¿Un dulce angelito? Justo en el momento más controvertido en la carrera del ídolo teen que en diciembre pasado pareció tocar fondo, con fuertes rumores de deportación por su conducta antisocial, entre anuncios y desmentidas acerca de un alejamiento definitivo de la música, llega este muestrario hecho a medida de las admiradoras que necesitan seguir teniéndolo como referente, además de la poderosa estructura sostenida por miles de personas que en todo el mundo trabajan en la realización de sus tecnologizados megashows. En este flamante documental, que en los días presentes marcha entre los primeros de la taquilla, hay que olvidarse de aquellas polémicas extramusicales que han llevado a la estrella pop de los adolescentes a las primeras planas, porque las cosas han cambiado afuera, pero el contenido de este segundo registro sobre su carrera (el primero fue “Never Say Never” en 2011, que mostraba la construcción del fenómeno) no se propone indagar ni ser incisivo, lo que es evidente en la poca agudeza de las preguntas y de los registros visuales. El director-amigo es el mismo y la estructura consiste en la clásica mezcla de momentos del show, con el backstage y las entrevistas al entorno más cercano. Es permanente la intención de apuntalar la imagen angelada e inocente del ídolo, seleccionando cuidadosamente cada comentario, cada acción y cada sonrisa. Lejos de la imparcialidad No es simple buscar una reflexión fría sobre los puntos más interesantes de un documental de apenas 92 minutos sobre el fenómeno Bieber. Es ante todo un producto ágil, estético y entretenido pero lejos de la imparcialidad necesaria para balancear los claroscuros del fenómeno. Apuesta a mostrar aquellos puntos de vista más correctos de una realidad contradictoria, apela a la emoción de sus receptores, a la estética y al trabajo organizado para buscar la inspiración. Una gran parte está dirigida a sus fanáticas: hay muchos planos-detalle de ellas durante el concierto, palabras de amor y de histeria rayanas en lo cómico, con escalas variadas de gritos. Uno de los momentos más interesantes del documental es precisamente la salida de la estrella desde un estadio, luego de un show: la secuencia de las fans rodeando al auto y golpeándolo mientras aúllan, es estremecedora. La cámara subjetiva nos coloca en el incómodo lugar del que va allí adentro. También hay lugar para las lágrimas con la extensa aparición de Avalanna Routh, la nena de seis años que falleció en septiembre de 2012 luego de luchar contra un cáncer cerebral, y a la que Justin le rinde tributo en vivo. Algo de verdad La película privilegia lo que quiere expresar el carismático adolescente: se registra el proceso creativo desde su gestación, mostrando al ídolo que borronea versos sobre papeles en la soledad de su cuarto. Lo exhiben con su equipo más cercano, coordinando pasos con sus bailarines y sonidos con sus asesores musicales. Allí vemos cómo esboza grititos rítmicos junto a anónimos músicos avezados que intentan traducirlos y mejorarlos. El documental trata de parecer sincero y espontáneo, entre cuidadas imágenes de canciones perfectamente coreografiadas y pasajes del detrás de escena muy escogidos y cuidadosamente seleccionados. A pesar de todo y en medio de tanta dulzura y perfección, algo de verdad se mete por la ventana y se nota la necesidad de limpiar la imagen controvertida para mantener el negocio a flote. Más allá de lo que se dice, se percibe cierta incomodidad y se menciona todo el tiempo a la presión sobre el ídolo. Éste luce equilibrado y se minimiza -aunque se muestra- cierto incidente donde monta en cólera porque lo insultan. Varias veces se lo pone en papel de víctima y le repiten que muchos lo quieren ver caer. Él se limita a poner cara de circunstancia o reiterar que está siempre bajo presión, ante lo cual afirma que la mejor fórmula es invertir esa fuerza, esa mala energía y ¡¡¡Volar!!! Y precisamente es ésa la idea fuerza que sostiene todo el recital, donde las alas son el ícono fundamental del estilizado show que invita a entrar en su seductora burbuja, aunque no todo lo que brilla sea oro.
