Ni la eterna belleza de Roma, espléndida bajo la luminosidad del verano, alcanza para inspirar a un Woody Allen que parece necesitar vacaciones. La última etapa del tour europeo lo encuentra pobre de ideas y tal vez demasiado cansado para proponerles a sus fans alguna sorpresa, alguna novedad. Lejos, muy lejos de la fantasía ligera y tenuemente melancólica de Medianoche en París , su paso por la Ciudad Eterna apenas expone algunas ocurrencias, una dosis bastante reducida de sus diálogos chispeantes, bromas no demasiado ingeniosas sobre la base de una colección de estereotipos muy comunes acerca de Roma (y de los italianos), y cuatro historias desiguales, la más elaborada de las cuales, o al menos la que contiene las situaciones más cómicas, lo tiene a él como protagonista en el papel de un ex régisseur de ópera jubilado. Por supuesto, neurótico, y responsable de algunas frases filosas, como una que reserva a Freud.
De la escasa voluntad de innovar se tiene evidencia desde los títulos, acompañados por una versión de "Nel blu dipinto di blu", de Domenico Modugno, y poco después en una primera escena donde el típico Woody hipocondríaco en viaje a Roma está en pleno ataque de nervios por las turbulencias que hacen bambolear el avión y ni siquiera su mujer, psiquiatra (una desperdiciada Judy Davis) logra calmarlo. Algo ya visto en mejores películas suyas.
Cuando llegan, descubre a un nuevo Caruso (Fabio Armiliato) sólo capaz de cantar bajo la ducha. El hombre es el padre del abogado italiano con quien su hija va a casarse, y del encuentro del director y la promisoria estrella saldrá la única escena que produce carcajadas en la película.
El más pobre de los cuatro episodios es seguramente el que protagoniza Roberto Benigni, un romano cualquiera que los paparazzi y la televisión convierten de un día para el otro en celebridad sin que haya hecho nada para merecerlo. Quiere ser una sátira a la debilidad de los romanos por los famosos, pero carece de ingenio y le sobra moraleja.
Las otras dos historias versan sobre la infidelidad. En una de ellas, una pareja joven recién llegada de Pordenone (Alessandra Mastronardi y Alessandro Tiberi) se separan por accidente justo antes de asistir a una decisiva cita de negocios: el azar quiere que ella se pierda en Roma y pase la tarde con un veterano actor de cine al que admira mientras él es visitado por error por una llamativa prostituta (Penélope Cruz) a quien debe hacer pasar por su esposa. La otra incluye a un arquitecto milagrosamente ubicuo (Alec Baldwin) que vuelve al barrio donde vivió de joven, el Trastevere, y se convierte en ángel de la guarda de un estudiante (Jesse Eisenberg) que está a punto de repetir los mismos errores que él cuando se deja embaucar por una actriz nerurótica y mistificadora (Ellen Page) y casi abandona a la mujer que ama. Hay aquí ciertos apuntes certeros, pero también alguna moraleja.
Felizmente, los actores aportan su talento aun en papeles que los aprovechan poco (Armiliato es una excepción: puede lucirse como cantante y como actor) y sobre todo, está Darius Khondji, que sabe cómo explotar la fotogenia de una ciudad que sigue siendo bellísima.