Cuento de circo
Agua para elefantes es una historia de amor bien contada, y que se sale del común denominador de hoy día, que son las comedias románticas que han dejado poco lugar para los dramas románticos. Lo de bien contada corre por cuenta de Richard La Gravanese, el guionista y adaptador que ayudó a que la novela Los puentes de Madison se convirtiera también en una gran película, la que dirigió el señor Clint Eastwood hace ya algunos años.
El poético título Agua para elefantes termina siendo literal en este relato que comienza en el momento actual en Norteamérica, y viaja a través del relato de un hombre de 90 años hacia 1931, cuando se vivían las consecuencias del crack económico de ese país.
Ese ambiente de zozobra es el que envuelve a un joven inmigrante polaco, quien por accidente se trepa al vagón de un circo y acaba edificando su futuro en torno a ese mundo al principio grotesco, inestable y lleno de excentricidad para él.
Lo que le permite al muchacho labrarse un espacio entre esa gente son sus conocimientos de veterinaria, asociados a la necesidad del dueño de encontrar a alguien que se encargue de los animales.
Pero hay un detalle más que, como suele ocurrir, hace la gran diferencia. La esposa del presentador del circo. La estrella del espectáculo. La mujer que nadie osaría siquiera mirar. Y no sólo por temor a ser despedido, sino porque detrás del carisma que muestra ante el público e incluso ante los integrantes del elenco, el patrocinador del circo es un sujeto despótico, violento, y con poder de mando sobre un puñado de rudos matones.
Para los ojos hay mucho en este filme. Actores reconocibles, y con “historia fuera de la pantalla”, como Reese Whiterspoon (Legalmente rubia), Robert Pattinson (Crepúsculo), o Christopher Waltz (ganador del Oscar 2011 por Bastardos sin gloria). También hay bellos animales para apreciar en pantalla gigante, una gran fotografía del tren y los vagones donde viaja la compañía circense, buenos paisajes, y una lograda reconstrucción de escenografías de esa época que aún guardaba reminiscencias del Lejano Oeste en su arquitectura.
En síntesis, un espectáculo para pasar el rato, con emoción incluida en el menú, al acompañar hasta el final y completarla a la historia que el anciano nonagenario está narrando a su único y muy motivado testigo.