Seis desconocidos reciben un misterioso paquete. En su interior, se encuentra un mensaje que promete al propietario una oportunidad para alejarse de sus vidas rutinarias. El grupo llega a la localización señalada y se dan cuenta de que se disponen a competir en un laberinto compuesto de cuartos de escape. La idea les parece interesante, pero para cuando se dan cuenta ya están dentro del laberinto y los cuartos son verdaderamente peligrosos. Lo peor es que el organizador del juego conoce los detalles más traumáticos de la vida de los personajes, con lo cual a la dificultad natural del juego se le sumará el dolor de revivir esos momentos. Llena de ideas, aunque parecidas a otras ya vistas, con algunos momentos originales o visualmente atrapantes, la película es más el deseo del espectador de ver el juego que del sentido del mismo dentro del guión. La dirección de arte también se luce, como se luciría en un parque de diversiones recreado para cualquier historia. Pero a medida que pasan los minutos todo queda en la rutina y las vueltas de tuerca finales apuntan más a hacer nacer una franquicia que a realmente sorprender a quienes ven la película.
A Dalmiro (César Bordón) la inesperada muerte de su hermano lo enfrenta a una serie de responsabilidades que no tenía pensadas. Tiene que ocuparse de sus sobrinos, su cuñada, y una serie de deudas económicas y emocionales que tendrán que resolver de un día para el otro. Aunque la película parece ubicarse en un espacio de medianía sin demasiado brillo al comienzo, poco a poco encuentra su tono y se vuelve más interesante. Este personaje no es ni un héroe ni un villano, simplemente busca la manera de hacer lo mejor que puede con las circunstancias que tiene frente a él. Un actor conocido, pero siempre secundario, como César Bordón, encuentra aquí la posibilidad de lucirse con un protagónico que aprovecha al máximo. Con sobriedad pero con mucha presencia, es el corazón mismo de la película. A medida que la rutina de Dalmiro comienza a trastocarse, aparece al mismo tiempo una humanidad una nobleza tan sencilla como gigantesca. Un gran personaje con una película a su altura.
Las intrigas palaciegas han sido un espacio ideal para un cine de época solemne y acartonado, siempre acompañado de fastuosos vestuarios y escenarios, con actores disfrazados sobreactuando hasta el límite del o tolerable. Pero es un poco injusto que sea así, ya que esas intrigas suelen encerrar reflexiones sobre el poder y las relaciones entre las personas. En una época a este cine se lo llamaba de qualité, con su aparente profundidad de realismo psicológico, siempre subido a los hombres de grandes nombres de la literatura, el teatro o la historia para autoproclamarse como arte superior. A pesar de que hace más de cincuenta años que se ha revisado la historia del cine y se ha evaluado hasta qué punto este arte llamado superior es en realidad una forma pobre de hacer películas, aun hoy hay directores que se las ingenian para volver a vender el mismo viejo buzón. Si uno se asoma gritando a los cuatro vientos que es el nuevo gran cineasta y que sus películas son superiores al resto, es posible que nadie se preocupar por cuestionarlo y la aprobación entre los críticos y los premiadores sea casi instantánea. Está claro que La favorita no es la clase de qualité hace décadas, sino uno renovado, con nuevo trucos y efectismos. La película, por decirlo de forma apresurada, está más cerca del abyecto Peter Greenaway que del pomposo Franco Zeffirelli, aunque ambos podrían citarse como influencias. Lo mismo para el Amadeus de Milos Forman y –perdón por la comparación- el Barry Lyndon de Stanley Kubrick. Pero a no dejarse engañar, estos dos últimos films han tenido más honestidad cinematográfica que el director Lanthimos y la película que acá analizamos. El director utiliza recursos modernos y abusa de ellos, pero eso no lo aleja del qualité, solo lo hace entrar en el siglo XXI galopando sobre esta forma de hacer cine desde hace medio siglo ya perimida. Y no es que la historia no valga la pena, al contrario. Pero de eso se trata, Lanthimos toma una gran historia y construye una película con una buena carga de sordidez, golpes de efectos y una estudiada y nada sincera vocación de aliarse con la ideología de los tiempos que corren ahora, no en la Inglaterra de comienzo del siglo XVIII. Inglaterra está en guerra contra Francia. La reina Anne (Olivia Colman), ocupa el trono, pero su salud está deteriorada. Su amiga Lady Sarah (Rachel Weisz) toma las decisiones