Con sabor latino llega esta nueva entrega de la exitosa saga “Actividad Paranormal”, titulada en este caso “Los Marcados”(USA, 2013). Bajo la dirección de Christopher Landon (productor y guionista de “Paranoia” o la serie de TV “Dirty, Sexy Money”) en esta oportunidad la secuela (ya la número 5) se centrará en dos jóvenes amigos (Héctor -Hector Díaz- y Jesse -Andrew Jacobs-) obsesionados por una vecina a la que llaman “loca” y cómo se inmiscuirán en un caso paranormal. Recién egresados del secundario, y sin otro plan más que no hacer nada, los amigos (a los que también se suma una muchacha llamada Marisol) pasan sus días escuchando música, bailando y fumando sustancias ilegales. Pero del departamento de Ana (la vecina) siempre se escuchan ruidos y gritos extraños a toda hora, por lo que los amigos(una especie de Beavis and Butthead humana) decidirán investigar introduciendo cámaras a través de las ventilaciones de la vivienda y el resultado los atraerá Hay otro compañero, llamado César (Carlos Pratts), graduado con honores, el mejor alumno, que inexplicablemente se ve involucrado en el asesinato de la vecina. Y en ese punto comienza otra película, una de irrefrenable deseo de conocer una verdad que no es revelada (la de los marcados) pero también una de “desafío a la muerte”, símil la serie argentina “El Garante”, y que se inicia cuando Jesse descubre que puede arriesgarse a realizar acciones que ponen en juego su vida y nada le sucede. También hay un poco de “La metamorfosis”, porque su cuerpo comenzará a atravesar cambios que lo irán alejando de sus amigos y que expondrán una realidad rodeada de brujas y de niños elegidos al nacer. Landon construye una película que por momentos divierte más que asustar (mucho gag en el medio y sketches al estilo “Jackass”) y que encuentra en el recurso de la cámara en mano y los movimientos vertiginosos o cortes abruptos de la imagen, un intento por seguir construyendo un verosímil de “realidad” que a esta altura de la saga no es creíble. Anteriormente, al menos, se cuidaba que las imágenes mediatizadas por la cámara funcionaran como mínimo como un reflejo que provenía de una cámara de video, pero ya ni eso. Los protagonistas poseen el carisma necesario para sostener la película, una película que cuando toca tópicos universales como: el sexo en la adolescencia, la amistad entre jóvenes, las fiestas, la exclusión y el bullying, como así también la lucha por ser “distinto” y a la vez conseguir reconocimiento entre pares, es mucho más potente que cuando busca asustar. De antología la ouija SIMON y algunos efectos para mostrar los cambios que va atravesando Jesse. No hay mucho más que eso en esta nueva saga que sigue sumando adeptos.
Hay algo de inasible y fugaz en “La vida de Adèle: capítulos 1 y 2” (Francia, 2013) y está relacionado con su protagonista excluyente: Adèle Exarchopoulos, quien colma la pantalla en cada fotograma. Joven, bella, dueña de unos labios que van a competir con los de Angelina Jolie como los más sexies del cine, arrasa en cada una de sus apariciones. Si bien la película de Abdellatif Kechiche (“La culpa es de Voltaire”, “Cuscús”, entre otras) posee a otros actores, la belleza y frescura de Exarchopoulos hacen que las tres horas de duración contemplando a la actriz sean apenas un instante. Su trabajo, natural y espontáneo, hace que la atracción y empatía con ella sea inmediata. Precedida por varios premios en Cannes 2013, e inspirada en la novela gráfica de Julie Maroh “El azul es un color cálido” (Glenat, 2010), “La vida…” habla de Adèle, una joven de secundaria que quiere explorar su sexualidad y que si bien tiene un primer encuentro amoroso con Thomas (Jeremie Laheurte) es cuando decide avanzar sobre una bella mujer con el cabello azul (Léa Seydoux), a quien vio una sola vez y con la que sueña recurrentemente(“Adéle, estás soñando despierta” le grita su madre), con quien quiere estar. En un bar LGBT finalmente la conoce y pese al rechazo inmediato de sus compañeros de curso (en una cruda escena en la que se muestra el bullying con su peor cara) y el hermetismo con su familia sobre su relación con Emma (Seydoux), la joven encuentra en su cuerpo