cine y la imposibilidad de un hombre de poder subirse al progreso que le exigía cambios que no quería asumir. Hollywood celebró con premios y elogios esta clásica historia, algo que también viene haciendo con “La Forma del Agua”; una propuesta en las antípodas del relato de Michel Hazanavicius (“Los infieles”), en la que Guillermo Del Toro despliega, una vez más, su amor por el cine y por narrar cinematográficamente, pero sin caer en lugares comunes o en elogios y obsecuencias. En “La Forma del Agua” asistiremos a un gran espectáculo. El cine de por sí ya es un gran entretenimiento y que pese al avance tecnológico y a la posibilidad de ver en otros soportes las narraciones, en la oscuridad de las salas es en donde siempre mejor se lo puede disfrutar. Aquí, además, al combinar melodrama clásico con ciencia ficción, romance con suspenso, thriller conspirativo con novela rosa, sin olvidar y dejar de lado la comedia, el musical y los momentos entrañables y nostálgicos, el director va envolviendo al espectador con trucos clásicos que devuelven la fe en el cine. El guion, hábilmente, alterna varios puntos de vista, destacándose los de Elisa (Sally Hawkins) una empleada de limpieza de un laboratorio simil NASA que realiza investigaciones secretas, y el de Giles (Richard Jenkins), vecino y confidente de Elisa, quienes además de poseer una relación particular de amistad, verán cómo entre ambos cambiarán su vida de un momento a otro. Del trabajo a la casa, de la casa al trabajo, Elisa pasa sus días soñando con música y con una historia de amor que la atraviese y la eleve a otro plano. Uno no tan terrenal, pese a estar siempre soñando con grandes relatos, el día a día la achata y entristece. Cuando descubre en el laboratorio a una siniestra y extraña criatura, objeto de la maldad del coronel (Michael Shannon) que custodia al monstruo, se enamorará perdidamente y hará lo imposible por sacarlo de esa cárcel de agua y dolor en la que vive. Pero la frágil Elisa no lo podrá hacer sola, por lo que acudirá a la ayuda de su compañera Zelda (Octavia Spencer), una mujer de color que quiere salir de su casa, empoderarse y gritarle a cualquiera que nadie la pude pisotear más. Entre ambas sacarán del lugar a la criatura, emprendiendo un viaje en el que no sólo Elisa, sino también Giles y la propia Zelda, verán transformaciones que los marcarán para siempre en sus vidas. Del Toro cuenta esta historia de una manera que trasciende la anécdota cinematográfica, ofreciendo un relato de amor al cine, de amor a los personajes y de un nivel de pasión y compromiso pocas veces visto en la pantalla. Mientras por un lado el mito de King Kong y su amada vuelve al cine, la recreación de época, la construcción de un universo plagado de referencias a clásicos cinematográficos, y las increíbles actuaciones del cuarteto protagónico (Hawkins, Jenkins, Spencer, Shannon), a los que se suma Michael Stuhhlbarg como un atribulado doble agente, nos llevan a desandar una historia entrañable, la que, una vez iniciada, no queremos que termine jamás.
Cuando una película se presenta como “novedosa”, apelando a recursos utilizados con anterioridad y vistos en millones de propuestas, esa supuesta novedad termina jugándole en contra. Ya hace años en “Soy tu aventura” Nestor Montalbano había contado la historia de dos ineptos que pretendían hacerse ricos secuestrando a una figura de la música, aquí esto es la anécdota que dispara una comedia (?) dirigida a dos manos por Fernando Díaz y Mad Crampi que acerca a una propuesta televisiva que atrasa.
En una campiña italiana el joven Elio pasa sus veranos sin más que lecturas y el descubrirse sexualmente. Encerrado en su cuarto sueña con aquella persona que podría convertirlo en todo lo que siempre quiso ser. Cuando Olivier llega, un asistente que hará una pasantía con su padre, nada lo haría suponer que encontraría aquello que necesitaba para definirse y a su vez, para vivir su primer gran amor. Un coming age que se convierte en clásico instantáneo. Dos actuaciones justas y a la vez soberbias (Timothée Chalamet y Armie Hammer), y un director que apela a una sensibilidad diferente desde la narración y puesta (Luca Guadagnino) para un clásico instantáneo.
Un grito de liberación. Un pedido de comprensión y apoyo en medio del dolor. Sebastián Lelio (“Gloria”) nos introduce en el mundo de Marina (Daniela Vega) por sorpresa, casi tan abruptamente como la pérdida que ella sufre. Mientras procesa todo lo que le está sucediendo, los obstáculos, la falta de respeto, la mirada hacia otro lugar no hacen otra cosa que fortalecerla y empoderarla. Lelio vuelve a hablar de mujeres, en este caso de una que debe afrontar el desprecio de la sociedad. Su lucha ubica al film en una propuesta de género sin caer en lugares comunes, y con un acercamiento narrativo (sonoro, de puesta, etc.) al Almodovar más reflexivo. Daniela Vega enorme para una historia con destellos oníricos que potencian aún más su historia.
El último cine uruguayo ha sabido construir en los últimos años una mirada distinta sobre el terror y lo sobrenatural. En la historia de Fernando (Gastón Pauls) y su descenso a los infiernos desde la incorporación a un trabajo de sereno nocturno, hay mucho para contar sobre los mecanismos psicológicos de defensa de las personas. Película hermética, Oscar Estévez y Juacko Mauad se obsesionan con laberintos mentales y plasman pesadillas escena tras escena.
Película que sirve para comprender cómo desde los medios de comunicación se quiere vender pescado podrido acerca de la problemática de la educación. Una afirmación sin fundamentos de un periodista sensacionalista sirve para construir un relato, simple, efectivo, y con errores, pero que desnuda la pasión de un profesor por sacar adelante a sus alumnos. Película urgente.