Vardalos descree del amor, pero le saca el jugo
Tampoco tiene suerte como directora
Para Genevieve, el amor supone una especie de amenaza a la libertad, un trastorno que conviene mantener a distancia, o por lo menos bajo control, y por eso tiene su teoría: después de cinco encuentros con un hombre (cualquiera que sea) el encanto empieza a desvanecerse y es hora de abandonar; nunca debe llegarse a la cita número seis. Claro que, por otro lado, no ve con malos ojos los rituales del amor, porque sabe que pueden proporcionarle buenas ganancias.
Esa aparente ambivalencia tiene sus razones. El escepticismo respecto del amor es un mecanismo de defensa y viene de su experiencia familiar: la infidelidad de papá hizo sufrir mucho a su madre y ella no quiere pasar por el mismo desencanto. En cambio, su simpatía hacia la liturgia comercial del Día de los Enamorados -que se encarga de promover- responde a motivos estrictamente lucrativos: cuando llega el Día de San Valentín su florería de Brooklyn se llena de novios olvidadizos en busca de regalos de último momento.
El método para promover las ventas suele resultarle infalible. La estrategia para prevenir el enamoramiento, no. Y así debe ser para que haya romance y comedia (aunque sea una tan chirle como ésta) y para que Nia Vardalos siga comprobando que la increíble suerte que la acompañó como autora e intérprete de Mi gran casamiento griego la ha abandonado.
Chirle
Tras el fiasco de Mi vida en Grecia , decidió hacerse cargo ella misma de la dirección y el resultado no es demasiado alentador. Sobre todo porque a un libreto sin demasiada chispa suma escaso rigor para dirigir a sus actores (aunque hay varios lo suficientemente buenos como para arreglárselas solos); para sostener el ritmo y para controlarse a sí misma, que se pasa la película sonriendo como en una propaganda de dentífrico.
John Corbett (el mismo de Mi gran casamiento griego ), es el nuevo dueño de un restaurante del barrio con el que pasará la prueba de las cinco citas y vivirá después equívocos y acercamientos suficientes para completar los 86 minutos. Todo es tan previsible y ñoño que sólo lo disfrutarán los incondicionales de Nia, de presencia casi constante en la pantalla.