Elogio de la incomodidad
Danny Boyle es uno de esos directores que si fueran animales se asemejarían a las anguilas: eléctricos, imposibles de agarrar, difíciles de clasificar, movedizos. Su filmografía está repleta de altibajos en los que siempre el tono es altisonante. Es, si se quiere, un director amarillista, pero consciente de ese posicionamiento.
En este contexto, la aparición de la historia que da vida a 127 horas cabe como anillo al dedo a la filmografía de Boyle: la historia de un accidente, un extravío, un sacrificio y una redención. Algo que, de un modo u otro, también es un tema en el cine del director.
Pero aquí el cambio es otro y el tono entre distanciado e irónico de otras películas anteriores se convierte, desencanto mediante, en una película de un inusitado humanismo (no exento de cierto moralismo, siempre presente de manera irrisoria en otras películas de Boyle), donde el director se acerca extrañamente a ese experimento notable de Robert Zemeckis llamado Náufrago, con el que comparte abiertamente la necesidad del show unipersonal con todas las variaciones posibles de personalidad en un espacio y tiempo acotado.
Pero ahí donde la premisa se vuelve un mero gancho comercial (Enterrado sería un caso evidente de esto), Boyle ve el modo de escapar del lugar común. Lo hace con la increíble metamorfosis de James Franco, que va de la arrogancia prepotente a la indagación reflexiva en muy pocos días pero también lo hace con un recurso poco feliz, que quizás sea lo que desentona: los flashbacks como sostén dramático, como espesor narrativo de ese momento central, el del punto límite, el de la decisión de sobrevivir al costo de arriesgar la integridad del propio cuerpo.
Pero no seamos injustos: el modo en el que esos flashbacks se encadenan se mezclan con las alucinaciones que el protagonista comienza a sufrir en medio del desierto. Y la historia, que quizás reclamaba una lógica más apegada a los hechos “reales” comienza a adquirir un tono de fábula, de cuento moral antiguo, tanto como la historia que el protagonista cuenta sobre su encuentro con la roca, sobre como ambos estaban predestinados al encuentro.
Ese relato que cuenta (una cámara manejada por el mismo protagonista, Aron graba el proceso de supervivencia) se asemeja mucho a ese que narrara Byron Orlock, el personaje de Míralos morir (Peter Bogdanovich, 1968), que a su vez es un cuento de Las Mil y Una Noches: el cuento narra la historia del hombre que pensando que eludía a la muerte al escapar de ella en un encuentro fortuito en una ciudad terminó encontrándola en otra, que era el destino que estaba realmente programado. Ese tono es el que permite que muchos de los peores momentos de las películas de Boyle peguen un giro repentino. Y se conviertan en esos artefactos inclasificables que hacen que su cine carezca de medias tintas.
Para quienes no hayan visto la película, sabrán, el personaje sólo puede escapar mutilándose de forma terrible. No puedo revelarles cómo lo hace y si lo logra, lo que si es notable es cómo el director opta, dentro del tono onírico que la película va tomando (lo que la relaciona extrañamente con una compañera en los Oscar, El cisne negro, que no es sino otra película sobre procesos interiores exteriorizados) por una descripción cruda, salvaje, realista, sucia, difícil.
Sobre ese terreno resbaladizo la película se mueve sin poder asirla. Molesta por momentos, conmovedora en varios, incómoda en el momento sangriento, dubitativa sobre la efectividad de sus recursos, se me hace imposible decir que es una película más. A su vez, no puedo sino sentirme profundamente manipulado. Hete aquí el secreto de Boyle: nunca dejarle el control al espectador.