un mecanismo de liberación que la hará independizarse y encontrar un rumbo a su vida. Con Emma generará un vínculo enfermizo de amor y dependencia que hará inevitable la imposibilidad de desapego entre ellas. Emma es artista plástica, algo que atrae a Adéle (quien ama la literatura y vive leyendo y escribiendo), quien se convertirá rápidamente en su musa y logrará con ella un increíble trabajo simbiótico. La noche, los bares, la música, los cigarrillos, las amistades, las mujeres compartirán todo. Y principalmente la cama, una cama con escenas jugadas y explícitas, con planos detalles que no dejan nada librado a la imaginación (más allá que se ha aclarado que se utilizaron en la filmación prótesis sobre los mismos) y que no importan si representan el verosímil del sexo lésbico o la mirada del director sobre el mismo, pero sí si reflejan el sexo de Adéle y Emma, un sexo que está ahí, en la pantalla, tan visible y tangible que por momentos incomoda. Tan real que nos hace entender lo inevitable de esta pasión. El idilio dura poco porque Adéle siente que Emma no se brinda totalmente hacia ella y empieza a buscar nuevamente algo, algo que ella no sabe qué es pero que necesita. Llora, mucho, miles de planos de Exarchopoulos lagrimeando. La queremos consolar. Kechiche está enamorado de su protagonista y por eso la película está narrada con primeros planos de Adèle en todo momento y si hay una manifestación estudiantil, una marcha por el orgullo gay o si estamos en una disco, sólo nos enteramos por lo que se puede llegar a observar por fuera de la cara de Adéle. Omnipresente en todo el filme. Los cuerpos libres de las protagonistas, principalmente en las escenas de cama y las de baile, liberan la tragedia que poco a poco se va construyendo.Porque así como Adèle no pasa desapercibida, Emma tampoco, y la tormenta que se desatara entre ellas será inevitable. Desapego, amor, transformación, libertad, separación, la comida como celebración, celos, algunos de los tópicos sobre los que trabaja Abdellatif Kechiche para construir un relato contundente sobre la pasión de una joven que ama tan desesperada, urgida y apresurada como su juventud se lo exige.
Hay algo curioso en el nuevo filme animado de los estudios Disney titulado “Frozen: Una aventura congelada”(USA, 2013), y es que tomando distancia del mismo (filme infantil y particularmente femenino), se pueden detectar varias cuestiones que tienen que ver mucho más con un filme de género particular que con una simple animación para el verano. “Frozen…” es la puesta al día del melodrama más clásico, el más barroco, rosa y lacrimógeno, aquel que con tópicos como el amor a primera vista, el matrimonio por interés, la clásica historia entre una angelical heroína y un noble y humilde caballero (que por algún motivo no pueden estar juntos), la maldad exacerbada, el odio y la codicia y la pasión contenida, entre otros, han hecho de la delicia de un público que en la reiteración encuentra el placer de género. Además en la historia de estas dos hermanas (Ana y Elsa), que por una “maldición” de una de ellas no pueden compartir su vida en “hermandad” ni encontrar amor, hay una épica trágica detrás de los artificios que la animación pone al día, y que bien podría haber sido escrita por Federico García Lorca y no por Hans Christian Andersen (“La Reina de las Nieves”) como está. Es que “Frozen…” tiene muchos puntos en común con “La Casa de Bernarda Alba”, en esto de hermanas encerradas en una casa y que esperan algo, y eso que esperan, lo velado, es lo que también las hace moverse y es el objeto de deseo. También posee puntos en común con “¿Qué pasó con Baby Jane”(USA, 1962) en lo que respecta al encierro y la mirada del otro. En “Frozen…” hay una hermana que no puede encontrarse con la otra por una decisión de la primera, pero también hay una joven mujer que intenta liberarse de su miedo a amar, a querer y que en la soledad de una alejada montaña se sentirá libre (tal como reza el tema musical principal que en Latinoamérica interpreta Martina “Violetta” Stoessel) y sin miedo a tocar a alguien y congelarlo. Chris Buck y Jennifer Lee, sus directores, logran que además de lo