El clásico animado de Disney llega con actores de carne y hueso, dirigido por Guy Ritchie y escrito junto a John August.
Así como alguna vez Guy Ritchie decidió hacer una película con y para su mujer en aquel momento, Madonna, esta vez eligió hacer una para sus hijos. Y el proyecto que llegó a sus manos fue ni más ni menos que la versión live action de uno de los últimos clásicos animados de Disney: Aladdin, que se suma a la lista de estas películas reversionadas junto a La bella y la bestia, Cenicienta, Dumbo y la próxima El rey león, entre otras, que no hacen más que poner en foco la falta de originalidad de los grandes estudios en la actualidad.
La historia es conocida porque cualquier persona a la que le guste el cine debe haber visto la versión animada ya muchas veces. A la larga, la historia de amor entre esa “rata callejera” y la princesa también se ha mantenido viva gracias a otros factores: por un lado la presencia de Robin Williams en el personaje del Genio de la lámpara mágica, y por el otro el buen puñado de canciones que se quedaban con uno hasta mucho tiempo después de escucharlas.
En esta nueva versión tenemos, nuevamente, a los dos protagonistas enamorándose y a las canciones (aunque algunas reversionadas de una manera que pretende ser moderna), lo que no tenemos es ni a Robin Williams ni a nadie que hubiese logrado llenar sus zapatos. Es difícil imaginar quién y cómo podría haber funcionado en una versión live action, pero definitivamente Will Smith no era el adecuado. El actor, que es carismático, hace demasiado de sí mismo y eso sumado a unos pobres efectos especiales deriva en algunas escenas de humor muy forzadas.
En cambio, Mena Massoud y Naomi Scott, logran convertirse en los creíbles Aladdin y la princesa Jazmín. Ambos se desenvuelven con confianza y talento, tanto juntos como por separado (ella hasta se permite una escena a lo Elsa de Frozen con una canción nueva). Se puede decir que la parte de “A whole new world” (Un mundo ideal) tiene mucha de la magia necesaria. Pero también es el personaje femenino un retrato más actual, alguien cuya meta no radica en quedarse esperando a conseguir un marido, sino en ocupar el rol que se supone debería ser del hombre: ser sultan(a).
El otro personaje fuerte con el que contaba la película original era el de Jafar, el terrible villano. El actor Marwan Kenzari no consigue esa presencia, ni lucir nunca lo suficientemente temible y el personaje cumple con su función argumental y poco más.
El guion no apunta a grandes cambios, más bien a algunos agregados que, a la larga, no hacen más que incluir otra innecesaria historia de amor. También, al ser una película con actores de carne y hueso, los personajes animales pierden peso argumental: sucede con el loro, el mono y el tigre.
La dirección es desprolija, sin mucha inspiración, sin el sello del director (también nos podríamos preguntar: ¿cuál es el sello de Guy Ritchie?) a excepción de algún plano ralentizado de manera innecesaria, con una edición muchas veces acelerada y una dudosa elección de muchos planos. Más allá de eso algunas de las icónicas escenas (como cuando encuentran la famosa lámpara mágica entre otros tesoros y mucha arena) lograron ser bien traspasadas. Así, Aladdin funciona por momentos, generalmente en sus escenas más íntimas, no obstante en los números musicales grandilocuentes todo se siente tan artificial como la creación de ese país, Agrabah, que desde su comienzo es difícil de ver como algo distinto a un estudio.