El nazismo entre algodones “La ladrona de libros” El best-seller internacional de Markus Zusak ha sido llevado a la pantalla con estilizada eficacia en una versión edulcorada y sentimental que, más allá de su cuidada estética, no alcanza a trascender de una mirada convencional. La eterna fascinación del cine por el Holocausto reaparece una vez más en la cuidada transposición del best seller “La ladrona de libros”, donde predomina un tono cercano al cuento de hadas para contraponer la inocencia infantil ante el horror de la Alemania nazi. Se ha colocado al frente del elenco a la joven y desconocida Sophie Nélisse (quien ya había intervenido con anterioridad en “Profesor Lazhar”), en el papel de Liesel Meminger, una niña analfabeta de 9 años, con poco de ladrona y mucho de encanto, que no se profundiza en los libros que atesora pero tampoco se justifica demasiado el desmesurado interés que siente por ellos. El relato se orienta desde el punto de vista de la infancia de la pequeña huérfana enviada a vivir con padres adoptivos y que pronto desarrollará una fascinación por los libros y las palabras que sostendrán la luz de la vida, a medida que se intensifica el horror de la guerra. En todo momento, se prioriza la historia familiar, de amor y amistad. Allí caben menciones especiales para los eximios actores Geoffrey Rush y Emily Watson en la entrañable caracterización de los padres adoptivos de la niña. La fotografía y la banda sonora transitan por un nivel de excelencia al igual que el vestuario, el diseño y la ambientación, tal como podría esperarse de Brian Percival, un director con notable dominio en la recreación histórica, proveniente del mundo de la televisión. Sin riesgos La película resulta una buena elección para quienes gusten de las historias de superación protagonizadas por héroes honrados y sencillos que devuelven la esperanza en el género humano, aunque el relato sea demasiado convencional, en el sentido de previsible y poco sorpresivo. Responde a un guión poco arriesgado que, al ofrecer al público lo que sabe con antelación que funcionará, apuesta siempre sobre seguro. Existen muchos personajes desaprovechados, como el del joven judío perseguido que entabla una relación especial con la niña. Tampoco resulta una buena elección la inclusión de una desagradable voz en off que con su omnisciencia presenta y cierra la historia, invadiendo una narración que ganaría mucho sin su intervención. Luego de la aparente crudeza de algunos momentos, en el trasfondo de la terrible historia se nos presentan unos cantos a la alegría de vivir que no hacen sino dejar un regusto muy agradable pero excesiva azúcar, conformando un cuento “a lo Disney” que no pasa del elogio de las buenas intenciones. El principal objetivo es transmitir con oficio una historia edificante que sólo refleje indirectamente la realidad, manteniéndose alejada de cualquier incomodidad. La película insiste en su ejercicio de caligrafía académica donde peca de exceso de pulcritud, porque aunque a la heroína la llaman cariñosamente “Cochina”, apenas se despeina y está siempre impecable o el episodio del libro que cae en el agua congelada y el perfecto niño rubio logra rescatarlo sin problemas. De esta forma, la búsqueda de la virtud lleva a otros defectos. Entretenida, con pasajes agradables y memorables, se trata de una película hecha para gustar, donde todo está milimétricamente calculado y generalmente funciona mediante un guión complaciente que el director maneja hábilmente sin dar nunca un paso más allá. Así, “La ladrona de libros” es un buen film pero está lejos de ser una magnífica película.
Un lugar donde quedarse En este film maduro y arriesgado, poco ha quedado de “Extraños en la noche”, aquel policial romántico de 2011, con toques de humor y comedia musical glamorosa, con el cual el realizador Alejandro Montiel se hizo conocer por los circuitos del cine comercial. De un fugaz paso por la comedia light de tono rosa, aquí el director apuesta a otro registro, más crudo y hermético, logrando un resultado sorprendente donde conviven el thriller psicológico y el drama filosófico. El protagonista absoluto del film es Marcial (Joaquín Furriel), un asesino a sueldo que anda detrás de su presa, trabajando como sereno de un depósito semiabandonado en los márgenes de la ciudad. Ese oficio le permite vigilar a su próxima víctima desde una perspectiva que recuerda a “La ventana indiscreta” de Hitchcock. Cuando aparece su objetivo, se desliza armado hacia la vecina casa del hombre buscado que tiene aproximadamente su edad y su cuerpo, y lo mata. Inesperadamente descubre en la otra habitación a un viejo postrado y con demencia senil que no se dará cuenta del cambio (Alejandro Urdapilleta), y al que empezará a cuidar como una suerte de padre sustituto. La película comienza como un thriller de género, pero adquiere su grandeza cuando se muestra como un drama existencial donde caben todas las preguntas acerca de la orfandad y la indigencia moral del hombre moderno. No es casual que uno de sus grandes protagonistas sea Furriel, quien tan bien interpreta los personajes de Samuel Beckett. Hay algo de “Final de partida” en ese espacio cerrado y silencioso, siempre atemperado por el humor negro, donde el tiempo se desdibuja en un suceder de días y noches, aunque siempre sepamos que es un retazo cronológico entre los