visualmente atractivo del hielo, la nieve, las formas geométricas de los copos congelados, una serie de pegadizas canciones irrumpan sin mediar una previa preparación para cortar con la tensión dramática de la película. Creo que si en breve la adaptación de “Frozen…” a Broadway no llega es porque sería casi imposible superar la belleza de las creaciones logradas por los diseñadores y dibujantes de la Disney. En esta línea, de romper con la tensión dramática, también se encuentra el personaje Olaf, ese muñeco de nieve un tanto atolondrado, cuya principal función será la de liberar y hacer catarsis durante la progresión de la historia. Se habla de la necesidad de un “acto de amor de verdad” para poder así revertir lo negativo de esta dama que congela todo lo que toca y si se enoja demás puede llegar a congelar el mundo entero. Y en el melodrama siempre se está esperando por ese tipo de acto. Se puede criticar cierto exceso de discurso progresista clásico, en aquello de clasificar la normalidad de determinados comportamientos y en generar la exclusión de lo diferente (en este caso Ana), esa persona que no puedo sentir porque si lo hace podría dañar a los seres que ama, pero este tipo de análisis sería hilar muy fino. Visualmente impactante, con un diseño de personajes atractivos, esta puesta al día del clásico de Andersen merece ser vista no sólo por niños, sino por todos los amantes de las clásicas historias de amor.
Con gran atraso llega a las salas la anteúltima cinta de Alex De la Iglesia “La chispa de la vida” (España, 2011), una película que trae una reflexión acerca del consumo de TV en el siglo XXI y como éste afecta a las decisiones sobre cómo nos vemos en la vida real. “La chispa…” erige una reflexión en clave de comedia dramática de un fenómeno que hace unos años se viene potenciando: los reality shows y la TV basura. Porque muchos dicen que no ven este tipo de TV, pero lentamente el formato avanza sobre todos los espacios tradicionales de ficción y no ficción. Acá esta Roberto (José Mota), un publicitario freelancer desocupado que pasa sus días tratando de volver a vender un jingle para mantener a su familia. Su mujer (Salma Hayek) lo apoya en sus diarias búsquedas de trabajo pero sabe que crisis española mediante todo se complica. A Roberto le da mucha vergüenza no encontrar un nuevo empleo. Un día, deprimido, muy, y con todas las intenciones de sorprender a su mujer, que lo sostiene todo el tiempo, visita un viejo hotel en el que tuvo su luna de miel con ella hace veinte años. Al llegar se encuentra con que ese hotel no existe más y en el lugar hay unas ruinas de un coliseo. Se escabulle en ellas por una puerta y accidentalmente cae en picada de espaldas sobre un enrejado de perforación arqueológico. La prensa, que estaba asistiendo a una muestra en el lugar lo ve (quien no puede moverse porque está clavado-literal- en el enrejado) y lo convierten de la nada en la noticia del día. Roberto ve su oportunidad de conseguir sus quince minutos de fama y de algo de dinero para su familia. En la TV hay un programa de chimentos y “cotilleo”(como le dicen en España) llamado “Rumore, Rumore” (el programa de chismes más famoso), y quiere salvarse vendiendo su entrevista exclusiva. Este es sólo el punto de partida para que Alex De la Iglesia reflexione de manera inteligente sobre la actualidad de la sociedad y cómo la TV BASURA la atraviesa y la influye. La dirección, precisa, y sin estruendos, a los que nos tiene acostumbrados, logra el timing yla precisión para que “La chispa…” funcione. Destaca la sobresaliente actuación de Salma Hayek, como esa mujer que a toda costa acompaña hasta el último momento a su marido-noticia del día. Algunas preguntas que se desprenden del visionado de “La chispa…” ¿Hasta qué punto se puede exponer la vida privada de un ser humano? ¿Los quince minutos de fama deben ser explotados al máximo? ¿Quién debe determinar lo deseable/no deseable en la pantalla? ¿El público? ¿Los programadores? ¿Los empresarios? No es de lo mejor de la filmografía de De la Iglesia, pero sirve para reflexionar sobre qué queremos hacer como sociedad y cómo nos reflejamos en los medios. Interesante.
