Rubén Blades de una de las figuras más populares de la cultura latina, o lo que se llama la cultura latina. Hoy, donde los artistas latinos son moneda corriente por todo el mundo, tal vez no se tenga dimensión de la fama y la relevancia que tuvo la música del artista panameño en su momento. A fines de la década de los setenta, sus canciones sonaban todo el tiempo en la radio y algunos de sus éxitos, con sus largas letras, eran recordados por todos. Tal vez su popularidad no se mantuvo igual para quienes no siguen esta clase de música, pero sus canciones más famosas, empezando por el clásico de clásicos Pedro Navaja ha quedado para siempre en el imaginario popular. Para los cinéfilos, Rubén Blades también es una cara conocida de docenas de películas, desde El secreto de Milagro de Robert Redford a Érase una vez en México de Robert Rodríguez. El documental repasa la vida de Rubén Blades, lo sigue en su vida cotidiana, donde se lo ve con la misma energía de sus canciones. La película es tan entretenida y carismática como lo es él, en ningún momento aburre o distrae, jamás se va de eje ni deriva en nada que no interese. El músico, el actor, el político, el abogado, todo junto en un sólido bloque, en una sola persona. Su interés por su país, su discurso, sus aportes a la música latina, sus innovaciones, riesgos, así como también sus dudas y sus cambios. Preocupado por la realidad y al mismo tiempo plasmando eso en un arte universal, no de barricada. Una oportunidad de volver sobre las canciones de Blades y poner en perspectiva todo lo que él le ha dado al mundo.
Robert Redford no necesita presentación. No solo ha sido uno de los actores más populares de los últimos cincuenta años sino que además ha sido también uno de los galanes más reconocibles durante varias décadas. El concepto de belleza masculina estuvo mucho tiempo asociado a él. Pero desde que se convirtió en estrella en la segunda mitad de la década del sesenta, Redford siempre intentó que era algo más que una cara bonita. No se convirtió en alguien popular de forma automática. Estuvo haciendo mucha televisión hasta que varios papeles en cine lo hicieron ascender rápido y con Descalzos en el parque y, por supuesto, Butch Cassidy (1969), junto a Paul Newman, pasó al primer plano mundial, donde permanecería durante las dos décadas siguientes. Del resto de la carrera de Robert Redford también se sabe mucho. En cuanto pudo se volvió productor y luego director de cine. Le sumó a su sueño el fundar el Sundance Festival, cuyo nombre es obviamente un homenaje al más famosos personaje que el interpretó en toda su carrera: Sundance Kid. Este festival, ubicado en Park City, Utah, cambió en gran parte la historia del cine norteamericano, siendo la cantera de muchos grandes directores independientes. El lugar elegido por Redford para hacerlo está relacionado con su propio matrimonio y su amor por el Oeste norteamericano. Utah se transformó en su lugar en el mundo, así como el de sus hijos y sus nietos. Redford participó de clásicos como El golpe (su única nominación al Oscar hasta el 2018 en la categoría mejor actor), Los tres días del cóndor, El gran Gatsby, Todos los hombres del presidente, El mejor y África mía, por mencionar algunas, no necesariamente las mejores. Como director ganó un Oscar a mejor director en su debut con Gente como uno (1980), película que también ganó el Oscar a mejor film de año. Como productor también obtuvo una única nominación con Quiz Show, otro de los films que dirigió. En el año 2002 recibió un Oscar honorario por su carrera y por la creación del festival Sundance. Su carrera ha estado marcada por una enorme popularidad, una fama extra cinematográfica por ideas progresistas, incluido un profundo compromiso político que llega hasta la actualidad. Amante de la naturaleza, es natural que también se haya preocupado por la ecología también. Nunca terminó el prestigio de otros colegas actores, como por ejemplo Paul Newman, pero aun así ha tenido