festejos de la nochebuena y el año nuevo. La única mujer de la historia (Maricel Álvarez) es la encargada de la limpieza del inhóspito lugar, la que también opera simbólicamente en la transformación del asesino, como si la lavandina con la que borra la suciedad alcanzara al corazón del guerrero. Con esta joven madre soltera y su niña, Marcial conformará una suerte de familia inestable y absurda pero feliz a su manera. Más allá de las palabras En la primera parte del film casi no hay diálogos pero alcanza con el rostro de Furriel para sumergirnos en el universo íntimo de un hombre casi sin vida propia, al que le llegará sin proponérselo una segunda oportunidad. Como solamente sucede en las obras de arte más profundas, se despliegan los grandes temas del hombre: la soledad, la vejez, la decadencia física, la locura, la muerte, el amor, la compasión, la pregunta por Dios y su lugar en el mundo de nuestros días. Gran parte del relato se construye con silencios donde el suspenso se mezcla con la incertidumbre y los gestos dicen más que las palabras. Recargada por algún efecto dramático tal vez prescindible, “Un paraíso para los malditos” es una película noble, intensa y precisa, con personajes inolvidables y conmovedores, para quienes su universo marginal de carencias y soledad de repente empieza a cobrar sentido. Ese proceso lo lidera Marcial (nunca mejor puesto el nombre, que significa guerrero) como héroe trágico que abraza su destino sin lamentar nada (como la canción final de Piaf, magníficamente adaptada y cantada por Florencia Arce). Interesante en su formulación, el film no está exento de algunos huecos narrativos pero cuando la acción se desata, resulta potente y demoledora. Se disfruta de su excelente criterio estético y los magníficos climas audiovisuales que logra con imágenes en penumbras, situaciones conducidas por la música y una alta dosis de intriga y violencia que obran por contraste con el frágil paraíso encontrado donde menos se lo espera.
Risas y balas en la villa Con espíritu discepoliano, pero corriendo el eje de la crítica hacia el humor, “La boleta” presenta a un personaje perseguido por la mala suerte, interpretado por Damián De Santo, un empedernido perdedor que podría protagonizar el verso “ni el tiro del final te va a salir”. Así, cuando intenta matarse, no pasa de un intento fallido con un golpe en la cabeza que lo adormece. En esa ensoñación le aparecen seis números que anota, interpretándolos como una salida mágico-mística a su situación y decide jugarlos en una boleta. Pero conservar ese papelito potencialmente salvador se convertirá en una alucinada carrera de obstáculos, cuando lo asaltan unos jovencitos villeros y deberá cruzar el umbral hacia un submundo imprevisible. En el transcurso de una noche hasta el otro día, la historia se desarrolla con agilidad en una estructura encadenada, donde un problema lleva a otro; mientras tanto, van apareciendo personajes secundarios atractivos, algunos queribles, casi todos sólidamente construidos. La película tiene puntos de contacto con las desaforadas comedias de Alex de la Iglesia y sobre todo con la cercana película cordobesa “De caravana”. Con mucho humor y acción ininterrumpida, se burla hasta de sí misma, escapando de la media convencional. Propone personajes esquemáticos, al borde de lo grotesco, al que trasciende por humor o por pura humanidad. Una lotería estética Luego de un breve inicio por los cánones del realismo costumbrista, el film abre otros cauces y cambia de registro en una suerte de lotería estética donde cada nueva toma puede ser una sorpresa. “La boleta” es una ópera prima que surge después de una larga experiencia como camarógrafo, director de fotografía y realizador de publicidades, cortos y videos de Andrés Paternostro, hijo de Néstor Paternostro, realizador del memorable filme sesentista “Mosaico”, protagonizado por Perla Caron. Paternostro hijo escribió un guión básico en cuanto al argumento, pero se ocupó muy bien del desarrollo y progresión de los personajes. Se nota esa acertada elección de los intérpretes, en actuaciones que llevan adelante la historia. La película tiene un registro variable que transita un grotesco de ritmo televisivo. La fotografía acompaña con oscilaciones entre tonos oscuros y colores recargados, los planos son sencillos en una estética que parece no importar tanto como el ritmo, las actuaciones y una verosimilitud propia que se asimila entre mafiosos de poca monta con camisas de seda chillona, travestis, prostis, ladrones menores y algunos de buen corazón que hacen lo que pueden. Aunque las virtudes de esta comedia con toques de policial y aventura se vean desdibujadas por algunos pasajes desprolijos, construidos con demasiado apuro, esto no le impide ser efectiva. Grotesca, desenfadada y dinámica, ofrece siempre una trama interesante y un buen elenco de comediantes que le otorgan al filme una sostenida diversión. Un buen exponente de un género bien nativo: el sainete grotesco, donde se destacan Claudio Rissi y Roly Serrano, como los dos mafiosos de poca monta que dejan su impronta. Párrafo aparte para un excelente Marcelo Mazzarello que roza el eje emotivo y da lugar a la moraleja de la película. Con sus vaivenes formales y su precisión actoral, “La boleta” alcanza un logro infrecuente en el cine nacional: mantiene a los espectadores entusiasmados.