Hasta hace poco tiempo tuve un jefe de esos que por algún motivo de su proceso de maduración evitan asumir la edad que tienen. Vestido como un adolescente siempre intentaba mostrarse “cool” a pesar que sus años y real apariencia decían otra cosa. Esto es porque como dice el viejo refrán “el hábito no hace al monje”, o algo por el estilo. En “Last Vegas” (excelente juego de palabras) ó “Último viaje a Las Vegas”(USA, 2013), tal como se la conocerá por acá, Jon Turteltaub habla de este tipo de anciano, conocido como “pendeviejo” y lo cristaliza en Billy, personaje interpretado por Michael Douglas, un millonario que decide casarse con una joven que tiene 31 años, a pesar que la doble en edad. Y si hace años se mostraba a la “tercera edad” en la pantalla grande como seres estáticos, en las últimas y sin ningún proyecto o deseo por cumplir, a menos, claro está, que viniera algún extraterrestre (“Cocoon”, “Milagro en la Calle 8”) o que el racconto de alguna historia los tenga como protagonista (“Tomates Verdes Fritos”), en esta mezcla de “¿Qué pasó ayer?” y filmes corales que intentan dar un mensaje sobre la importancia de la amistad, esas viejas fórmulas son descartadas. Al notificar Billy a sus amigos de toda la vida Archie (Morgan Freeman) y Sam (Kevin Kline) de la noticia, deciden hacerse una escapada a Las Vegas para realizarle la despedida de soltero. Al grupo se unirá con mucha reticencia Paddy (Robert De Niro), quien enfrentado con Billy, tratará de arruinar el esperado y descontrolado adiós a la soltería de su compañero. Cada uno de los personajes es dotado de determinadas características que los hacen bien diferenciables entre sí y que además conformarán la dinámica de acción a lo largo de la duración del filme. Así Billy (Douglas) será el “canchero”, el que todo puede conseguir a base de su dinero, Archie (Freeman), el racional, el cerebro del equipo, Sam (Kline), el “humorista” o bufón (que tendrá la función de desestructurar los momentos dramáticos) y Paddy (De Niro), el ermitaño y gruñón. Y si en algún momento del pasado, como se revelarán en un momento del filme, Billy y Paddy estuvieron enfrentados por un amor, en este viaje a Las Vegas ambos serán deslumbrados por una cantante (Mary Steenburgen) de un bar de mala muerte que hará tambalear algunas decisiones tomadas. “No rendirse”, “Avanzar a pesar del cuerpo”, son algunas de las máximas que se van pronunciando para construir el eje narrativo de la película, que deambula entre la comedia más descontrolada (fiestas, juegos) y situaciones divertidas apoyadas en la edad de los protagonistas (viagra, hemorroides, etc.). Hay dos mundos que se construyen, por un lado el mundo de los ancianos, con remedios, estudios médicos, batas y mucha tranquilidad, y por otro lado el mundo de la juventud (al que constantemente “educan”), de las personas que están “vivas” y que trabajan y desean todo el tiempo. Billy (Douglas), está ubicado en el medio de los dos. Con impecables actuaciones (aunque De Niro destaca por encima del resto) protagónicas, y la participación de un elenco secundario de lujo (Rogert Bart, Jerry Ferrara, Romany Malco, Joanna Gleason) y una correcta dirección de Turteltaub (“Mientras Dormías”, “Fenómeno”, “En busca del tesoro perdido”) esta divertida y entrañable historia de amor, de amistad, de superación y de crítica al progreso (los ancianos no entienden la tecnología) es una buena opción para disfrutar en el cine.
