El mercado Municipal 4 de Asunción, el centro de compras populares más grande del Paraguay, es un mundo en sí mismo, un enredado laberinto de callejas por el que circula de la mañana a la noche una heterogénea multitud, integrada no sólo por comerciantes y compradores de todo tipo de mercadería -legal o no- sino también por aquellos que encuentran en ese gentío la clientela para ofrecer sus servicios; por ejemplo los changarines y carretilleros que asisten a quienes se han sobrecargado de bultos y necesitan que se los transporten, a cambio de algún efectivo. Hay cientos esperando por el candidato a cliente, así que no conviene distraerse como le pasa a Víctor, el adolescente que suele embelesarse delante de una pantalla de TV para admirar las postales de felicidad ajena que tanto abundan allí o para quedarse contemplando su propia imagen captada por la cámara. Tanto le gustaría participar de ese mundo, y sobre todo sentirse alguien, lo que equivale a tener un teléfono celular; todavía más si se trata de uno de esos modernos (estamos a mediados de los 90) que hacen fotografías y videos y son, claro, inalcanzables para chicos modestos como él.
Ensimismado mirándose pierde un cliente a manos de otro carretillero más rápido, pero enseguida la suerte le sonríe. Un carnicero le hace una curiosa propuesta: con su carretilla deberá sacar del mercado siete cajas (en realidad cajones de madera cuyo contenido ignora) y llevarlas a un destino específico del que no da detalles. El resto de las instrucciones se las dará a través del celular que le entrega en préstamo, junto con la mitad de un billete de 100 dólares (fortuna suficiente para conseguir su propio móvil); la otra mitad la recibirá cuando la misión se haya completado, siempre que cumpla algunas condiciones: que las cajas lleguen a destino, que no curiosee en su contenido y que evite que las inspeccione la policía.
Que este thriller vertiginoso en el que se mezclan la intriga y la pintura irónica de la realidad social con el suspenso y el humor negro provenga de Paraguay ya es una sorpresa. Sólo la primera de las muchas que abundan a lo largo de la agitada jornada del carretillero y su compañera-compinche-novia. Una aventura tan intrincada como el escenario en que transcurre. Es que por algún motivo alrededor de los cajones se agita un enjambre de interesados, que contribuyen a enriquecer una trama cuidadosamente urdida y al mismo tiempo ilustran hasta qué punto el consumo, la celebridad y la tecnología son los faros que iluminan (tal vez habría que decir encandilan) los sueños de los menos favorecidos. Por suerte, los realizadores del film evitan los discursos y ponen el acento en el entretenimiento: lo hacen con tanta vivacidad y energía, y a un ritmo tan sostenido que pueden pasarse por alto las buscadas coincidencias y los perceptibles parentescos con otros films. Pero también hay que destacar que esas influencias se diluyen bastante entre las pinceladas que revelan la procedencia del film, tanto en el dibujo de los personajes como en el inteligente aprovechamiento del escenario, Además -claro- del lenguaje.
La persecución es un elemento básico en 7 cajas. También lo son la sorpresa, atinadamente dosificada, y la ingeniosa conexión entre las distintas subtramas, en las que se mezcla un poco de todo: adolescentes astutos, atrevidos y codiciosos, secuestros, vivillos, policías, criminales, parturientas, comerciantes chinos, ladrones que roban a ladrones, carniceros con amigos temibles, carretilleros igualmente peligrosos, y celulares, muchos celulares, a menudo usados como la moneda corriente.
En un comienzo, es un humor irónico el que predomina, pero no desaparece del todo a medida cuando avanza la historia y se hacen más visibles los elementos del thriller (violencia y sangre incluidas) quizá porque también persiste en el tono algo del cómic. Una muy grata sorpresa.