Ambiciosa producción de Pablo Solarz, guionista de varias producciones exitosas del cine nacional y que se lanza en su segunda película a narrar una historia universal sobre el amor, la amistad y la pasión. Miguel Ángel Solá regala una de sus más logradas actuaciones como Abraham, ese hombre que en el ocaso de su vida desea cumplir su último sueño a toda costa. Lo secundan Ángela Molina y Martín Piroyanski en una historia entrañable.
La ópera prima de la realizadora Majo Staffolani viene con el padrinazgo de José Celestino Campusano, y en la apariencia de la superficial historia de amor de sus protagonistas, hay temas recurrentes en la obra del director, Staffolani retoma. Las diferencias sociales, los vicios, la soledad, la noche, la marginalidad, sintetizada en una potente mirada sobre las relaciones, que a pesar de la disparidad en las actuaciones, devuelve un producto noble y sin pretensiones, destacando aún más su origen.
El inicio El último lustro, y un poco más también, ha ofrecido en materia de cine de género, la posibilidad de reinventar narrativas apoyándose en viejas estructuras, demostrando el buen momento en la taquilla y consolidando la preferencia del público por este tipo de películas. Así, la carrera iniciada con Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007), y luego con la saga de El conjuro (The Conjuring, 2013) y sus spin offs, como así también con La noche del demonio (Insidious, 2011), permitieron el regreso de la calidad y autoría a la producción industrial de películas de terror, pero también fueron el vehículo para que James Wan, Oren Peli y Jason Blum se consagraran como sinónimo del género. En el caso de La noche del demonio, además, abrió el juego para que la vieja historia del niño poseído en una casa embrujada devolviera una mirada ontológica sobre el miedo y sus orígenes, construyendo un microuniverso cada vez más grande que terminó por expulsar a uno de sus protagonistas, en este caso a Elise (Lin Shaye), no sin antes ofrecerle un protagónico absoluto y una película para ella sola como La noche del demonio: La última llave (Insidious: The Last Key, 2018). Adam Robitel es el encargado de dirigir esta precuela de la saga en la que el personaje de Shaye será revelado como un ser frágil y vulnerable, todo lo contrario a la construcción anterior, expuesto a sus propios temores originados en un pasado, hasta el momento, inédito para los espectadores. Desandando sus propios pasos, Elise llevará a su familia hasta el origen de sus problemas cuando sea convocada por un hombre atormentado por fantasmas en la misma casa que habitaba de pequeña y a la que nunca más ha regresado. Acompañada por el grupo de “cazafantasmas” con el que suele trabajar en sus casos paranormales, el relato abre el juego en dos líneas paralelas que terminan por completar la totalidad de la trama argumental. Por un lado el pasado de la niña/adolescente Elise, en donde la película se detiene para asustar con un estilo bastante “torpe” y convencional y por el otro la actualidad de la mujer madura que desea conocer la verdad detrás de las recurrentes pesadillas, malos sueños que la conectan, a diario, con el más allá. Si bien el guion apela a lugares comunes y a estereotipos de género, la habilidad de Robitel radica en mantener la tensión y el misterio sobre la mujer que supo ayudar a la familia Lambert a resolver sus cuestiones, pero también en cómo esta entrega se conecta con la saga a partir de elementos en común o breves raccontos que se colocan en la superficie del discurso. La noche del demonio: La última llave se detiene en Elise porque sabe de la riqueza e iconicidad del personaje, pero decide ir mucho más allá, permitiendo el avance de los demonios que la acechan sobre su entorno familiar, un grupo hasta el momento ignoto, pero que escena a escena, comienza a tener más partido en la trama, generando un vínculo inevitable para la resolución final. Los amantes de la saga estarán de parabienes con esta nueva entrega de una historia clásica, sin estridencias, tal vez la que permitió a los estudios Blumhouse y a sus hacedores consolidarse como los maestros del terror del nuevo siglo, algo que no contentará a aquellos que busquen algo nuevo en la pantalla, quienes deberán contentarse con algunos sustos y participaciones de grandes actores como Bruce Davison, que potencian, con sus interpretaciones, una trama simple y débil.
Predecible, obvia, intrascendente, la nueva colaboración de Liam Neeson con Jaume Collet-Serra termina por demostrar que la decisión del actor irlandés de dejar el cine de acción está justificada. Aquello que en principio se mostraba como atractivo, la idea de un hombre que debe resolver un misterio en un tren en movimiento, termina por profundizar errores y hasta conflictos ideológicos sobre los pasajeros, con escenas inverosímiles, falta de resolución y hasta bleffs que potencian el descuido hacia el final. Para olvidar.
Martin McDonagh sabe narrar apoyándose en la descripción de personajes y situaciones como nadie. Sus dos films anteriores (“Siete Psicópatas”, “En Brujas”) lo han consolidado como un autor a ser tenido en cuenta. Y en esta oportunidad nos hace viajar a la América profunda, esa en donde la rutina escapa al convencimiento y las oportunidades y la colocación de tres avisos por parte de la madre de una joven violada y asesinada despertará las miserias de todo un pueblo. Tensa, reflexiva, dolorosa, con la dosis justa de humor y drama, y con una Frances McDormand GIGANTE secundada de los no menos enormes Sam Rockwell y Woody Harrelson.