(Anexo de crítica) “Somos lo que comemos” dice el cartel de “Ritual Sangriento”(Estados Unidos, 2013) de John Mickle, remake del filme mexicano “Somos lo que hay”(2010), pero ¿qué pasa cuando no queremos ser lo que comemos? O cuando necesitamos cambiar el rumbo de algo que transforma nuestras vidas en un callejón sin salida. Este es el punto de partida de una película pequeña, siniestra y poderosa, que cuenta la vida de los Parker, una familia con un extraño ritual alimenticio que se cumple todos los años para el “día de los corderos”. En ese rito, que comienza con una preparación de varias semanas antes, en las que no pueden ingerir frutas y cereales, por ejemplo, van ajustándose para la cena triunfal en la que comparten un plato de comida cuyo principal ingrediente es carne humana. Sin contar muchos detalles, para que puedan ir y sorprenderse con cada uno de los giros que Mickle tiene preparados para los 105 minutos del filme, en esta sangrienta familia Ingalls, hay un padre (Bill Sage) que tras la muerte de la madre (Kassie Wesley DePaiva) quiere que el ritual anteriormente mencionado se siga cumpliendo. Sus hijas mayores Rose e Iris (Julia Garner y Ambyr Childers, respectivamente) tienen algunas dudas sobre mantener viva la tradición ancestral, que, como se va contando a lo largo del metraje, mucho tiene que ver con una hambruna acontecida circa 1700. Hay otro Parker, Rory (Jack Gore, visto recientemente en The Michael J Fox Show), quien con su corta edad aún no comprende la situación que se vive en su casa puertas adentro. Una fuerte inundación comenzará a dar indicios sobre lo que pasa en la morada Parker y así, uno a uno (comisarios, vecinos) deberán ser eliminados para continuar con el “Ritual Sangriento”. Un inicio con planos detalles de la naturaleza y principalmente del agua (elemento que puede “limpiar” todo) y la creación de un clima opresivo, ominoso e intrigante, hacen que “Ritual…” tenga una intensidad para verla agarrado a la butaca. Las jóvenes protagonistas quieren ser como los demás, pero no conocen otra manera de relacionarse con el mundo, de hecho, la vecina que tanto los ayuda, interpretada por una irreconocible Kelly McGillis (“Top Gun”, “Acusados”), empieza a sospechar algo cuando atendiendo al pequeño Rory, éste le da un mordisco en un dedo. Iris y Rose quieren ser chicas comunes, poder enamorarse, ir a la escuela, pero sus padres con sus extrañas costumbres hacen que ellas no puedan tener una vida tranquila. La brutalidad y rusticidad del patriarca, que intenta evitar el contacto con, por ejemplo, la medicina, “va a sudar la enfermedad y va a estar bien”, contrasta con la exigencia del cumplimiento con un ritual que es puesto en duda por las hijas a medida que la fecha del ritual se acerca. Igualmente no es el único rústico de la película, hay un trabajo que realiza el director sobre la simpleza de los personajes y el pueblo en el que viven destacándose el Doctor Barrow (Michael Perks), otro de los que empieza a sospechar que hay algo raro en la casa Parker, y que en el momento de empezar a investigar la muerte de Emma Parker, en vez de “googlear” una enfermedad, la sigue buscando en sus viejos libros de medicina. Película con muchos silencios, con imágenes oscuras y que tan solo en los espacios abiertos y públicos toman luminosidad (y en muy pocas ocasiones), la compasión que se genera por el trío de hermanos a medida que avanza el metraje es enorme hasta el punto que da ganas de invitarlos a un McDonald’s a comer una hamburguesa. Lograda tensión y suspenso.
