Cuando la cámara entra en la casa donde viven estas tres mujeres poco más que adolescentes, nada se sabe de ellas. Ni de quiénes son, ni de lo que han vivido, ni de la relación que las vincula, ni de la situación por la que atraviesan. Todo (aparentemente, muy poco), lo irá diciendo cada imagen, cada escasa y breve línea de diálogo, cada gesto. El escenario mismo -la casona que nunca terminaremos de conocer completa, con su gran espacio central semivacío, su pequeño parque y su galería; sus grandes ventanales que excluyen cualquier sensación de encierro, sus dormitorios similares y distintos, la cocina grande que suele ser espacio de reunión, el living con el sillón donde ellas se apretujan para oír música o quizá para sentir el calor de la compañía, el garaje que esconde recuerdos- hablará por sí mismo.
Muy de a poco podrá ir componiéndose este lacónico (para algunos espectadores quizá demasiado) y sutil retrato de familia. Pero poco, casi nada se expondrá en palabras. Un elaboradísimo trabajo de guión, de puesta en escena, de composición actoral, ha precedido el rodaje para que cada detalle de cada escena cobre significación, para que poco a poco vaya develándose la secreta, compleja interioridad de estas tres criaturas y en especial para que la sensibilidad exquisita de Milagros Mumenthaler explore el reservado sentimiento de la fraternidad, o al menos para que pueda percibir los signos que dejan entrever algo de su contradictoria condición.
Es el verano. No hace mucho ha muerto la abuela que crió a las tres hermanas en esa casa que ha quedado cargada de recuerdos. Están ellas, pues, en estado de vulnerabilidad, en una suerte de paréntesis; liberadas (pero también carentes) de una guía que las contuvo hasta hace poco, y con la certeza de que se avecina un futuro por ahora incierto sobre el que deberán decidir. Pero cada una vive a su modo esa ausencia, esa inquietud y esa íntima soledad: entre tensiones, frágiles alianzas y diferentes muestras de desconfianza, dan pasos inseguros, tropiezan, se encierran en sí mismas, regresan al refugio, se rebelan contra él, ensayan la independencia, andan a tientas hasta que también de a poco van atreviéndose a pasos más extremos: marcharse, decidirse al amor, despojarse del pasado. Pasado el trance, tras el desconcierto y las dudas, las cosas terminarán por ordenarse y quizá allí asome el inicio de un camino hacia la vida adulta.
Especialmente dotada para la creación de climas (su cine sensorial recuerda a veces al de Lucrecia Martel), Mumenthaler apunta a la interioridad de los personajes y se apoya fundamentalmente en el espléndido trabajo de sus intérpretes y en la química que se establece entre ellos. María Canale fue distinguida como la mejor actriz en Locarno, donde el film se llevó el premio mayor, pero igualmente dignos de aplauso son los desempeños de Martina Juncadella y Ailín Salas, y el de Julián Tello, el único varón-testigo de ese universo femenino. Otro acierto notorio de la directora es su empleo de la música, importante en dos escenas claves de una película.