Lola, Choco, Zota, Lija. Los cuatro tienen más o menos 12 años. Los cuatro suelen merodear por La Cantábrica, uno de los muchos establecimientos industriales víctimas de la crisis económica de fines de los noventa, y los cuatro atraviesan su propia crisis personal, la de cualquiera que está entrando en la adolescencia. Comparten ratos libres, algunos juegos, pero hay poco diálogo entre ellos, salvo lo vinculado con circunstancias cotidianas. Más bien parece que cada uno está en lo suyo. Ni Lola, la única chica, habla de sus rutinarias (y al parecer no demasiado satisfactorias) clases de danza. Ni Choco, de la convivencia con su abuela enferma, a quien debe cuidar. Ni Zota, de su compromiso con el grupo de actores no videntes a los que ayuda a ensayar o de su secreta atracción hacia una de las chicas, mayor que él. Ni Lija, de la curiosidad y la inquietud que empieza a manifestar en torno al sexo, si bien éste es un tema que, obviamente, dada la etapa de la vida que están viviendo es uno que ocupa el interés de todos.
Se viven los tiempos del menemismo, los de la carpa blanca de los docentes, de la explosión en Río Tercero, del asesinato de José Luis Cabezas, del cierre de las fábricas, como esa que tienen en el barrio y que a veces, estando ya vacía, se vuelve territorio para investigar. Pero la realidad sociopolítica es sólo un dato que se cuela como fondo, no más que un elemento que viene a completar el clima de estancamiento que la película recoge sobre la base de pequeñas pinceladas dispersas y que no resultan tan significativas ni tan determinantes como parecería buscarse.
Que la mirada que adopta el film para captar el momento que se está viviendo en el país o el tiempo de quietud que anticipa o sugiere que algo está por suceder provenga de los propios chicos la vuelve demasiado lacónica. Y el hecho de que cuando algo sucede Erríquez reduzca al mínimo la información puede en algún caso estimular la curiosidad y la reflexión del espectador, pero en otro provocar su desinterés. Ese mismo laconismo, además de la fragmentación de la acción, ya de por sí bastante escueta y disgregada (el director confía en la elocuencia de sus climas y sus imágenes, por otra parte destacables gracias al oficio del fotógrafo Juan Ignacio Garay y la música de Pablo Subatin), afecta en buena medida el interés del film. Los mayores aciertos están seguramente en la sensible descripción de los ambientes, la sencilla intimidad de un Buenos Aires suburbano que, despojado de pintoresquismos y artificios, se ve muy vivo y muy real.