Parásitos en el periplo evolutivo.
Cuando llegó Prometeo (Prometheus, 2012) a las salas de cine nadie podía predecir que en lo que atañe a la carrera de Ridley Scott el opus en cuestión cerraría una fase que podemos bautizar “etapa Russell Crowe” (caracterizada por un subibaja cualitativo y una tendencia a apostar a seguro) y abriría un inusual período de bonanza para un director veterano (las marcas distintivas vienen siendo el explorar territorios poco analizados a lo largo de su trayectoria y la vuelta a una versión pasteurizada aunque interesante de la excelencia de sus inicios). Al igual que los films posteriores a Prometeo, léase El Abogado del Crimen (The Counselor, 2013), Éxodo: Dioses y Reyes (Exodus: Gods and Kings, 2014) y Misión Rescate (The Martian, 2015), la obra que hoy nos ocupa constituye una sorpresa porque bajo el ropaje fastuoso se esconde una historia minimalista que evita la ecuación estándar del Hollywood actual de aventuras, ese que coloca al efectismo visual por sobre el relato.
Alien: Covenant (2017) se nos presenta desde el vamos como el segundo capítulo de lo que será una trilogía de precuelas de Alien (1979), de la que Prometeo fue la primera entrada. Ahora bien, a diferencia del eslabón anterior, el cual contaba con un desarrollo más imprevisible que a su vez se enrolaba dentro de la ciencia ficción heterodoxa, el presente trabajo toma abiertamente los dos pivotes de la propuesta fundacional de Scott: aquí se unifican el desembarco en un planeta ignoto por parte de unos pobres diablos, en este caso unos colonos en travesía hacia un nuevo Edén, y el accionar alarmante de un androide con su propia agenda, quien por supuesto vuelve a ser David, ese muchacho tremendo interpretado por el gran Michael Fassbender. Mientras que antes la existencia de ambos elementos apuntaba hacia un esquema narrativo en el que todo salía mal por un popurrí de factores, hoy la trama está destinada a reflotar el espíritu de acecho detrás del film original.
La historia gira alrededor del periplo espacial de la nave del título, Covenant, la cual capta accidentalmente una transmisión originada en un planeta cercano y desconocido. La curiosidad lleva a que un grupo de humanos, comandados por Oram (Billy Crudup) y Daniels (Katherine Waterston), decida visitar el astro y así descubra aquel vehículo de los “ingenieros” utilizado por Elizabeth Shaw (Noomi Rapace) en el final de Prometeo. Más allá de los monstruos reglamentarios de la saga, los diseñados por el genial H.R. Giger, la película se vale de David y un flamante “duplicado mejorado”, Walter, para reflexionar con astucia acerca de la autodestrucción de la humanidad, la inteligencia artificial, las paradojas de la civilización y las implicancias del proceso evolutivo: el primer robot, que usa al planeta como su laboratorio personal, y el segundo, un asistente de la troupe del Covenant, son la cara y seca de una investigación genética tan visionaria como despiadada y amoral.
De hecho, esa crueldad del empresariado más egoísta, el representado por Peter Weyland (Guy Pearce) y su imperio, la misma que yacía como sustrato en Prometeo y que asomaba su cabeza a medida que llegábamos al desenlace, en esta oportunidad pasa a ser el eje fundamental del relato vía los delirios de turno en pos de la construcción de vida y el regir el destino de todo y todos cual entidad divina. Teniendo en cuenta la pobreza conceptual de buena parte del mainstream contemporáneo y su obsesión con la pomposidad de las escenas de acción, llama mucho la atención esta apuesta de Scott por un clasicismo detallista que se concentra en el desarrollo de personajes, formula planteos retóricos de manera lúcida y principalmente no nos inunda desde el minuto uno con un ejército de aliens digitales de una voracidad sin freno (sin duda muchos otros directores caerían de inmediato en esta opción y ni siquiera considerarían el bajar las revoluciones narrativas a un plano más calmo y sutil).
Desde ya que la innovación no es precisamente el punto fuerte de Alien: Covenant luego de tantas entradas en una franquicia en la que sólo podemos celebrar la original y su primera secuela, Aliens (1986), una de las varias obras maestras de James Cameron, no obstante sería injusto “correr” al film con este argumento ya que las decisiones que ha tomado Scott son apropiadas y razonables para esta fase más que avanzada de la saga, circunstancia que nos coloca ante el mejor trabajo posible en función del tiempo transcurrido desde el nacimiento del terror espacial posmoderno. Por más que el desempeño del elenco que da vida a la tripulación sea inobjetable, el que se destaca de lleno es Fassbender, aquí en un papel doble que -como señalábamos anteriormente- saca a relucir la irresponsabilidad y la ambición desmedida que caracterizan al comportamiento humano, ese que crece y se reproduce como un parásito hasta fagocitarlo todo y no dejar más que cadáveres detrás…