más importantes en su lugar. Por su estado físico y mental, la Reina se lo permite. Pero entonces llega una nueva sirvienta llamada Abigail (Emma Stone). Su aparición en el palacio trastocará todo, cuando al ayudar a la Reina con su enfermedad consigue su favor. Estas dos mujeres lucharán por la Reina y por conservar o aumentar su poder en el palacio. Hay que repetir que la historia no está mal. Pero Lanthimos tiene la necesidad de utilizar recursos cinematográficos y diferentes técnicas para recordarnos que estamos frente a una película. No se trata de una bella utilización del gran angular, más bien se ve como una cámara de seguridad puesta en algún rincón del palacio. Todos tienen el visto bueno para el exceso actoral y no hay plano que no pida a gritos un premios al mejor vestuario o mejor dirección de arte. Pedir premios y que se note es el peor pecado que puede tener una película. No se le cuestiona al director su desprecio total por el ser humano y su poco fe en los vínculos, cosas que ya demostró en films anteriores a este. Sí es un poco ridículo su insistencia y repetición en la sordidez. Como si acaso la única forma de mostrar un mundo horrible sea filmarlo de forma horrible, como si descuidar aunque sea por un segundo el grito permanente de las ideas del director amenazar con que estas no se entiendan. Los espectadores ya hemos visto pasar esta clase de vendedores de chucherías. Duran unos años y luego nadie desea volver a ver sus películas. Pero para entonces ya se aseguraron su prestigio, tan desesperadamente buscado, siendo siempre el cine el sacrificado en esa ceremonia.
Es difícil de entender la catástrofe cinematográfica que es La gran aventura LEGO 2. Aunque no es sencillo hacer una gran película a partir de unos juguetes, lo más lógico es que si lo lograron en más de una ocasión, no debería fallar la fórmula, o al menos no caer tan lejos del original. La gran aventura LEGO funciona a partir de una premisa simple y original, también era muy divertida e inteligente Lego Batman: la película. Pero esta nueva estrega busca romper con todas los récords de distancia entre una buena primera película y una segunda. Los personajes del primer film se enfrentan a un invasor que convierte a su mundo en un espacio post apocalíptico al estilo Mad Max. Toda la trama de la película consiste en esa batalla entre un enemigo que parece invencible y los héroes que deben reinventarse a sí mismos. Pero nada funciona, todo se ve prefabricado, mentiroso, mecánico en el sentido menos noble del término. Incluso los temas, que sin duda tienen matices y distintos niveles, quedan entorpecidos por las constantes referencias y chistes malos. Lo más curioso es que la película es inesperadamente aburrida. La autoconciencia la vuelve insufrible, el doble juego entre el mundo de los Legos y la realidad ya ha quedado expuesto y carece de cualquier interés. Algún chiste suelto puede funcionar y por instantes el despliegue visual impacta. Lo más bello de la película es la secuencia de cierre, donde la animación es de una belleza mayor al resto del film. Pero aun ahí, una canción haciendo chistes sobre los títulos arruina el momento. La película es simplemente agotadora, una decepción enorme viniendo de una serie de películas inteligentes y divertidas.
La Nostalgia del Centauro describe el mundo de un matrimonio de ancianos que vive en los cerros tucumanos. Como representantes de una larga tradición gauchesca, ellos parecen vivir en un tiempo que ya no existe. La búsqueda de la película es mostrar ese mundo sin casi alterarlo, exponerlo como es. Así las reflexiones no son altisonantes ni buscan golpes emotivos, las situaciones carecen de crecimiento dramático y casi no asoman los motivos por los cuales ese mundo va quedando atrás. Los paisajes son imponentes y la mayor respuesta a los motivos por los cuales alguien vive en ese lugar lejos de la civilización y los avances tecnológicos o el confort. El director siempre sabe dónde colocar la cámara para que no exista un solo plano descuidado o carente de belleza. Pero lo que apuesta en imagen no lo puede respaldar en narración. El mundo de estos dos ancianos nunca llega a traducirse al lenguaje de los espectadores. Si acaso el director está fascinado por ellos, esa fascinación no logra alcanzar a la película como tal. La película no produce la mencionada fascinación. No se ve sabiduría, no se entienden los motivos y finalmente no hay en estos personajes algo que nos llegue. Los vemos pero nunca los entendemos.
