Bajo el signo de cáncer
Hay noticias que nos toman por sorpresa. Que no las esperamos, que no las vemos venir así se anuncien haciendo señales de humo y a los gritos desde kilómetros. O pisándonos los talones. Las noticias son jodidas y nos agarran por la espalda, descuidados o demasiado alerta como para darnos cuenta que, justo cuando más mirábamos hacia un punto, el resto del universo estaba cambiando. En levantar la cabeza, ver el panorama completo y dejar de focalizar la energía en un par de detalles absurdos, es donde puede radicar la diferencia. Se trata de dejar de ser 100% algo y empezar a combinar porcentajes. Lo ideal sería algo así como 50-50. 50 optimismo, 50 incertidumbre. 50 positivo, 50 negativo. 50 protagonista, 50 lo que lo rodea. Pero siempre todo mezclado, sin divisiones. Quizás ahí se encuentre el encanto que tiene esta película. No es 100% sobre un chico joven al que detectan un extraño cáncer, sino que su centro está dividido y fundido con su alrededor, con lo que le pasa a una novia artista, a una madre, a un amigo y a una novel terapeuta en relación con Adam (Joseph Gordon-Levitt) y su enfermedad.
Apenas corridos, por ahí dando vueltas, hay prejuicios y espacios falsamente acogedores. En la casa de Adam y en el pelo de su novia Rachel (Bryce Dallas Howard) hay un tono rojizo anaranjado que da la sensación de calidez. Pero cuando él y sus padres cenan pizza, ella come ensalada, despegándose con un detalle superficial del núcleo de esa familia. Se adivina su inestable compromiso cuando ni siquiera pueden compartir el plano -como si no tuviera la fuerza ni la convicción necesarias para acompañarlo-, y se confirma cuando tarda apenas unos segundos de más en responder que va a ser ella la encargada de los cuidados de Adam. Esa anaranjada claridad que hay en la casa (y en la radio donde él trabaja) intenta transmitir tranquilidad y apoyo, como si el mundo que lo rodea contrarrestase la invasión del blanco y luminoso hospital o el ahogo de sus camisas cerradas casi hasta el cuello.
“Yo no tomo, yo no bebo, yo reciclo”. Y Adam además corre, y espera a que el semáforo le permita cruzar por una calle que está desierta. No puede evitar comerse las uñas, pero tampoco puede decirle al descortés médico -que ni siquiera lo saluda con un apretón de manos- que no entiende del todo esos términos que está garabateando en el aire para su grabadora personal. El doctor no tiene el coraje de mirarlo a los ojos cuando le da la noticia, pero los doctores de hoy ven los resultados en su computadora, las fichas médicas son audios en un mp3 y ya ni siquiera existe eso de la contención ante un diagnóstico desfavorable. Para esas cosas están las psicólogas, que se supone deberían tener 65 años y no usar un pullover tan rojo, tan cálida y honestamente pasional. “Se supone”, porque Katherine (Anna Kendrick) es joven y está aprendiendo en la práctica cómo es eso de tratar a un paciente con cáncer. Ella es parte fundamental de la espontaneidad que atraviesa toda la película, sus gestos vitalmente nerviosos evidencian cómo se reacomoda dependiendo de lo que le pasa a Adam, porque van a experimentar juntos (como no lo hace Rachel) que el manual está para ser modificado. Probablemente, como terapeuta no debería acumular basura en el auto y dejar que su paciente se deshaga de los restos de comida, pero la inexperiencia de ambos va a eliminar barreras que nunca fueron del todo lógicas y permitir poner en duda esos pasos tan polémicos en un tratamiento, como tocar emotivamente al paciente. Porque el problema con el contacto es que está establecido que es reconfortante. Quizás no lo sea. Quizás es hora de decir que no nos gusta que cualquiera nos dé una palmada en el hombro, que cualquiera nos abrace, que todos nos pregunten cómo andamos: el contacto es uno de los lenguajes menos plausibles de ser controlados/decorados. Podemos engañar al escribir, al hablar, al mirar a alguien. Podemos esforzarnos en fingir que la pareja funciona, que las preocupaciones no nos afectan, que somos valientes. Pero al tocar al otro, hay algo no sólo en el calor del gesto, sino en su duración, en el movimiento, en el arco de desarrollo que evidencia a los gritos y se despedaza en el aire si es falso. Es por eso que la relación entre Adam y su novia, y los primeros momentos entre Adam y Katherine son tan incómodos: dentro de dos convenciones diferentes (la del noviazgo y la relación analista-paciente) los gestos son pautados, son pasos a seguir. Afortunadamente, en uno de los casos, van a perder autoridad al deshacerse de sus reglas y, como la película, van a correrse de lo esperado.
Adam cree que es el único que tiene que lidiar con lo que le pasa, pero todos lo hacen a su manera: escapando, negando, exigiendo, intentando disfrutar, averiguando, aprendiendo. Cuando su mejor amigo Kyle (Seth Rogen, repitiendo sin cansar el papel de bestia adorablemente honesta) se entera de su enfermedad, amenaza con vomitar en el medio de la calle, pero en su tren de pensamiento completa y normalmente anómalo, pide porcentajes y tira datos absurdos. Lo que lo diferencia de Rachel es la honestidad que muestra al no comprender del todo cómo reaccionar, al no saber bien cómo seguir. Es el costado “alegre” del cáncer, es el fumón que colabora con los rituales que se presentan, el que cree que las chances 50-50 son altísimas, que la enfermedad está de moda entre los famosos y que si el tipo de la serie “Dexter” puede seguir laburando y Patrick Swayze también, todo va a estar bien… pese a que Swayze ya esté muerto.
50/50 reacciona con la extraña calma de la incertidumbre, y de a poco evidencia que nunca vamos a saber cómo actuar, que es mejor solamente estar ahí para dejarse sorprender. Y quizás sea eso lo que funciona: compartir lo inesperado, lo espontáneo. Poder pararse y discutir, poder poner en jaque premisas aprendidas de memoria, experimentar juntos que la teoría a veces se equivoca.