En la ciudad de Babel Con una historia de marcado sesgo cosmopolita y una decidida marca personal en la factura, Verónica Chen ambienta el inicio de su relato en una zona del barrio chino porteño, aprovechando las infinitas posibilidades estéticas y laberínticas de un lugar tan exótico como cercano, enclavado en la gran urbe que se parece a todas las megalópolis del mundo. A partir de allí, propone un explosivo cóctel de thriller, elementos fantásticos y algunas intromisiones morbosamente sangrientas propias del cine gore, con efectos visuales y secuencias de animé. En este marco, la película desliza una despiadada mirada política sobre la alteración ambiental, la corrupción política y la discriminación, entre otras subtemáticas que surgen como cajas chinas. La protagonista de “Mujer conejo” es la joven, hermosa y desconocida actriz Haien Qiu, quien más allá de su herencia genética no habla chino. Este personaje, que tiene un novio argentino (Luciano Cáceres), del cual al inicio de la historia acaba de separarse, trabaja en el área de habilitaciones del gobierno porteño. En una de las inspecciones de rutina, descubre una construcción ilegal, que ya ha causado un accidente con una víctima herida de gravedad, a quien le cayó en la cabeza mampostería de la obra no habilitada, pero la denuncia se ha frenado y el denunciante no aparece. Ésta es la punta del ovillo por donde empieza a transitarse un tenebroso circuito instalado en un desalmado corazón urbano que se ramifica y proyecta hacia las afueras rurales del país. En la superficie Incluso con sus desniveles narrativos y actorales que le impiden ser un producto del todo convincente, este film original y desprejuiciado está siempre sostenido en un asombroso acabado visual y sonoro. La pregunta es por qué su arrasador despliegue de creatividad y delirio no le permite trascender sus irregularidades que lo llevan desde un punto de partida tenso y estimulante hacia un desarrollo argumental necesitado de mayor contundencia y no la sensación de deslizarse apenas sobre la superficie. La diversidad de temas dando vueltas obliga a que el argumento parezca algo forzado y de pronto la narración deje de ser fluida para volverse extraña, confusa y un tanto pretenciosa: la seriedad y la intención reflexiva del relato no se ponen de acuerdo con el tono de juego y permanente sátira. Aunque en parte se busca compensar cierta impasibilidad protagónica, introduciendo una humanísima escena de sexo que a diferencia de “Aguas” (largometraje anterior de Chen) es mucho más explícita y bien filmada, pero que no alcanza a sustituir la falta de empatía y desnaturalización. Cine de riesgo Tantas ideas originales y una trama sustanciosa no se corresponden con el resultado de una narrativa demasiado distante. Las presentaciones de los conflictos que incluyen rutinas inhumanas y delictivas se presentan desde una mirada contemplativa que si bien inquieta, no alcanza para conmocionar con el peso específico de su gravedad, dando paso a una sensación de liviandad. Y aunque la película se encarrila por registros fantásticos no es justificable tampoco el abandono de la verosimilitud para ciertos acontecimientos ni comportamientos que definen, o que precisamente no acaban de definir a la errante heroína. Muchas veces pareciera que el juego formal y la ironía fuesen más importantes que el tenor gravísimo de las denuncias y la profundidad de los caracteres. Así, la violencia impiadosa convive con un tono satírico, incluyendo su desenlace apresuradamente rematado. El film promete en su planteo, pero confunde y se pierde en los cambios de tono del relato. Una película extraña, irregular, inquietante y sugestiva que circula entre la genialidad y el desbarrancamiento.