premios de toda clase y un enorme cariño de la industria, aunque no sea de las personas que más participan de la vida social de Hollywood. Todo este largo prólogo es para llegar a la película que se estrena ahora: The Old Man & the Gun, que en Argentina se estrena con el título de Un ladrón con estilo. Filmada y estrenada en el 2018, el propio Redford anunció que será su última película. Con un aviso de esa clase, es casi imposible no sentir el deseo de repasar su carrera, de hecho la película, a su manera, lo hace. The Old Man & the Gun cuenta la historia de Forrest Tucker (nada que ver con el homónimo, gran actor) un hombre especializado en robos de banco que cayó presos varios veces, logrando escapar en todos los casos. Este personaje, ahora anciano, sigue con sus andadas, incapaz de dejar eso que se su forma de vida y también, en muchos sentidos, su pasión. Tucker, interpretado de forma relajada y simpática, es uno de esos roles que a Robert Redford le quedan como un guante. Con ochenta y dos años, el actor tiene un estilo juvenil y ligero que ha sido su marca de fábrica. Esta es la clase de roles que, irónicamente, le han impedido ser prestigioso y ganador de premios, pero por los que el público lo recordará también. No es una mala elección despedirse siendo fiel a sí mismo, y sin duda Redford lo sabe. No es por su anuncio que la película consigue su tono agridulce, crepuscular, de despedida. La hermosa relación entre él y una mujer que conoce en la ruta, Jewel, interpretada magistralmente por Sissy Spacek. Esa historia de amor, el vínculo que estableces Tucker con sus víctimas, el policía que debe en un comienzo investigar su caso, John Hunt (Casey Affleck) y cada detalle de los personajes remite a una figura de otra época. Su condición de delincuente es una anécdota para la historia, el propio Redford, elegante, encantador, con estilo, es quien protagoniza la verdadera historia detrás. Muchas citas, sutiles y no tanto a sus anteriores películas y hasta un clip de La jauría humana (The Chase, 1966) en un flashback, dejan en claro que la ficción y la realidad se van fundiendo. Lo mismo que parece haber hecho este año Clint Eastwood con The Mule o en 1976 John Wayne con The Shootist, de Don Siegel. Pero en estos dos títulos mencionados estamos frente a películas extraordinarias. Redford no pretende tanto, él solo quiere ser recordado como Tucker, con una sonrisa en la cara al decir su nombre. Tal vez no sea buena prensa para una artista, pero Robert Redford da toda la impresión de haber tenido una carrera feliz, aunque no todas sus películas sean ligeras y amables como esta.
Stella es una adolescente internada en un hospital a la espera de un trasplante de pulmón. Debe mantenerse alejada de cualquier persona que pueda comprometer su salud y poner en riesgo esa operación. Pero conoce a Will, también internado en el hospital, un joven rebelde que desea cumplir dieciocho años para tomar sus propias decisiones. El romance necesariamente es platónico y a dos metros de distancia, de lo contrario el riesgo de altísimo. Ambos jóvenes, al borde de la muerte, comparten sus días a través de sus teléfonos y sus computadoras, viéndose a cierta distancia, enamorándose. El melodrama romántico lacrimógeno es un género que ha dado grandes éxitos. Aunque no fue la primera película en el tema, Love Story (1970) marcó un antes y un después. La diferencia es que en aquella época ese tono todavía era aceptable, hoy las películas como A dos metros de ti quedan reducidas a un público adolescente, cultor de esta clase de historias. Ni el público es un defecto, ni el género tampoco lo es, el problema pasa por una forma torpe de tirar los golpes bajos, sin mucho estilo y con algo de mal gusto. No hay un trabajo de dirección, una forma de filmar que no sea el subrayado permanente a la búsqueda de la lágrima fácil. Con un poco más se podría haber logrado mucho, pero no hay esfuerzo alguno para ser complejo en ningún aspecto del film.
