Western sin gracia
Hay más de un motivo por el que el que el western, género cinematográfico norteamericano por excelencia (y para algunos, el género), nunca prosperó en Argentina. Para que el western sea lo que es, se necesita mucho más que la historia de un territorio despoblado y su conquista.
Más aún, al hablar de western Fernando Spiner parece pensar más en el spaghetti western que en el western clásico que supo estar en los orígenes del cine. Es decir, un género transplantado de Estados Unidos a Italia y que más que remitir a una historia nacional remitía a un género cinematográfico preexistente. La gauchización de un spaghetti western, aunque pueda apelar a los espíritus nacionalistas, es una operación puramente decorativa.
Dicho esto, hay que decir que Aballay, el hombre sin miedo no funciona como película en sí misma. ¿Por qué no funciona? Podríamos ofrecer diferentes respuestas.
Lo primero que hay que decir es que resulta difícil soportar la sobreactuación constante que plaga a Aballay. Honrosa y resplandeciente excepción dentro del elenco, la presencia y la medida justa que demuestra Moro Anghileri no hacen más que poner en relieve la exaltación constante en la que parecen vivir todos los personajes de la película. No hablemos de los acentos telúricos fluctuantes, de Horacio Fontova hablando "lenguas", del absurdo de Gabriel Goity (uno casi puede sentir los escupitajos desde la butaca). Hasta Pablo Cedrón, de una innegable fotogenia y presencia centrada, cae en excesos por todos los costados. Pero Aballay no es una película excesiva, ni mucho menos. Todo está muy armado, todo cumple una función, todo es prolijo y lleva adonde Spiner nos intenta llevar. La única escena de la película que parece respirar realmente, que parece un momento de verdad, surge gracias a la virtud de Moro Anghileri, que al hablarle a su pretendiente del Santo Pobre y del colgante que lleva del cuello nos permite por un segundo sentir lo que siente ese personaje. Lo demás son pantomimas.
Aballay parece ir un poco a la deriva, a pesar de lo lineal de su premisa. Primero vemos el crimen inicial, después los ojos "expresivos" de Cedrón, después el chico crecido, después una historia de amor, después una historia de abuso de poder, después una historia de santidad, después una venganza, después otra venganza. Los hilos son claros, pero parecen flojos, enredados más que entramados. El problema probablemente sea que en ningún momento llegamos a entender realmente cómo funciona esa comunidad de frontera, esa sociedad antes de la civilización. Sabemos que el protagonista llega a un rancho, que cerca hay un pueblo, que en ese pueblo hay un juez de paz que es malo. Pero poco más. A pesar de la escena con asado y baile tradicional, no vivimos esa vida, no sentimos que estemos ahí. El baile con nenitos y la gente que silba marchas militares no alcanzan a darle vida a un contexto que a Spiner no le interesa; son postales agregadas para "dar el tono". Pero si no nos interesa el pueblo de frontera, poco nos van a interesar las maldades del juez de paz. Y si nos interesa poco la maldad de ese pueblo, menos nos va a interesar la supuesta santidad del hombre de a caballo.
Si nada de lo que vemos existe realmente con una vida independiente de las funciones narrativas de la película, los personajes se desvanecen y sus penas no nos involucran. Las actuaciones grotescas, además, no hacen más que acentuar esa impresión de máscara vacía.
Filmar terrenos tierrosos, una venganza que consume y algún primerísimo primer plano tal vez sea un homenaje a Leone, pero no alcanza para constituir una película.