Demasiado grandes para ser tan chicos Sebastián de Caro además de cineasta es actor y guionista, también conductor radial y televisivo. Con 38 años, es autor de varias realizaciones independientes y con “Veinte mil besos” incursiona en la comedia romántica, más abierta a las expectativas de un cine menos elitista, con actuaciones, diálogos y situaciones de las recientes comedias románticas norteamericanas, protagonizadas por eternos perdedores en el terreno sentimental. Por un lado, podría decirse que esta película cuenta la historia de Juan, un treintañero que está aburrido con su vida actual y la mejor forma que encuentra para cambiarla es regresando hacia atrás, a un tiempo donde la vida era más parecida a un juego sin complicaciones laborales ni afectivas. La nueva situación lo lleva a reencontrarse con ex amigos que también están pasando por situaciones parecidas, con lo que “Veinte mil besos” tiene mucho de satírico retrato generacional. Abrumado por una rutina de trabajo oficinesco y pareja cama adentro, el protagonista, un día se separa sin planes a futuro, dispuesto a dejarse fluir en el río de una libertad recuperada, trasladándose en skate de un lado a otro, recobrando amistades y juguetes de colección perdidos en el tiempo. Así descubre a Luciana (Carla Quevedo) que no se parece a él en nada y sin proponerselo se va enamorando de ella. Con discreto encanto La comedia sintoniza con algunos comportamientos, sentimientos, obsesiones y códigos de su tiempo y lugar. Se amplifican las dudas, angustias y contradicciones con bastante humor ingenioso y oscuro. Igualmente -y en todo sentido- “20.000 besos” es una película muy lúdica, donde el director pareciera también estar jugando y el entretenimiento principal es estar siempre a la búsqueda del amor, que generalmente escapa o se malogra. Aunque al film parece faltarle un remate más contundente, no deja de ser entretenido por su galería de personajes que despiertan empatía y ternura en el público, con actuaciones tan naturales y espontáneas que no parecen filmadas. Otro mérito es un peculiar sentido del humor con marca de autor, una comicidad fina que se burla de sí misma y de lo que sale mal. Una particularidad del film es su buscado universo vintage, abundan las autorreferencias hacia videojuegos, músicos y películas. Hay homenajes a personajes favoritos como el Sylvester Stallone de “Rocky” o Jim Morrison; también a los personajes de ciencia ficción de “Star Wars” o “Volver al futuro”. Como en “Los amores imaginarios” del joven director canadiense Xavier Dolan-Tadros existe una visión ombliguista del mundo, pero a diferencia de la temática gay, estos chicos reafirman su masculinidad en una permanente búsqueda de lo femenino. Por algo las seductoras boquitas pintadas de los créditos son un ícono del film, que anticipa desde su estética y banda sonora, que el tema es la búsqueda del amor de una mujer, siempre inestable y volátil como un enjambre de mariposas o de besos. ¿Mirada de género? Las mujeres están omnipresentes en las fantasías y pesadillas masculinas. Tienen un papel bastante lateral cuando son vistas como objetivo de cacería, para lo cual Juan es el referente de sus amigos para ser consultado por su capacidad de inventar situaciones que les permitan conseguir chicas. Pero si bien el relato está situado desde la mirada masculina y sus códigos, se problematiza la mirada sobre la mujer, cuando el protagonista termina enamorándose de Luciana (Carla Quevedo), una compañera de trabajo que es de alguna manera su opuesto y lo cierto es que el género femenino despierta admiración e intimida a todos, cuando aparecen en escena Las Hadas de Banfield (el grupete presentado por Carla) y también la notable humorista, especie de frontwoman todoterreno interpretada por Laura Cymer, quien los define como “niños encerrados en cuerpos de adultos”. La narración transita entre el intento de desestructurar estereotipos mientras hilvana una historia simple pero con varias aristas interesantes, donde se acumulan diálogos supuestamente ingeniosos, con una visión que no le escapa a la sinceridad ni a la emoción más allá de la pose cínica y canchera. En la película, hay bastante de borrador, de ensayo no completo, intuyéndose algo que pudo ser y al final no fue. Por momentos, el film avanza a los tropezones hasta decidirse a trascender de ser una “peli” hecha “entre” y “para” amigos. “20.000 besos” crece cuando parece importar, y se confiesa, lo que parece ser un sentimiento de verdadero amor. También es disfrutable el aporte de una banda sonora efectiva, donde suenan temas pop del grupo Cosmo con regusto naif y azucarado.
