Las películas de David O. Russell se han vuelto cada vez más grandilocuentes en cuanto a elenco significa. Enumerar la cantidad de rostros conocidos que hay en esta última sería una tarea casi tan aburrida como ver la película. Es que si bien Amsterdam empieza con una apuesta por el humor, algo quizás parecido a una sátira de una historia real, la trama pronto se empantana en una serie de situaciones y personajes que no logran transmitir nada.
La película empieza con una muerte, en realidad con una muerte que ya pasó. Su protagonista, el doctor Berendsen (Cristian Bale), es llamado por su amigo y abogado Harold Woodman (John Washington) para realizar una autopsia. La hija del muerto, una joven muchacha interpretada por la cantante Taylor Swift, cree que alguien lo mató y necesita que a contrarreloj encuentren algún tipo de evidencia.
No pasa mucho más tiempo hasta que estos dos amigos se ven involucrados en una nueva muerte que se sucede frente a sus ojos y por estar presentes en el acto son acusados. Esto luego de encontrar evidentemente algo fuera de lugar en la autopsia pero sin llegar a tiempo de contarlo. Y pronto el destino los cruza junto a una vieja conocida, una enfermera y artista interpretada por Margot Robbie.
La película va y viene entre tiempos y escenarios y presenta constantemente nuevo personajes (como adelanté, todos rostros conocidos). El triángulo protagónico está marcado por una fuerte historia pasada en el lugar que da título a la película, donde la enfermera los escondió y vivieron una especie de tiempos idílicos a escondidas de la situación mundial.
Entre los tiempos y la galería interminable de personajes, todo queda desarrollado a medias. Apenas la historia romántica entre Washington y Robbie consigue por momentos transmitir algo de dulzura y esperanza, en cambio la excentricidad a la que se entrega Christian Bale se siente descolocada. Pero en general estamos ante un rejunte de situaciones que se suceden entre sí de manera abúlica. Es como si no sólo la película no consiguiera nunca encontrar su tono, sino como si nunca pudiese encontrar UN tono al menos. Es atonal y entonces no es una comedia pero tampoco es un drama ni un thriller político y oscuro como su historia original podría haberla convertido. Aunque hay decisiones que podrían acercarla a lo absurdo, se queda tan a medio camino, con un humor que no siempre funciona, que a la larga… no es nada.
En aspectos más técnicos, se despliega un buen diseño de arte y la fotografía de Emmannuel Lubezki también logra destacarse. Pero el guion escrito por el propio Russell parece empecinado sólo en demostrar el increíble elenco al que tiene acceso sin preocuparse por desarrollar personajes dimensionales y así sólo consigue un puñado de momentos que valen la pena a lo largo de poco más de dos horas. Los diálogos y las actuaciones apuestan por lo exagerado en medio de una producción prolija pero que se parece más a un decorado de teatro que a una reconstrucción de época para cine.
Todos los actores lucen desaprovechados y en especial el de Robert De Niro, que tiene un papel que podría haber sido más y mejor explorado. Es el que mejor se conecta de todos modos con la parte más histórica de la trama, la posibilidad de detener un inminente golpe de estado que recae en manos de este singular trío.
Aburrida y desprolija, da la sensación de que si en lugar de tomar tantas decisiones formales y narrativas juntas O. Russell hubiese optado por menos podría haber encontrado una historia atrapante y construido personajes creíbles y carismáticos. El más es más, la ambición desmedida, acá fue contraproducente y ni siquiera su oda al amor y la libertad salvan el anodino resultado. Una producción despampanante pero carente de contenido.