El primer capítulo de la trilogía PARAISO de Ulrich Seidel, titulado “Paraíso: Amor” (Austria/Alemania/Francia, 2012), es una desesperada y abrumadora historia sobre la soledad y los vertiginosos mecanismos que una mujer (Teresa, interpretada por Margarete Tiesel) intenta implementar para poder suplir su falta de amor. En “Paraíso…” está Teresa, quien vive una rutina agobiante en Austria (una hija adolescente que no le presta atención, un trabajo con una inmensa carga psicológica) y sufre su soledad. Quiere amar pero no puede relacionarse con nadie. Además posee un perfil déspota que tampoco la ayuda a conseguir compañía. Para cambiar su suerte decide viajar. Con el inmejorable marco de un resort en el medio de la costa africana (más precisamente en Kenia) acompaña a un grupo de personajes que librados al lujo y desparpajo del all inclusive se liberarán por unos días. Allí esta mujer deambulará por las playas y piletas tratando de conseguir a alguien que la complete, derribando prejuicios y mitos. En ese mundo ideal del apart, con actividades cronometradas y digitadas, se construye una realidad diferente a la que viven los habitantes del lejano país africano, seres que excluidos del mundo capitalista encuentran en las mujeres que visitan el lugar un negocio redondo. De un lado del cordón los capitalistas que al sol intentan despegarse de sus problemas. Del otro lado los habitantes que intentan comerciar de manera ilegal algunos objetos que creen que interesantes para los turistas. Pero también estos saben que a cambio de algunas horas de sexo “exótico” conseguirán el dinero que necesitan para sobrevivir en su dura realidad, una realidad de miseria y carencias. Carencia que Teresa también tiene y pretende satisfacer, y lamentablemente y en un primer momento no se da cuenta que es utilizada por los lugareños. El personaje atraviesa un proceso de transformación a lo largo de los 120 minutos que dura el filme y si en un primer momento está expectante y reticente a la vez sobre lo nuevo, luego se mostrará desenfrenada y aprovechando las excentricidades que le ofrece la “otredad” para finalizar como una tirana que disfruta del poder que ejerce sobre los nativos. La cámara estática por momentos de Seidel hace que la tensión basada en la inacción se potencie. Los planos conjuntos y grupales de los protagonistas también destacan la idea de la necesidad de diferenciar a los lugareños de los occidentales. El director trabaja constantemente sobre la dupla “extrañamiento/otredad” con mucha incomodidad para quien ve el film, y así construye un discurso potente sobre la soledad en la actualidad y la necesidad de vincularnos afectivamente más allá de la mera puesta al día de una relación sexual.
Con gran atino y vertiginosidad en la cámara, Walter Salles logra capturar el espíritu de la generación beatnik, que impactó en los años cincuenta del siglo pasado, en su ambiciosa adaptación para la pantalla grande de “En el Camino”(Brasil, Francia, UK,USA, 2012) de Jack Kerouac. La película narra el viaje iniciático del escritor Sal (Sam Riley), quien luego de la muerte de su padre acepta atravesar los EE.UU junto a Dean Moriarty (Garet Hedlund), un joven amante de la vida al límite y los excesos. Junto a ellos también viajará Marylou (Kristen Stewart que intenta despegarse con su desprejuiciada interpretación de la saga teen “Crepúsculo”), mujer de Dean, una desinhibida y exploradora del mundo y los placeres que rápidamente se convertirá en el objeto de deseo en silencio de Sal. La ruta es el escenario ideal para que este trío conozca a gente y “tendencias” que rápidamente incorporarán a sus propias vidas. Sal (personaje que representa al propio Kerouac) se deja llevar por la irresponsabilidad de Dean (“soy capaz de hacer todo al mismo tiempo”, dice en un momento) pero nunca pierde el objetivo de su vida que es escribir. Así, cualquier hoja que cae en sus manos terminará convirtiéndose en aquel espacio para que nada se escape de la travesía y todo quede registrado para cuando en el futuro decida armar el diario de viaje. El estado de ebullición de esta generación que comenzó a incorporar culturas y ritmos musicales provenientes de otros sectores sociales (como el jazz o el mambo, solo para citar algunos) es destacada por Salles en las caras de asombro cuando por ejemplo el grupo de amigos del trío habla con algún escritor o cuando ingresan a un club nocturno a bailar el clásico “Salt Peanuts”. Hacer el amor al lado de los