En un terreno que bordea todo el tiempo al género fantástico, El día que resistía cuenta la historia de tres hermanos, Fan, Tino y Claa, que están solo en su casa rodeada por lo que podría ser un bosque. Sus padres no están, se han ido y nada se sabe de ellos al comienzo. Así, los tres niños van jugando, investigando, leyendo, comiendo y durmiendo en una soledad que se va volviendo cada vez más inquietante y sórdida. La película no da respuestas, el registro de los niños no es exactamente documental, pero la naturalidad de muchas de las escenas muestran que se los filmó con la libertad para que sean realmente niños, no niños todo el tiempo actuando. Por momentos la película recuerda a la reciente y contemporánea Vendrán lluvias suaves (2018) de Iván Fund, aunque allí los adultos estaban dormidos, mientras que acá directamente no están. La acumulación de misterio, la constante referencia a los cuentos de Hadas, en particular con la lectura de Hansel y Gretel, le dan a la película un interés que poco a poco se va apagando, solo las sospechas de algo siniestro y la sensación de deterioro del hogar consiguen los últimos instantes valiosos de la película. Luego la ambigüedad supero ampliamente a la fascinación y la película queda virtualmente en el medio de la nada. No por accidente, claro, sino en una clara intención de la realizadora. El resultado, a diferencia del otro film mencionado, terminando siendo decepcionante.
Documental sobre la obra del artista informalista argentino Alberto Greco. Cincuenta y tres años después de su suicidio la película repasa su obra y registra la vigencia de la misma. La directora evoca con la propia forma del film, el trabajo de Greco. Involucra su propia vida y mezcla estos con testimonios, humor, imaginación y verdadera devoción por la obra del artista que tanto admira. Material no le falta. El uso de la voz en off de la propia directora no convence y aunque se entiende que es la voz de una aficionada, el resultado es un texto didáctico. Como una clase sobre Alberto Greco, la película no logra despegarse como película en sí misma, sino como una forma de acerca a él, no más.
Un punto de partida habitual dentro del cine policial es el de los personajes de perdedores a quien el azar cruza con una fortuna de dinero mal habida. Es un recurso muy común y ha dado muchas grandes películas, incluyendo varias de los Hermanos Coen, en particular Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men). Gordo y Perro son dos amigos que aunque ya no son jóvenes parecen comportarse como dos adolescentes. Ambos sobreviven como pueden en un pequeño pueblo costero llamado, irónicamente, Pueblo grande. Cultivan marihuana con la complicidad de la escasa policía, cuidan un hotel vacío y se las rebuscan con lo que tengan. Entonces aparecerá la fortuna que lo cambiará todo, pero como suele ocurrir, con ese dinero vendrán los problemas. Mientras que ellos buscan que hacer sin caer en manos de la policía o de los dueños del dinero, un policía que ha sido transferido desde la ciudad es ahora el nuevo comisario, amenazando con poner orden es este lugar donde todo parecía permitido. Se suceden los enredos y los cruces, como en un guión de los Coen. Y la insistencia para mencionarlos es porque los propios protagonistas fantasean con escribir un guión de policial y mencionan a los hermanos Coen y a No Country for Old Men. Esto no queda ni forzado ni pretencioso, sino que es parte de la trama, además de una declaración. Los actores, el tono, las primeras vueltas de tuerca, todo funciona bastante bien hasta que en las escenas finales el nivel que la película traía se desmorona con un desenlace algo apresurado y fuera de tono con respecto a lo que Los últimos románticos venía proponiendo. A pesar de eso resulta un prolijo trabajo de género y una película entretenida.
