Corren los primeros minutos y vemos a un grupo de jóvenes correteando por el bosque. Vuelven al amanecer a su aldea, una comunidad cercana al mar que cuando los marineros se embarcan se vuelve territorio exclusivo de las mujeres. Antes de ello, la imagen de dos hombres encastrados entre una imponente fogata y una penumbra tupida que no esconde sus referencias a Caraviaggio ayudan a fechar la historia. Esto es el siglo XVII. Concretamente, el año 1609. La corona española continúa su poderío bajo los preceptos cristianos y la sospecha de prácticas satánicas en algún lugar recóndito del País Vasco Francés ha obligado a que se envíe un juez para estudiar la situación de las herejes. Con las cinco chicas encarceladas en un granero, todavía nadie menciona la palabra. Se habla de Lucifer, de magia negra y de bailes a la madrugada; pero nadie dice lo que todos quieren escuchar. De pronto, entre confesiones, salta: “¡brujas! Son brujas”. Se las acusa de brujas y el castigo no es otro que la hoguera.
El motivo de la bruja en el cine es recurrente. Las posibilidades que otorga la ficción han podido trasladar todo un imaginario mitológico, de circulación oral, a la pantalla conservando su aspecto sobrenatural. Brujas que vuelan sobre escobas. Brujas que envenenan con manzanas rojas a princesas de alma pura. Brujas que hasta no hace tanto prevalecieron como seres de fantasía, encerrados en libros de tapa dura e ilustraciones antiguas. Pero la ficción también puede bajar a tierra los mitos y construirlos con carne y huesos. Más allá de su seriedad impostada y su control exagerado por mantener impoluto su armazón visual, La Bruja (The Witch, Robert Eggers, 2015) pulió el mito hasta aspirarle la atmósfera a la época cosa de exhalarla vestida de terror psicológico. En este sentido, Akelarre de Pablo Agüero pareciera ir en esa dirección al manifestar una obsesión naturalista por mantener los pies en el suelo y la cabeza en el cerebro de aquel tiempo. Pero si la de Eggers se permitía tajear el fuera de campo para dejar ingresar la niebla sobrenatural; la de Agüero asume en gran parte del largometraje su condición terrenal mientras trata de explicarnos -por momentos con demasiada consciencia del envoltorio coyuntural en el que se encuentra- que el término bruja es más una sombra de cinco letras apoyada en la ignorancia de la sociedad patriarcal de esos años; es todo aquello que se escapa del corset hegemónico, todo aquello que sobrevive detrás de los balbuceos, fuera de toda definición.
El paisajismo romántico que viene adherido por la mística que propone el bosque, acá está clausurado. La historia se desarrolla prácticamente en interiores. Del despacho del juez al calabozo y del calabozo a la hoguera (se ve que esto inquieta a la cámara y frente a eso decide registrar las escenas desde múltiples ángulos para no aburrirse). Que si el dialecto que hablan es una lengua maléfica, que si tener las piernas peludas las convierte en bestias, que si sus cantos heredados de su origen portuario son una oda ocultista. La realidad, nos grita Akelarre, depende del ojo con que se la mire (y de cuanta ignorancia quepa en la mirada). Entre burlas exageradas, casi rozando lo ridículo para el drama despiadado que el filme prometía ser durante su primera mitad, el relato tuerce sin graduación la trama para reírseles en la cara a las autoridades a cargo de la inquisición con una liviandad que altera con brusquedad el tono inicial. Esto alcanza su punto de no retorno con la confesión de una de las muchachas y la recreación ficticia de un aquelarre autogestionado alrededor del fuego. No solo el juez, el sacerdote y el resto de los testigos se comen el bocado, sino también el mismo realizador, quien obnubilado por el baile, el canto y el timoneo narrativo delegado a sus protagonista, termina aflojando el relato, por no decir, que se le va de las manos.