A veces somos prejuiciosos. Cuando escucho o leo “cine iraní” inmediatamente me intereso, porque de esa cinematografía surgieron dos de los grandes genios de las últimas décadas, Abbas Kiarostami y Jafar Panahi. Otros maestros crecieron a la sombra de ellos, pero lo cierto es que pasó mucho tiempo desde aquel esplendor y hoy el cine iraní tiene propuestas más estándar, más parecidas al cine que se hace en todo el mundo. En ese estilo aparece La decisión, dirigida y escrita por Vahid Jalilvand. El Dr. Nariman, patólogo forense, tiene un accidente automovilístico. Obligado a una maniobra brusca, golpea a un motociclista que viaja con su familia y lesiona a su hijo de ocho años. Aunque ofrece a llevar al niño a una clínica cercana, pero el padre rechaza su ayuda. Días después, en el hospital donde trabaja, el Dr. Nariman descubre que el niño fue llevado para una autopsia después de una muerte sospechosa. Cuando una colega del doctor hace la autopsia, encuentra que murió por una intoxicación al comer comida en mal estado. Sin embargo el Dr Nariman sabe que ella no tuvo la información suficiente, que tal vez el golpe en el accidente y no el choque fue lo que llevó a la muerte al niño. Tampoco tiene el médico esa certeza, pero se enfrenta al dilema moral de hablar, mientras el padre del niño fallecido busca a los responsables de la intoxicación. El tema es interesante y está bien tratado, aunque no se trate de una película particularmente brillante ni destacada, sino más bien de un film para debate. Hay muchos temas que aparecen de forma paralela más allá del dilema del protagonista, pero ninguno consigue instalarse en un plano de profundidad o complejidad. Tal vez por prejuicio uno espera del cine iraní obras maestras y las películas correctas nos dejan la sensación de poco.
En una cinematografía donde el cine político es una bajada de línea manipuladora tras otra, en donde todas las películas parecen cortadas por el mismo relato progresista hipócrita, da gusto ver un film donde la política existe, y sus personajes protagónicos están todos comprometidos con la política, pero el centro de la historia es otro. Alicia es la historia de un joven militante cuya madre muere de cáncer y él debe ordenar sus cosas, recordando todo el proceso de enfermedad, dolor y despedida. La película es cruda y dolorosa, pero tiene tanta verdad en la forma en que encara el tema que adquiere una nobleza que justifica sus momentos más terribles. Como extra, el realizador tiene una habilidad para mezclar material con el protagonista en un registro documental y pasar a la ficción de una escena a otra sin problemas. Una marcha del día del trabajador o una procesión a Luján conviven con el guión de manera impecable. También hay un velorio judío y una misa del Pastor Jiménez. A pesar de todas las convicciones del personaje protagónico, frente a la muerte las preguntas lo llevan –no sin un aliviador sentido del humor- a preguntarse y a preguntarles a otros acerca de la vida y la muerte. Aun sin ser perfecta en los momentos de pura ficción, Alicia se diferencia, por su inteligencia y valentía, de la mayoría de los films nacionales cercanos a la política. Su humanidad va muy por arriba.
Un documental con una buena investigación es un documental que tiene más chances de verse sólido y consistente. Si trata sobre una historia o figura relevante, se vuelve más interesante. Si además esa investigación lleva a conseguir material inédito o reunir todo lo relevante que existe sobre ese personaje entonces ya vale la pena ver la película. Pero si sumado a todo esto la película incluye en ese material un desfile de docenas de personajes claves del siglo XX, entonces cada minuto se vuelve apasionante. Y aun así, con todo esto, queda por sumar algo más, la precisión narrativa de seguir la vida de la protagonista, María Callas, como si se tratara de un guión de ficción. Es que la vida de María Callas tiene todos los ingredientes del melodrama y el director, el fotógrafo Tom Volf, ama a su personaje y eso se nota en la manera en la que la cuida a lo largo de las dos horas de película. El carisma de Callas es arrollador y Volf lo potencia. Por el material de archivo aparecen figuras como Winston Churchill, Marilyn Monroe, Jerry Lewis, Yves Saint-Laurent, John Fitzgerald Kennedy, Luchino Visconti, Winston Churchill, Grace Kelly, Elizabeth Taylor, Pier Paolo Pasolini, Omar Sharif, Brigitte Bardot, Catherine Deneuve, Elizabeth II y Jean Cocteau. Particular valor tiene ver las imágenes del rodaje de Medea y por supuesto la figura de Aristóteles Onassis, el gran amor de María Callas. Y sí, para los amantes de la cantante, si acaso no alcanza con todo esto, también hay entrevistas televisivas y actuaciones de ellas. Varios momentos estrictamente musicales deslumbrarán a sus seguidores. Cartas escritas por ellas son leídas en off por Fanny Ardant, emulando a Callas, y generando la idea de que ella misma es la que sostiene la voz en off de gran parte del relato. Para quienes admiran o no a María Callas, el documental tiene un material que vale la pena ver.