hijos, trabajar en una plantación de algodón para poder continuar con la vida libre en el camino, hacer dedo, ser pequeños ante la inmensidad del paisaje y la desolación de la ruta, experimentar con peyote en México, enfermarse casi hasta la muerte y disfrutarlo, todo esto y mucho más pasa por la pantalla. Pero el trío no está solo, lo acompañan un grupo de personajes secundarios que se irán sumando y complicando la trama para bien o para mal (Viggo Mortensen, Kirsten Dunst, Amy Adams, Alice Braga, Elisabeth Moss, etc.) desnudando el Estados Unidos profundo y mostrando sus miserias y particularidades. Independientemente que se puede objetar algún exceso en la caracterización de los protagonistas (Sal muy ingenuo hasta que Dean lo inicia en TODO lo que lo pueda iniciar, por ejemplo) el espíritu de la novela està intacto en estos nómadas sin destino deslumbrados por “la pureza del camino y la línea blanca que se aferra” entre ellos, tal como dice Sal en algún momento. La película atrapa por su trabajo sobre la disrupción de la linealidad del relato apoyándose en la B.S.O. creada por su asiduo colaborador Gustavo Santaolalla. Esto también hace que muchas de las secuencias tengan mucho más peso por el impacto musical. Película esencial para comprender una generación que evitó comprar el American Way of Life y los WASP y que afirmó que “que no hay un tesoro al final del arco iris, solo mierda y pis”. “En el camino” se destaca por la pasión y las buenas interpretaciones.
¿Qué es lo que estimula a un escritor a llenar páginas y páginas en blanco? ¿De dónde surge la pasión que convierte experiencias propias o ajenas en poesía? ¿Cómo hacen para crear historias tan inspiradoras aun siendo sus propias vidas un desastre? Algunas de las respuestas se pueden encontrar en “Un lugar para el amor” (USA, 2013), opera prima del realizador Josh Boone. Con un arranque plagado de trazos gráficos, que afirman lo que cada uno de los protagonistas piensa de sí mismo, del mundo y de las relaciones, el director se mete de lleno en la vida de un matrimonio separado conformado por un exitoso literato, Greg Kinnear, y una ama de casa, Jennifer Connelly, con dos hijos (Lily Collins y Nat Wolff), que también ansían ser escritores e intentan sobrevivir en una realidad complicada, cada uno por su lado. William (Kinnear) es el más afectado por la separación (el “Stuck in love” del título original), porque si bien entiende que su ex ha conformado pareja nuevamente y ni siquiera piensa en él, aún alberga la esperanza de que el tiempo vuelva atrás para poder así seguir pensando en la familia ideal que alguna vez soñó. El germen de la ruptura ha sido sembrado en Samantha (Collins) quien en encuentros esporádicos, promiscuos y abruptos piensa que podrá escapar de una relación “evita el amor a toda costa”, es su lema, mientras suma experiencias para poder editar su primer libro. Todo lo contrario a Rusty (Wolff), quien aún virgen, deambula por los pasillos de la preparatoria suspirando por Kate (la ascendente Liana Liberato, véanla, por si no lo hicieron en la explosiva” The Expatriate” junto a Aaron Eckhart), una de las populares. “Un escritor es la suma de sus experiencias” le dice el padre, y es ahí cuando Rusty deja de lado su fanatismo nerd por Stephen King y sale a la vida a buscar inspiración. El amor los mueve, pero también los aísla, los hace pelear, los separa y los vuelve a unir. Porque por más empeño que pongan algunos, como Samantha, el romance inevitablemente golpeará a su puerta (Logan Lerman) y no habrá excusa posible para evitar entregarse a él. Hay momentos de diversión, como cuando William espía a su ex tas la ventana o cuando Rusty en una fiesta comienza su relación con Kate. Tambièn hay momentos duros, pero Boone logra trascender la línea con diálogos ácidos y sólidas actuaciones del elenco protagónico. Madurez, pasión, adulterio, romance, adicciones, el anhelo del regreso del ser amado perdido, el intento de mantener la esperanza ante la inevitabilidad de la muerte, lazos familiares, tópicos vistos muchas veces en la pantalla grande, pero que tamizados por el punto de vista de escritores noveles y consagrados (“Writeres” es el subtítulo en el original de la película) hacen de “Un lugar para el amor”, esa casa que habitan en la playa, un acercamiento a los grupos familiares del nuevo siglo, en los que cada uno tiene algo para aprender y sorprenderse. Atentos al cameo del gran Stephen King y a la amiga de William (Kristen Bell).
