Todo es sustancial, sucinto, medular en 35 rhums . Como si cada escena, cada plano, cada línea de diálogo hubieran sido cincelados al máximo, con paciencia de artesano, para despojarlos de todo lo superfluo, hasta llegar a lo esencial. Una sonrisa que apenas se insinúa cuando un timbre anticipa la inminente llegada de la persona amada; un fugaz vistazo al espejo donde se refleja la imagen del ser querido estrechando un cuerpo ajeno en el abrazo del baile; el tenso silencio que precede a las palabras que no hace falta decir porque se explicitarán en un gesto; un objeto (la arrocera) que cobra el peso, y la elocuencia, de un personaje más. Todos los sentimientos caben en esos trazos finísimos, sutiles, en esos instantes furtivos que la extraordinaria sensibilidad de Claire Denis capta y expone con mano maestra. La delicadeza narrativa de la directora francesa ( Bella tarea , Trouble Every Day ) alcanza aquí la plenitud.
Lo que cuenta es sencillo: la estrecha relación afectiva entre un viudo apuesto y de mediana edad y la hija a la que ha criado y con la que comparte una rutina armoniosa y cálida ("Tenemos todo aquí, para qué buscar en otra parte", se los oye decir), y los distintos momentos que atraviesa cada uno: él, Lionel, cerca del retiro de su puesto de conductor de una línea de trenes suburbanos; ella, Joséphine, estudiante de antropología, dependiente en un local de venta de discos y quizá deseosa de experimentar cómo es el mundo al que conducen las múltiples vías que ve desde su ventana, más allá del barrio parisino casi suburbano donde residen. Una rutina que necesariamente deberá alterarse, más tarde o más temprano, para que la muchacha haga sus propias elecciones. Una rutina de la que participa también el pequeño mundo que los rodea: Gabrielle, la vecina taxista que sigue pendiente de Lionel aunque hace rato que han vuelto a ser solamente vecinos; el joven Noé, vacilante y tristón y el único no descendiente de africanos, que no ha podido sortear las barreras que Joséphine impone a sus avances y ahora está pensando en vender su departamento y salir en busca de otro lugar para vivir.
De la muy fina trama que han tejido esos lazos familiares habla la mejor secuencia de la película, cuando el programa que el grupo ha previsto -asistir a un concierto después de mucho tiempo sin salidas en familia- se ve frustrado por una avería del taxi de Gabrielle. El grupo encuentra refugio en un bar donde baile y gestos más que palabras dejarán expuestos muy sutilmente los lazos que los unen, los afectos que los vinculan y las soledades que los separan. Difícil recordar una escena más cálida y más delicadamente conmovedora en un film de Claire Denis; difícil no reconocer en su tono sereno, meditativo, sosegado, en la importancia que cobra cada detalle y en la extraordinaria economía de sus recursos expresivos la intención -declarada- de rendir un homenaje a Yazujiro Ozu. Pero también hay que señalar que el admirable equilibrio que el film expone en la concepción integral de cada escena -la imagen, el sonido, los silencios, los personajes, los objetos y también el ritmo de la cámara- es muy propio del cine de Denis y quizá refleja la propia armonía de un equipo -directora, coguionista, fotógrafa, músicos y actores como el enorme Alex Descas o Grégoire Colin- que funciona con el compromiso artístico y la exquisita precisión de una orquesta de cámara.