120 Pulsaciones por minuto no es solo un filme sobre activismo, también es una exposición de la cotidianeidad de las víctimas de HIV, personas que transcurren sus días con la consciencia molesta de que la muerte está siempre cerca, y que así y todo se permiten vivir, festejar, o porque no enamorarse. El francés Robin Campillo pone el foco en el ala parisina del grupo ACT UP, una asociación nacida en 1987 en New York e integrada por jóvenes LGBT que tenía como objetivo realizar campañas de prevención y protestar en favor de sus derechos en tiempos en los que el virus era prácticamente una pandemia y la ignorancia del discurso homofóbico estaba, también como un virus, arraigado en una parte importante de la sociedad.
En este sentido, es valorable la amplitud con la que encara un tema tan amplio y aún tan borroso para algunas personas como es el SIDA. Y no solo eso, hay una búsqueda de claridad en las explicaciones en torno a la enfermedad y su desarrollo patológico que termina dando como resultado un guion pedagógico, casi como si el largometraje en sí fuese otro acto de concientización. Esto es evidente en las decenas de asambleas que el grupo tiene, donde entre discusión y discusión se van delimitando los distintos puntos de vista respecto al accionar que debe tener la asociación. Al final queda claro: entre pacifismo o shock, teñir el río Sena de rojo sangre es más que un llamado de atención a la negligencia estatal, es símbolo de que mientras haya algo adentro que todavía esté latiendo, la resistencia infectada, enferma, débil, seguirá de pie, fluyendo.
Más allá de ese estilo cuasi documental con videos de archivo incluidos y la utilización de la cámara en mano del que Campillo se sirve para encimarnos a los personajes. Lo más inquietante es que a lo largo de las dos horas y media es imposible olvidar que, en cada plano, cada conversación, cada nueva acción que el grupo haga para visibilizar aquello que las calles de París no quieren ver, el virus está acurrucado ahí, incomodando con su latencia e invisibilidad, deteriorando cuerpos que luchan con la urgencia de aquel es consciente de la finitud de su vida.
Así, a la trama política y combativa, se le suma una más íntima en el que el actor argentino Nahuel Pérez Biscayart interpreta al activista Sean Dalmazo y su dramática relación amorosa con un integrante de ACT UP portador, pero no enfermo. Lo que da como resultado una película que entiende muy bien lo público y lo privado, con personajes que ebullen sobre París entre papel picado y música electrónica pero que detrás de la rendija de la puerta reconocen la incertidumbre y el miedo que significa estar en una situación que nadie quiere ver.
Por Felix De Cunto
@felix_decunto