Con el precedente y la noticia que ganó el premio a la mejor película y al mejor director de la edición 2012 del BAFICI, llega finalmente “Policeman”(Israel, 2011), a las pantallas locales. La película de Navad Lapid, está centrada en Yaron (Yiftach Klein), un policía miembro de una elite especial antiterrorista que se dividirá entre el trabajo y la ansiedad que le genera la llegada de su primer hijo, y Shira (Yaara Pelzig), una militante radical que deambula entre el rechazo a la opulencia de la familia en la que nación y el amor por su líder. Si bien ambos no tendrán interacción entre ellos, Shira, sin saberlo, pondrá en duda los lineamientos con los que Yaron ha crecido y ha forjado su pasión por el trabajo, un trabajo que él toma como una rutina más dentro de su vida y que lo llevará a lugares en los que la tensión marcará su tiempo y temperamento. “Policeman” avanza calma, con planos fijos de una cámara que espera algo que nunca llega, y con la reiteración de imágenes y secuencias que muestran un mundo masculino, de amistad y esfuerzo y en el que las mujeres quedan fuera. Reflejando un estado social de un Israel en el que las mujeres son relegadas para tareas menores y que en el caso de Shira, se erigen como un síntoma y necesidad de cambio radical. Los tiempos muertos de la película son los tiempos de reflexión de los protagonistas, que siempre intentan pensar en los demás y se ubican por detrás de los otros (aunque después comprendamos que ese ponerse en otro lugar , como cuando Yaron brinda su asistencia a Ariel, el amigo enfermo, responde a intereses bien particulares). La amistad y la familia son los dos tópicos principalmente trabajados en detalle por Lapid, porque sabe que de esa manera lograremos generar cierta empatía por Shira y Yaron, quienes en una primera impresión no lo establecen por las actividades que realizan. Asì Yaron es reflejado dedicándole mucho tiempo a su mujer (interpretada por Meital Berdah) y Shira pensando en su amor imposible (Michael Aloni) y dedicándole tiempo a su “manifiesto”. “La revolución no es poesía, sino prosa” le exigen a Shira y recibe la visita del padre de uno de los miembros del grupo rebelde reclamándole que lo dejen fuera de todo y a ella no se le mueve un pelo (nunca se le mueve un pelo, avanza como una topadora por y sobre todos). Es que la urgencia del hacer algo para cambiar el estado de las cosas y las diferencias sociales se encarnan en estos jóvenes que no pueden más que impulsarlo con violencia, una violencia que es mostrada con total crueldad por el director y que exige la toma de partido frente a los hechos que se van desarrollando. La reflexión es, si todos son máquinas preparadas para matar, qué es lo que los humaniza, si ni el embarazo de la mujer de Yaron logra esto, ¿qué lo hará? Las respuestas a buscarlas en el cine en una película contundente, con muchas digresiones que suman y potencian para que su final sea más que impactante.