Fallida adaptación de la novela homónima de Claudia Piñeiro que relata las vicisitudes de los miembros de un estudio arquitectónico ante los planteos casi irrisorios del propietario de un departamento por un arreglo. Aquello que se debería sugerir, se lo resalta, la tensión necesaria para ir develando el misterio tras Jara (Oscar Martínez), no está presente, y si bien la música de Nicolás Sorín genera atmósferas acordes, algunas decisiones que desvían el relato hacia un tono costumbrista y familiar, terminan traicionando el origen policial de la propuesta y su resolución.
Hubo un tiempo en el que las películas sobre el HIV preferían desandar las vidas de sus protagonistas enfatizando en su sexualidad (y sus consecuencias), o, sino lo hacían de esa manera, destacando el regodeo sobre el mundo de miseria y dolor que alrededor de la enfermedad se podía presentar, con el hospital como lugar terminal y paso previo a la desaparición del/los protagonista/s. Por suerte estamos a años luz de eso, y mucho cine ya se ha producido sobre la problemática, como para que el realizador Robin Campillo ponga (gracias a Dios!) la mirada en la filial francesa de la agrupación Act Up, organización que busca, aún hoy en día, concientizar a través de manifestaciones la problemática de una enfermedad que requiere atención y cuidado, erradicando la verdadera hipocresía e intereses económicos de las grandes corporaciones farmacéuticas. Campillo se detiene en el momento de mayor actividad del grupo, justo cuando la enfermedad aún era considerada una cuestión sólo de homosexuales y los medios de comunicación, aún teniendo la información real, preferían hablar de “peste rosa” antes de un flagelo que podía afectar a todos por igual. La cámara nerviosa del director asiste a las reuniones de conformación y establecimiento de estrategias, reposa la mirada en cada uno de los intérpretes, prefiriendo poner el foco en uno de ellos, Sean (Nahuel Perez Biscayart) uno de los más revolucionarios y anárquicos, quien hasta su último respiro entregó todo a la entidad y a sus seres queridos. “120 pulsaciones por minuto” revoluciona las películas sobre el HIV, va más allá de los establecido, desentendiéndose de las víctimas y el lugar común, y avanzando en la épica de un grupo de jóvenes que comprendieron el espíritu de época al dinamizar su trabajo de concientización a partir de ejercicios bien logrados de exposición de aquellos que no se hacían cargo por ese entonces. El guion maneja esa realidad con dos mecanismos, por un lado el de reflejar de manera virulenta cada uno de los actos del grupo, y por el otro, con una total honestidad, desnudar humanamente a los personajes ante la vulnerabilidad inevitable de su existencia con la enfermedad. Sean, como ejemplo de guía del relato, ama promiscuamente, pero cuando conoce el amor se brinda y se deja llevar por el momento, disfrutando de la compañía de su pareja, y rogando porque su madre llegue para cuidarlo cuando más lo necesita. Así, entre esos dos planos, el de la vida personal de los protagonistas miembros de Act Up, y, el de las acciones propiamente dichas de la organización, “120 pulsaciones por minuto” comienza a desarrollar una hipótesis sobre el trabajo de una de las organizaciones activistas más importantes del mundo, necesarias, aún hoy en día, para desmitificar, informar y para evitar volver a caer en errores que nada ayudan a la comprensión de una enfermedad. Mención aparte merece el trabajo de Perez Biscayart, una de esas actuaciones eternas en las que los intérpretes logran trascender la pantalla, aún a pesar de algunos convencionalismos de la propuesta y de preferir, hacia el final, que se ubique la cámara delante del dolor de Sean y delante de la organización.