El silencio de los ángeles Al borde de los 13, María, la protagonista, habita una villa urbana muy cerca de la exclusiva zona residencial de Puerto Madero en Buenos Aires. Su madre la ha abandonado desde muy pequeña pero vive con su abuela y la pareja de ésta, destacándose como buena alumna en la escuela. En las horas libres, trata de sumar algún peso al magro salario familiar y subsiste vendiendo guías en los subtes. En ese ámbito, un día conoce a un chico de 17, que recibe algunas monedas por malabares y acrobacias vestido como el Hombre Araña. A partir de la transparente historia de amor que surge entre estos dos adolescentes angelados, la película profundizará también el marco de callados abusos en medio de la ceguera social del entorno más próximo, aunque evitando en todo momento lo explícito, siempre desde la sutileza, sin regodearse en la miseria: poesía y luminosidad en medio de la sordidez. Como en su ópera prima “El Cielito” 2004, la directora María Victoria Menis vuelve a explorar el tema de los más vulnerables y desamparados, que a pesar de las múltiples limitaciones sociales buscan abrirse camino a su manera. Esta vez se sumerge con delicada crudeza en el mundo de los adolescentes al borde de la marginalidad, distantes años luz de los frívolos jóvenes consumistas que circulan por la última película de Sofía Coppola. Cine del bien y del mal A pesar de ser un film fuerte, en donde se tematiza el abuso, el trabajo juvenil y la pobreza, “María y el Araña” no se apoya en las manipulaciones emocionales ni en las sobreexplicaciones. No hay diálogos de más sino elipsis, hechos y situaciones que están por sobre lo textual. Esa austeridad verbal es funcional a la historia, aunque para que este mecanismo resulte gravitan también las buenas interpretaciones y la dirección de actores: en su debut cinematográfico, Florencia Salas, que nunca antes había actuado, hace un trabajo espectacular, y el resto del elenco también entrega actuaciones formidables, particularmente Mirella Pascual (recordada por “Whisky”) y Luciano Suardi, un actor de sólida formación teatral. La dinámica de pocas palabras pero generosa en miradas y gestos, se apoya en una banda sonora trabajada en todos sus niveles. Se prefiere el sonido diegético: desde la respiración hasta el goteo de una canilla adquieren protagonismo. También la música ingresa en la trama, con sus pegadizos acordes para bailar y sus letras para interrogar, aportando a una suerte de resistencia poética que afirma la alegría aun en medio del dolor, lo que se corresponde con una fotografía que captura el brillo de los lugares oscuros, disminuyendo la sordidez de los espacios. Otro elemento que la directora trabaja es la utilización de diferentes lugares a partir del contraste entre sí: los rascacielos y el bajo villero, el museo Ernesto de la Cárcova, con sus frías esculturas clásicas y la murga festiva en la playa marginal. También se resalta la combinación de vulnerabilidad y fuerza en los protagonistas; el amor y lo bestial; el lazo solidario y el aislamiento; la creatividad y la explotación; los primeros besos y la inocencia del amor adolescente, en oposición al horror que surge en el otro extremo del relato. Tan perturbadora como llena de encanto, “María y el Araña” resulta una película tan atrayente como necesaria.
Un violento sacudón a la rutina Pablo Pinto es Juan, un tipo de unos treinta años, tan grande y musculoso como parco de palabras. Trabaja en un taller textil, pero como apenas le alcanza para pagar el alquiler de una modesta casa donde vive con su mujer y su pequeña hija, acepta hacer horas extra y también trabajar de patovica en lugares de diversión nocturnos. A pesar de su físico gigante, es (o parece) muy tímido y lo hacen objeto permanente tanto de chistes hostiles como de maltrato verbal a los que nunca responde. No es un galán ni un héroe, sino un personaje hermético en el que sin embargo se intuye un fondo de delicada sensibilidad. En ningún lugar parece sentirse cómodo, salvo cuando se entrena en el gimnasio o cuando regresa a su casa con alguna golosina para su hija, la que siempre compra en el mismo quiosco atendido por una joven de quien no sabe nada pero con la que tiene un tácito código de cordialidad, que sobresale en medio de la hostilidad generalizada de los lugares por donde se mueve su rutina de martes a martes. Una noche Juan es testigo involuntario de una violación: la víctima es la chica amable del quiosco por donde siempre pasa y a partir de ese momento su vida toma un giro que lo pondrá frente a un fuerte dilema moral. El volantazo Cuando Juan debe decidir qué hacer con eso que vio (la escena de la violación está resuelta de manera notable), los tiempos se aceleran, desaparece la repetición como norma y la película se transforma en un pequeño y muy interesante thriller. La dinámica de la intriga va de la mano con el creciente suspenso: de la rutina repetitiva y asfixiante, el clima cambia, y este personaje introvertido comienza a actuar de otra manera: con un delito de por medio, un malvado enmascarado de ciudadano respetable (interpretado por Alejandro Awada) y un plan inesperado. “De martes a martes” es una buena historia, con algunos cabos sueltos, muy bien interpretada, y por momentos bastante dura pero siempre atrapante. Pablo Pinto logra una muy buena interpretación, como la de Awada y la de todos los actores de reparto. Triviño se revela como un director promisorio con excelentes cameos de secundarios en el submundo que recorre la película: la fauna de un prostíbulo barato, el quiosquero algo friqui pero solidario, un sórdido vendedor de celulares usados de dudoso origen, entre otros. Denuncia social La trama tiene varios ejes interesantes: la mirada crítica a la alienación en el trabajo, donde hay empleados que se esfuerzan mucho y ganan poco: “los necesarios y los importantes” (como definen unos lúmpenes a cargo de la administración del burdel) y la revelación sobre hombres importantes con oscura doble vida. Es constante