Uno de los géneros más tradicionales del cine argentino es el policial, siendo uno de los pocos que atraviesa la totalidad de la historia de nuestro cine. Lobos se inscribe en la larga lista de policiales argentinos que, tal vez por esa larga tradición, tienen un piso de solidez mayor que otros géneros. Aunque la película no cumpla del todo con lo que se propone, al menos queda claro que su director conoce las reglas del género, en particular del policial negro, y sabe qué clase de personajes tiene. Una familia de delincuentes del sur del Gran Buenos Aires está en el centro de la trama de Lobos. El patriarca es un hombre de sesenta años interpretado magistralmente por Daniel Fanego, a esta altura experto en personajes siniestros. Está su yerno, que representa una variable más joven y, como no puede faltar, se suma un personaje más joven e impulsivo que ha salido de la cárcel y que desde el vamos es una bomba de tiempo. La contraparte es el hijo de Fanego, interpretado por Luciano Cáceres, quien no quiere formar parte de la banda y trabaja de guardia de seguridad. Obviamente todas las historias se mezclarán cuando la familia entre en disputa con los pesos pesados de la zona. La historia respeta códigos y estilos del policial, mantiene interés y resulta por momentos atrapante, pero tal vez el problema es el desenlace, donde no se logra la efectividad dramática o narrativa acorde a todas las promesas del comienzo. Dentro de un cine más industrial, una película así tal vez tendría ese toque extra, dentro del cine argentino parece que ese pulido que cierra el film no se concreta. Su respeto por el género igual le permite una dignidad y un espíritu que vale la pena destacar.
El cine de terror tiene una demanda tan grande que no hay casi semana en la cual no se estrene una nueva película de este género. Mantener la calidad es complicado, incluso diferenciarse de la mayoría parece una misión complicada. Pero tan popular es el género que aun así se siguen produciendo películas y generando euforia cuando alguna se sale del promedio. Maligno (The Prodigy, 2019) se inscribe en la tradición de niños malignos, pero en lugar de una posesión diabólica o demoniaca acá el conflicto surge de una reencarnación. Un asesino monstruoso que muere justo cuando el pequeño protagonista del film nace, reencarnará en él, lo que en poco tiempo comenzará a manifestarse. Con eso la película se gana nuestra atención, al menos en la primera parte. El prodigio del título original refiere a que el niño habla antes que la mayoría de los bebes, que demuestra una inteligencia superior y que, finalmente, empieza amostrar síntomas de maldad. Hasta ahí llegan los méritos de una película que va copiando elementos de otras hasta ser simplemente una más del montón. Al menos durante un rato pudo ser diferente y de esa manera tener una chance de no ser confundida con otros cientos de films de terror de los últimos años.