Curiosamente el tráiler de “Pequeña gran vida” de Alexander Payne (“Los descendientes”) estimula a los espectadores a acercarse al cine con una serie de escenas cómicas en las que Matt Damon y Kristen Wiig despliegan ciertos mecanismos que potencian la idea de “reducción” que rodea la propuesta. Curiosamente, digo, porque en realidad “Pequeña gran vida”, si bien posee humor, mucho, desprendido de situaciones ridículas o hasta bordeando el patetismo, es una película más bien nostálgica y reflexiva sobre las decisiones del hombre y el camino que ha emprendido, hace tiempo, como seguidor de una línea de progreso que en realidad ha terminado por perjudicarlo. Con una estructura más bien clásica de relato, en el narrar las peripecias de Paul Safranek (Damon), el protagonista, quien tras años de ver que su vida no tiene nada de especial decide cambiar su vida al ser parte de un procedimiento que lo ayudaría a cambiar de estilo y de vida. Los avances tecnológicos han permitido ser parte de una comunidad de “reducidos” en tamaño y vivir en lujosas (y pequeñas) mansiones y además multiplicar por miles los ahorros de toda una vida, despreocupándose así de cualquier infortunio económico o movimiento en los índices inflacionarios. También el procedimiento se ha “vendido” como una solución para terminar, por un lado, con la superpoblación de los últimos tiempos, y también con la escasez de alimentos que afecta a gran parte de la gente del planeta. Como esto es una película y no una solución real a los problemas humanitarios, “Pequeña gran vida” avanzará desarrollando sus ideas de una manera contundente, con una estructura similar a películas de antaño, en las que una solución mágica propone el encuentro con la verdadera identidad de los protagonistas, o, al menos, permite hacer un viaje iniciático y transformador hacia otro estadio. Volviendo al relato, con el cambio de Paul, obviamente se presentarán algunas situaciones que se escapan al entendimiento y raciocinio de éste, y en ese adaptarse de un momento para otro a su nueva vida, con nuevas reglas y con la imposibilidad de volver atrás con la reducción, el protagonista comprenderá cuál es su verdadero motivo de existencia. Payne construye un relato atrapante, hipnótico, en el que primero se destaca la minuciosa descripción del procedimiento de encogimiento (con escenas de antología), que más allá del virtuosismo o no de los efectos visuales que acompañan, hay una mirada precisa y justa sobre aquello que se desea contar. Por otro lado, en el avance del relato, y en el comenzar a interactuar en su nueva “pequeña” vida, la aparición de persoanjes secundarios antológicos, como el de ese vecino dandy bon vivant, que interpreta Christoph Waltz, o en las breves apariciones, pero contundentes, de Laura Dern y Neil Patrick Harris, suman virtuosismo y potencia a la narración. Aquellos que vayan a buscar una comedia “disparatada” tendrán que ir a otra sala, porque lo que ofrece “Pequeña gran vida” además de reflexión y análisis, es la dosis justa de comprensión sobre el personaje que desarrolla y el camino que debe desandar para encontrarse consigo mismo.
De eso no se habla Coco (COCO, 2017), la última película animada de Disney/Pixar dirigida por Lee Unkrich (Buscando a Nemo), es un viaje a la cultura mexicana sin estereotipos, tomando lo mejor y más representativo de lo popular para volcarlo en un colorido cuento sobre las metas y objetivos de cumplir los sueños pese a las trabas y obstáculos que aparezcan. Miguel comparte tiempo con Coco, su bisabuela, una anciana que practica con una guitarra improvisada las melodías de Ernesto de la Cruz. Por la devoción de su música, Miguel se verá envuelto en un misterioso viaje al día de los muertos, celebración en la que los vivos recuerdan con panes, velas y fotografías a quienes ya no están. Cuando “profane” la tumba del artista para probar suerte en un concurso de talentos, el relato virará hacia la búsqueda de, por un lado el regreso sano y salvo de Miguel hacia la vida, y por el otro, la posibilidad de ser recordado como se merece por sus familiares y perpetuar en otro nivel su existencia. Al igual que El libro de la vida (The Book of life, 2014), producida por Guillermo del Toro, la utilización del día de los muertos como disparador de la narración, hace que Coco juegue entre esos dos planos, el humor y la música, pero sin desatender, algo que tal vez no hacía la anterior apuesta, la nostalgia. Por primera vez Disney/Pixar generan un producto multi target, con la posibilidad de identificación por parte de todos los públicos, al tratar al espectador infantil con seriedad, sin menospreciarlo ni ofrecerle un relato simple y pasatista. Coco al igual que narraciones literarias clásicas de Andersen y los hermanos Grimm, le habla al niño con respeto, como un par, de manera entrañable, sin pedagogismos ni ocultarles que la muerte es la etapa final de un recorrido pero que, sin sobresaltarlo ni asustarlo, gracias al recuerdo, se puede estar aún vivos en aquellos que nombran, que prenden una vela para celebrar o que colocan una fotografía en un portarretrato para rememorar. Y cuando el respeto se traduce en poder contar la historia sin eufemismos, sin lugares comunes, con alegría, humor y nostalgia, el producto final termina por trascender su origen y perdurar en el tiempo para, por ejemplo, poder explicar cuestiones un poco complicadas para los más pequeños, o permitirle a los adultos conectarse nuevamente con sus orígenes. Coco logra manejar el humor y la música en dosis exactas, sin transformar el relato en función de éstos, sino que los utiliza como materia expresiva para continuar avanzando en el viaje de Miguel hacia la liberación y su conexión con lazos familiares que inevitablemente le demuestran que esa pasión no le ha nacido sin fundamentos.
José Glusman propone un viaje a la vinculación de un hombre apartado del mundo (Darío Grandinetti), con secretos, y tres jóvenes recién llegados. En ese viaje se comenzarán a descubrir pequeños gestos de un lado hacia otro que potenciarán un relato intimista sobre la amistad, el amor, el poder, la corrupción, las pérdidas y la lealtad. Darío Grandinetti ofrece una de sus mejores interpretaciones con un rol casi minimalista, un hombre que sólo sabe hacer su tarea, sin palabras, contemplando al mundo y dejándose perder en aquello que el presente le otorga para olvidar su pasado.