también la señalización de la hostilidad social: desde el lenguaje verbal descalificante “morocho, gordito, miedoso”, hasta la violencia física en desigualdad de condiciones. Párrafo aparte merece la instalación de un tema urgente como son los casos de violación y la impunidad que los envuelve. En los créditos finales se precisa la cantidad de hechos que ocurren en la Argentina y la baja tasa de denuncia que persiste. “De martes a martes” es una contundente carta de presentación para su director como sólido narrador. Nunca escuchamos exteriorizarse verbalmente al pensamiento del protagonista pero sí sabremos de su decisión por las acciones. El punto de vista nos deja generalmente afuera de las palabras (cuando habla con su mujer) pero inesperadamente nos incluye haciéndonos sentir tan voyeurs como el protagonista. Además, hay otras situaciones de las que no se habla pero de las que sí pueden inferirse muchos datos acerca de un pasado más turbio, del que Juan, el rotundo protagonista, parece haberse redimido pero al que paradójicamente debe acudir para resguardarse del presente: ver el episodio del burdel y de la regenta que lo conoce. En síntesis, es para celebrar el hallazgo de una película que huye de los tópicos, perfilando un personaje de interés, lleno de dudas y contradicciones, con muchos claroscuros pero que sorprende con su intriga ética. Polémico y discutible, con un desenlace que rompe esquemas.
Los piratas se incorporan al presente La real odisea del capitán del carguero Maersk Alabama, quien decidió entregarse como rehén a piratas somalíes, tan inexpertos como peligrosos, a cambio de salvar a su tripulación, toma forma cinematográfica en un momento de creciente piratería en el Cuerno de África. El film recrea el episodio que en 2009 encendió el alerta mundial de que luego de 200 años, el peligro de los saqueos de piratas había retornado. Al basarse en hechos reales, la película dirigida por Paul Greengrass (responsable de la trilogía Bourne), toma el formato de un docudrama con un contenido hiperrealista y alta tensión dramática. Con excepción de las primeras escenas, la mayor parte de la película está filmada en el mar, lo que representó un desafío técnico para los actores y la producción, por lo reducido del espacio, la difícil estabilidad y los mareos producto del constante movimiento del mar. Los primeros cuarenta minutos construyen un clima de temor ante la irrupción de un peligro inminente pero no previsto. Para enfrentarlo, el barco no cuenta más que con mangueras de relativa potencia para desalentar el abordaje de eventuales asaltantes. Tampoco existen armas ni entrenamiento especial más allá de las rutinas marineras y la práctica comercial. Ese contraste entre un puñado de piratas descalzos pero con arsenal de guerra frente a una tripulación que no sale de su asombro, crea una extraña sensación ante la desigualdad de situaciones, que tampoco es constante sino variable. Cada pequeño paso de los piratas somalíes para subir al barco, incrementa la tensión dentro y fuera de la pantalla, en una narración que en su clímax apela a la cámara en mano y violentos planos contrapicados. Ni héroes ni villanos La perspectiva de Greengrass consiste en no centrarse exclusivamente en los procedimientos del rescate, sino en priorizar el retrato de los personajes y las situaciones de manera creíble por sobre el uso de efectos especiales y el impacto visual. Al comienzo de la historia, se muestra la brecha que pone la situación en marcha: la casa del capitán Phillips (Tom Hanks), sin lujos pero confortable, en un barrio suburbano que contrasta rotundamente con la costa africana, donde sobreviven los improvisados piratas en precarios campamentos. Éstos son pescadores desocupados, reclutados por caudillos mercenarios que los arman y mandan al abordaje de barcos para conseguir botines de los que se quedan con la mayor parte. El filme evita la estigmatización de los malos y los finales idealizados; si bien no justifica a los piratas, permite entender la tragedia que los lleva a obrar así, descorriendo la cortina de un conflicto más amplio, entre quienes son parte del mundo globalizado y los excluidos del mismo. Duelo de titanes El cine de Greengrass no necesita de ingredientes artificiales para funcionar, su fortaleza reside en las actuaciones potentes y la pericia en los planos que confiere contundente potencia a las imágenes. No hay muchas palabras: la secuencia inicial donde se presenta al capitán en su hogar, preparando su próxima misión, es prácticamente silenciosa. Recién en el auto, camino a embarcarse en su próxima misión, habla con su mujer acerca de la rutina riesgosa del oficio y de un mundo que se muestra cada vez más difícil y peligroso, manifestando su preocupación sobre el futuro que les va a tocar a sus hijos. Si bien todo el elenco es impecable, el peso del relato recae en Hanks y en sus contrincantes: los cuatro actores debutantes que interpretan a los piratas ofrecen caracterizaciones temibles, profundamente humanas y totalmente verosímiles. Tom Hanks siempre se ha destacado por dotar a sus personajes de una gran humanidad y de representar mejor que nadie al americano medio, por lo que resulta un acierto su elección en el casting, pero lo sorprendente es el aporte de los actores desconocidos que representan a esos piratas violentos y desesperados, famélicos y furiosos. Particularmente, es soberbio el trabajo de Barkhad Abdi (Muse, el líder) teniendo en cuenta que es su primer papel en el cine. Se agiganta en sus enfrentamientos con Hanks, un verdadero duelo de titanes que sostiene también con su mirada violenta y desconfiada, su gestualidad y sus desplazamientos. En un momento de guiones mediocres provenientes de la siempre poderosa factoría americana, “Capitán Phillips” sobresale por ser una inquietante historia de su tiempo, alertando acerca de una de las variantes de piratas que habitan el presente y dando pie a la reflexión de por qué éstos han renacido y se encuentran al acecho.