El documental, como se ha dicho muchas veces, juega todo su potencial al elegir el tema. Si el tema vale la pena y el realizador no se equivoca, la película ya tiene la batalla ganada. Qué después de esa victoria logre elevarse un poco más, eso ya es otra cosa, y ahí sí entra en juego el talento y la sensibilidad de los que hacen la película. El cine argentino suele empantanarse con los temas políticos, hundiéndose en la solemnidad y la bajada de línea, pero cuando los temas no van por ese lado, la producción de documentales interesantes que se hacen en nuestro país no es nada despreciable. Foto Estudio Luisita cumple con todo lo mencionado y vale tanto por el tema elegido como por la forma en la que lo retrata Sol Miraglia y Hugo Manso son los realizadores de esta película que cuenta la historia de las hermanas Escarria, Graciela, Rosa y Luisa, nacidas en Colombia y llegada a la argentina en 1958. Ellas heredaron el estudio fotográfico de la madre, una pionera de la fotografía, y fue Luisita la que sin una preparación académica se convirtió poco a poco en fotógrafa profesional y se instaló con fuerza dentro del mundo del espectáculo porteño, donde retrató a todas las estrellas del Teatro Maipo. No era Luisita solo una buena fotógrafa, su talento se hace evidente al revisar el material que acumuló a lo largo de las décadas. La directora del film arranca la historia contando como la conoció y como descubrió en el departamento donde viven –que también fue su estudio, veinticinco mil negativos inéditos además de las grandes fotos que si se publicaron. Luis Sandrini, Pepe Marrone, Susana Giménez, Tita Merello, Jorge Porcel, Alberto Olmedo, Moria Casán, las hermanas Pons, Amelita Vargas –amiga de las hermanas- y un número inagotable de personalidades descollantes del teatro de Revista porteño, así como músicos del nivel de Atahualpa Yupanqui. La película describe aquel esplendor desde el mundo actual de las hermanas. La muy tímida y talentosa Luisita recuerda ese pasado legendario que a la vez está claro que extraña. El teatro de Revista como se lo conocía en aquel momento ya no existe más y la fotografía como ellas la trabajaban, tampoco. Un pasado glorioso para todos, pero pasado al fin. Hay humor, una ternura que no tiene límites y también una melancolía que alcanza momentos muy emotivos. La película también llega a angustiar, aunque la existencia del film en sí mismo es un rescate del olvido tan merecido que esa angustia se disipa. No se trata de la mera ilustración de los personajes, la cámara logra momentos de gran profundidad, de observación inteligente de lo que ocurre, así como también de los sentimientos de los personajes. Las hermanas Escarria son absolutamente adorables y la película lo muestra. Pero también son personas ancianas escondidas en un departamento de la calle Corrientes, detenido en otra época, en otra estética, en otro mundo. No importa que tan efímero sea su paso por el cine, donde aparezca Foto Estudio Luisita hay que verla. Hay mucho para disfrutar en estas imágenes y estas maravillosas hermanas y su historia.
Desde el Hollywood clásico en Technicolor y Cinemascope hasta las obras de Robert Bresson y Eric Rohmer, la Mitología artúrica ha dado material de sobra a la historia del cine. Tal vez el film más logrado en lo que a reconstrucción de la totalidad de la mitología siga siendo Excalibur (1981) de John Boorman, película de la cual Nacido para ser rey sin duda es en parte heredera. Alex es un niño británico de doce años, noble y valiente, que sufre los problemas de cualquier chico de esa edad. Se enfrenta a los que hacen bullying aun cuando dista de ser una persona violenta o peleadora. Escapando justamente de uno de sus arrebatos justicieros, cae en una obra en construcción donde encuentra la espada del Rey Arturo. La mítica Excalibur está frente a sus ojos y, sin saber realmente lo que ha hecho, consigue sacarla de la piedra. Alex ha sido elegido. La película tiene una hora inicial muy buena, casi sorprendente, donde el mundo cotidiano de los chicos y el mundo de leyenda de Los caballeros de la mesa redonda combinan sin problema alguno. La presencia de un Merlín (falsamente) joven que luego se convierte en el actor veterano Patrick Stewart es una de las muchas referencias a la película Excalibur. La dama del lago y su forma de tomar la espada será la cita definitiva y homenaje máximo a aquella película. También el título original encierra una referencia. The Kid Who Would Be King es un juego con el título del film de John Huston, adaptación de Rudyard Kipling, The Man Who Would Be King. Cuando la película pasa a su momento más espectacular, cuando Morgana muestra todo su poder, allí la historia se estanca un poco y pierde gran parte de su encanto. Aun así, con su sentido del humor, su tono liviano o familiar, y con su respeto por el mundo artúrico, la película mantiene la dignidad y se disfruta sin mayores sorpresas ni hallazgos descomunales.