Aunque cueste creerlo, Nicole Kassell es la misma directora que sorprendió hace casi siete años con El hombre del bosque , aquella provocativa reflexión acerca de la inserción social de un pedófilo que encarnaba Kevin Bacon. Allí, austera y rigurosa, abordaba un tema espinoso y complejo sin ceder a los golpes de efecto, los lugares comunes, las explicaciones tranquilizadoras ni las soluciones complacientes. Casi exactamente lo contrario puede decirse de Amor por siempre , su segunda realización, desarrollada a partir de un desdichado guión de Gren Wells. Aquí se intenta contar el proceso de una enfermedad terminal adaptándolo al formato de una comedia ligera y en un tono siempre indeciso entre el humor negro, el chiste frívolo a la medida de Kate Hudson, el romance lacrimógeno y alguna incursión en lo fantástico para que cierta visita celestial garantice la felicidad eterna y amortigüe el golpe del final anunciado. Total, una Love Story que aspira a transitar por un territorio parecido al de la reciente 50/50 . Nada más lejos.
Cualquier aproximación titubeante a un terreno tan resbaladizo como ése sólo puede conducir al tropezón. Aquí los hay en cantidad y no vale la pena enumerarlos. Digamos que Hudson es una ejecutiva exitosa que sólo busca pasarla bien -para eso tiene un enorme y siempre creciente círculo de conocidos- y defender su libertad a salvo de cualquier riesgo de compromiso. Que un mal día se entera de que padece un cáncer terminal, lo que no le impide seguir riéndose con sus amigos, y que desde entonces, entre tratamiento y tratamiento, empezará a mirar con otros ojos al joven médico mexicano Gael García Bernal, que la hará conocer el amor. Todo para que una improbable platea llore a moco tendido (pero secretamente confortada por un Dios con la cara de Whoppi Goldberg) mientras se acerca el desenlace. Y el fin de este desatino.
No es un film para el lucimiento de nadie, pero así y todo Kathy Bates y Treat Williams (papás de la protagonista) alcanzan a colar algún minuto de sinceridad.