El hombre que podía recordar sus vidas pasadas:
En una de las cartas que intercambió con el cineasta y programador Mark Cousins, la actriz Tilda Swinton contaba que cuando vio Tropical Malady en el Festival de Cannes pensó que habían equivocado el orden de los rollos, saltó del asiento y empezó a buscar un responsable por los pasillos de la sala, para que enmendara el error.
Swinton recuerda el hecho con un ácido sentido del humor, casi no pudiendo creer lo poco que había entendido del cine de Apichatpong Weerasethakul, y su desconexión con la selva, a la define como “intoxicadora”, y apunta que “la película murmuraba a través del bosque”, y que recién después vio Blissfully Yours: “Mis recuerdos de esta película son muy nítidos y no sólo porque la ví hace poco sino porque recién entonces estaba lista para el bosque”.
Más allá de que Swinton emplee indistintamente “bosque” y “selva”, se lo podemos perdonar porque detecta un verbo fundamental: “murmurar”. Efectivamente, al murmurar, la selva de Apichatpong convierte a Apocalypsis Now y La selva esmeralda, o a ciertos films de Sam Fuller y Terrence Malick en ejercicios gramaticales, para quienes hay un solo verde y el espacio es apenas un decorado.
En el cine de Apichatpong no hay uno sino cientos de verdes, infinitas gamas de verde, y por entre ellas vamos avanzando, percibiendo no ya experiencias físicas como las que el cine siempre nos da cada vez que se mete dentro de esa fortaleza verde. Ya no se trata de experiencias meramente físicas, o sensoriales, sino de experiencias trascendentes, donde el bosque y la selva son capaces de producir un efecto liberador -como en Blissfully Yours- o bien alucinaciones o impactos hipnóticos -como ese tigre real e imaginario de Tropical Malady-, o ser el escenario donde se verifican las reencarnaciones, como en El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, en ese viaje final del tío, atravesado por un humor que ya asomaba en Syndromes and a Century más que en la parodia fallida The Adventures of Iron Pussy.
Decir que Apichatpong es el cine es una obviedad y no hay nada nuevo en esa afirmación, salvo por el hecho de que en el corazón de esa idea está la dimensión fantasmática que perfilan sus películas. Y el cine es un fantasma: una materialidad sin cuerpo, una verdad sin realidad. Inaprehensible y fascinante, El hombre que podía recordar sus vidas pasadas es capaz de suscitar en el espectador lo que Ungaretti llamaba “el sentimiento del tiempo” a la vez que su abolición, obligándonos a preguntarnos si esas imágenes y sonidos tristes y repetidos, si esas manufacturas cansadas de sí mismas de verdad tienen algo que ver con el cine, si es cine lo que vemos regular, penosamente.
Es curioso, porque como suele suceder con los cineastas inventores, al ver sus películas se nos aparecen otras películas y poéticas pero cuando queremos relacionarlas, cuando pretendemos hablar de que hubo origen y continuación no lo logramos, porque el cine de AW siempre sale impecable, casi indiferente o ajeno a todo.
Estructuras bifurcadas que se interrumpen para dar paso a otras, fantasmas que se reúnen con los vivos, selvas donde todo es posible incluída una princesa poseída por un pez, familiares que dialogan con sus antepasados intercambiando o entrelazando mutuas memorias, personas que se convierten en animales, la comunidad deviene política y mística. Si es verdad aquello que decía Marguerite Duras, que el cine es lo que no conocemos, entonces las películas de Apichatpong nos dicen que cada intento por conocerlo está destinado al fracaso, pero aproximarnos a ese misterio es lo más cerca que podemos estar de él.
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