Una flor en el crepúsculo Cuando de Woody Allen no se esperaba más que películas ingeniosas pero livianas, irrumpe “Blue Jasmine”, como una de las obras más profundas e inquietantes del maestro en mucho tiempo. Luego del cinematográfico tour europeo, Woody regresa a su país y retoma los pasos perdidos para contar una historia intensa y provocativa, inspirada en “Un tranvía llamado deseo”, que muestra la decadencia de una dama con delirios de grandeza, refugiada en un mundo inventado, altanera y desequilibrada. Tal como en la obra original de Tennessee Williams e incluso en la versión fílmica de Elia Kazan, que le valió en 1951 un Oscar por Mejor Actriz a Vivien Leigh, “Blue Jasmine” está construida desde el enfrentamiento de dos mundos culturales que se reflejan en la permanente disociación de su protagonista. En la versión de Allen, el papel de la desequilibrada Blanche DuBois original, ahora está a cargo de una inmensa Cate Blanchett, encarnando a Jasmine, una millonaria caída en desgracia, al descubrirse que su marido había construido su fortuna en base a fraudes financieros. Sin un centavo, pero apegada a los lujos de su vida anterior, la protagonista desciende desde sus refinados ambientes neoyorquinos hasta el humilde departamento de su hermana Ginger (Sally Hawkins) alojada en una modesta zona de San Francisco. Woody contrapone los universos opuestos de empresarios adinerados en Manhattan, con personajes de la clase trabajadora, en un contexto neorrealista pero aggiornado: albañiles tatuados y con peinados modernos que celan a sentimentales empleadas de supermercado. Pero esta vez todos los extremos se unen en una mirada invariablemente desoladora. La película retrata de una manera clara y evidente estos dos mundos opuestos, otorgando humor y ligereza a los momentos más trágicos y resignificando situaciones aparentemente más livianas. Apoyada en un soberbio montaje, está narrada en dos tiempos: el pasado, tan vacío como esplendoroso exteriormente, y el inestable presente de una mujer sumergida en un cóctel de antidepresivos. La historia va y vuelve, contrastando la vida ociosamente lujosa y el ajetreo de los días presentes de Jasmine, donde pasa a vivir de prestado, a estudiar computación y a trabajar como recepcionista en un consultorio odontológico. Adicta a las pastillas y a las bebidas blancas subsiste en medio de una angustia permanente que la lleva a eclosionar en momentos cargados de tensión. Intenso retrato femenino El filme tiene un momento de lucimiento para cada una de sus criaturas, pero “Blue Jasmine” esencialmente está pensada sobre el eje de Cate Blanchett para un personaje que fascina por su belleza, indigna con sus desplantes y conmueve al estrellarse contra la realidad siendo un instrumento involuntario de su propia caída. Su interpretación con matices que la vuelven graciosa, triste, querible y detestable a la vez le asegura un lugar memorable en la galería de antiheroínas creadas por Allen y que habitan ese prototipo femenino profundo con resonancias de Bergman y Almodóvar. La protagonista, como el jazmín de su nombre, abre su corola al atardecer, su intensidad es más fuerte en la oscuridad de su drama: la actriz Cate Blanchett pasa por todos los registros y consigue un personaje muy complejo y lleno de sutilezas. Más de una vez, la escucharemos confesar que conoció a su príncipe azul entre los acordes de la canción “Blue Moon” pero al final, dice extrañarse de que “antes sabía la letra, pero ahora está cambiada”. Tal como el título de la película que juega con esos datos en una síntesis del dislocamiento que incluye su nombre, su dolorosa transformación.