Hace unos años un bodrio sensiblero, de esos que se hacen para la tribuna, llegó de Francia, donde había sido un gigantesco éxito de taquilla. Amigos intocables (Intouchables, 2015). Pero aunque gustó en otros países, en muchos de ellos no pudo igualar su triunfo local. Tal vez por eso, y a la moda actual, se hicieron versiones en otros países. La India con Oopiri (2016), Argentina con Inseparables (2016) y ahora Estados Unidos con Amigos por siempre (The Upside, 2017). Muchas veces se hacen remakes de grandes películas, de obras maestras, y todos discutimos y las comparamos y perdemos el tiempo en enojos y reclamos. Cuando la remake es buena, no pasa nada, cuando es mala, suele pasar al olvido. Pero más curiosa es esta costumbre de filmar una y otra vez una película pésima, un guión sensiblero, una catarata de lugares comunes y situaciones tan prefabricadas como obvias. En favor de las remakes es que ninguna pudo ser peor que la original, hay un mérito ahí. La norteamericana, como era de esperarse, es la más profesional y tiene el mejor ritmo, pero con eso sólo no hacemos nada. Kevin Hart consigue buenos momentos de comedia en su rol de atorrante, y Bryan Cranston no se queda atrás en el sencillo y a la vez complicado rol de cuadripléjico, pero no hay mucho más para hacer. Incluso ambos actores, en una historia original, podrían haber sido mejor aprovechamos. También está Nicole Kidman, un lujo excesivo para una película irrelevante. Tantas películas que no vemos, tanto buen cine sin conocer, y ahora tenemos que ver tres veces las peores películas.
Beautiful Boy es un drama que cuenta la historia de David Sheff (Steve Carell), un padre que ve como su hijo Nick (Timothée Chalamet) se vuelve adicto a la metanfetamina e intenta ayudarlo a que deje la adicción que lo está destruyendo. La propuesta es más interesante que su ejecución, pero aun así consigue mostrar la desesperación de David, su ex esposa, mamá de Nick, y la nueva esposa con la que David tiene dos niños. Todos desean lo mejor para Nick y buscan encontrarle la vuelta que no parece tener salida. Una película de estas características suele apoyarse en la intensidad de las actuaciones y esta no es la excepción. El rol para premios es el del adicto, como ocurrir, pero las mejores actuaciones son las otras, lo que tampoco es sorprendente. Los premios en general son un mal chiste, caprichoso y arbitrario, pero en lo que actuación se refiere son un bochorno. Esto no debería preocupar a nadie, excepto cuando se nota que alguien está forzando su trabajo para contar con nominaciones o galardones. Pero ahora la moda son las actuaciones basadas en celebridades, por lo cual esta película ha quedado un paso atrás. Maura Tierney, interpretando a Karen Barbour, la esposa de David, demuestra cómo actuar con sobriedad en un film en el que muy fácil se puede caer en sobreactuaciones. No hay espectador que pueda estar indiferente frente al conflicto de ver a un ser querido caer en algo que está más allá de su control. Qué por momentos pide ayuda y en otros rehúye de ella. Si además los que sufren son los padres, no es fácil no sentir la angustia. En eso la película funciona y aporta sus mejores logros. Luego elige ser didáctica y pierde autenticidad. No hay nada de malo en serlo, pero sí cuando este didactismo afecta la narración cinematográfica. En un momento David consulta al Dr. Brown, para ver si puede ayudarlo con su hijo. El actor que lo interpreta es Timothy Hutton, quien en 1980 saltó a la fama por ser un adolescente atribulado en la película Gente como uno (Ordinary People) de Robert Redford. Hay una conexión en la mirada y la idea del cine que ambos films tienen. Un drama familiar realista con grandes actores y un proceso de aprendizaje en común. En su afán de servicio social Beautiful Boy termina con carteles que explican la gravedad del conflicto en Estados Unidos. La película podría haber estado encima de ese discurso de carteles en el cierre. Renunciar al cine para entregarse al discurso es una elección, tal vez el director evaluó que era más importante. Sin embargo, cuánto mejor sea una película, mejor llegue su discurso