La ética del anonimato
Seré reiterativo y deberá disculpar el lector mi insistencia (que nada tiene de nostálgica ni reaccionaria) con este tema, ya mencionado en varias ocasiones: Hollywood y el cine estadounidense actual necesitan películas hechas por artesanos anónimos de la industria, como el caso de Al filo de la oscuridad, para renovarse, para seguir siendo la cinematografía más apasionante, contradictoria y rica del mundo (Discusión aparte: ¿Quieren algunos lectores agregar a Corea del Sur? Hagámoslo, pero ¿qué otra cinematografía nacional, aún con los notorios altibajos del cine estadounidense, puede darse el lujo de ser popular y sofisticada todavía?).
La defensa del último opus de Mel Gibson es menos por los pergaminos que la película en sí ostenta (hablamos de esos “sólidos exponentes industriales como ya no suelen hacerse”) que por lo que el film de Martin Campbell representa como caso testigo para el cine norteamericano: ejemplo de un cine que obliga a mejorar un estándar de calidad justamente por ser “un film más” y no por ser un caso aislado y extraordinario ¿Se puede aplicar esto a otros casos? Desde ya. Al filo de la oscuridad es entonces un buen motivo y excusa para pensar en lo anterior.
“Yo quiero la crítica de la película, para eso leo críticas, no para análisis que no me interesan”, podrían ser algunas de las reacciones frente a la propuesta de lectura del párrafo anterior. Intentaré demostrar que, el hablar sobre los méritos de este tipo de producciones, no se contradice con una crítica formalista, demanda que muchos lectores sospechan como la única crítica posible. Hecho el aviso, veamos qué nos ofrece Al filo de la oscuridad…
Primero, los modos narrativos. Estamos ante un film con una marca narrativa que inmediatamente podremos asociar a cierto cine de los '70: montaje seco y duro, rodaje en escenarios naturales (en la ciudad), una violencia cortante y constante que hace de la película un petit tour de force -disculpen la expresión fácil, pero, como diría el personaje de George Clooney en Amor sin escalas: “los estereotipos son más fáciles de recordar”- para el personaje de Gibson (y para Gibson como actor) pegando, recibiendo golpes, disparando; personajes con una ética de otra época (tanto en el uso de la violencia políticamente incorrecta como arma para resolver un caso como la moral del héroe clásico, una especie en extinción).
En este sentido, estamos ante un film más cercano a Contacto en Francia o Harry el sucio que a los policiales tradicionales que el cine estadounidense viene entregando en las últimas dos décadas. La escuela de Siegel sigue viva aún en los rincones más recónditos (recordemos que Martin Campbell dirigió la paupérrima Límite vertical). A su vez, esa (est)ética recuerda a un cine y a un zeigeist cinematográfico: importa menos el nombre, la autoridad, que la marca de época, que los rasgos formales. Es, entre otras cosas, la posibilidad de recuperar un cine más físico y menos metafísico (si, son ecos de Sontag ¿y qué?). De ahí que la vuelta a los años '70 tenga menos de ejercicio de estilo de época que de estilo liso y llano. Sería bueno, en algún momento, que resultase imposible identificar lo retro. Sería bueno.
Segundo, las personas: Los rasgos de disolución autoral no sólo son útiles al cine más radicalmente clásico (muchas veces mencionado, pocas veces practicado) sino también necesarios al mundo de las imágenes: la presencia de lo que llamamos rasgos autorales como contraparte maniquea y anticuada con respecto a un cine “anónimo e industrial”, es un camino sin salida que riza el bucle de los ciclos que retornan: cada veinte años se cuecen habas en el mundo de las ideas audiovisuales y se vuelve a terreno conocido como si no hubiera otra salida: autorismo, reciclaje de los géneros, estilos retro y la rueda vuelve a comenzar.
La disolución de esos discursos encasillados parece encontrar su salida sólo en la búsqueda de superficies pulidas, ascéticas, secas que el cine clásico puede brindar como pocas formas narrativas. A ese universo del anonimato pertenece Al filo de la oscuridad en eso que en reiteradas ocasiones se describe como película “menor”. La película narra pero no deslumbra, muestra, pero no exhibe, es moral, pero no moraliza (exceptuando por un horrible plano final). Una ética del cine clase B (narrar con economía y eficacia de medios una historia más) entendida en un formato clase A. En vez de hablar de “una película más” hablemos de “una película menos”. Una estética de la sustracción.
No me malentienda, estimado lector: no se defiende la mediocridad en este texto, sino el cambio de tono, el perfil bajo. Incluso en la sobreactuación de su vida, Gibson está simpático porque parece haber comprendido perfectamente el “ánimo” que la película pide. Sus gestos, sus modos histéricos funcionan a modo de desmarca con respecto al andamiaje clasicista que lo rodea. El resultado es una autoconciencia galopante pero que nunca molesta, no histeriquea. Gibson ha entendido, también, cómo correrse y cómo hacerse ver en pantalla y ser funcional en un acto de humildad actoral con pocos precedentes en su carrera.
Tercero, los géneros: Al filo de la oscuridad ejercita la fácil empresa de ser catalogada bajo un solo género. Los géneros cinematográficos son una cosa compleja: invención tripartita que incluye espectadores, productores y críticos, solemos valernos de ellos para sentirnos más cómodos, para comprender un contexto. Pero los géneros son, también, nobles mitos. Son patterns culturales que reconocemos más allá de su superficie argumental. La película de Martin Campbell trabaja con una idea notable: rescata el núcleo argumental de la miniserie inglesa de los años '80 en la que se inspira para reducirla a una acumulación de patrones formales, una sucesión de formas rituales del policial (en un procedimiento similar al que hiciera Tom Twyker con el subgénero de films de espionaje en la enorme Agente internacional).
El resultado es un cóctel extraño en el que no faltan las menciones y denuncias políticas a los manejos del Estado norteamericano (quizás el costado menos logrado de la película), pero en donde lo central está en la confección del movimiento como ritual de imágenes: los géneros concebidos como formas simples, concretas, potentes: una persecución, un tiroteo, un enfrentamiento a las piñas. Abstracción. Cuando la película cree en esa ritualidad (tanto en su imaginario visual como verbal, ambos de un filo lacerante) estamos ante una gran película menor. Cuando se nos intenta convencer de su costado político, emerge la necesidad de la inevitable pertenencia a la clase A, al universo de las majors amnésicas de su propio pasado (Warner Bros, ¡creadora de mitos!)
Pasará, como tantos otros. Será olvidado, como la mayoría de los “films menores”. Esa será su función: ser un ingrediente más del piso de aportes anónimos a una combinación de formas que, todavía resiste, la reinvención constante de eso que amamos llamar clasicismo.