El grotesco criollo
La segunda película de Armando Bo como director y guionista, Animal (2018), exuda vitalidad e inteligencia como muy pocos films argentinos de las últimas décadas lo han hecho, llegando a un nivel de coherencia, profesionalidad y eficacia -en lo que respecta a la ejecución de la premisa de base y el guión en su conjunto- que compite de igual a igual con los mejores trabajos del ámbito internacional contemporáneo, un logro realmente enorme para el cine del cono sur y su promedio cualitativo por demás desparejo/ pobre. El hijo de Víctor Bo y nieto de Armando Bo, figura central del sexploitation latinoamericano de los 60 y 70 gracias a aquella serie de obras protagonizadas por Isabel Sarli, aquí emparda los éxitos alcanzados con su ópera prima, la maravillosa El Último Elvis (2012), un retrato muy preciso sobre la marginalidad de la escena artística argentina y la crisis de la mediana edad.
En esta oportunidad el colapso viene por el lado del carácter más azaroso de la vida -o del destino, depende de la perspectiva de cada uno- ya que el protagonista, Antonio Decoud (Guillermo Francella), gerente de un frigorífico de Mar del Plata, ve su idílica estabilidad derrumbarse cuando uno de sus riñones comienza a fallar, circunstancia que lo obliga a someterse a sesiones de diálisis mientras espera a que aparezca un donante para operarse. Casado con Susana (Carla Peterson), una típica ama de casa burguesa cuyo principal hobby es decorar/ redecorar la cocina del caserón donde viven, y con dos hijos adolescentes y un nene chiquito, Decoud en un primer momento le pide a su vástago mayor, Tomás (Joaquín Flammini), que le done uno de sus riñones pero el joven se arrepiente a último minuto. Dos años después y ya con la sombra de la muerte detrás, el hombre comienza a desesperarse.
Una noche encuentra en Internet un aviso de alguien que intercambia un riñón por una casa, lo que despierta su curiosidad y así termina entablando un “acuerdo comercial” con los responsables de semejante oferta, Elías (Federico Salles) y Lucy (Mercedes De Santis), una pareja de clase baja a punto de ser echados del inquilinato pesadillesco que habitan (ella está embarazada y él aportaría el órgano). El guión de Bo y su colaborador habitual Nicolás Giacobone, con quien ganó el Oscar por el libreto de la extraordinaria Birdman (2014), combina el drama existencial, la comedia negra y hasta el thriller psicológico porque pronto el dúo marginal muestra los dientes exigiéndole a Antonio que renuncie a su propio hogar a cambio del riñón, detalle que deriva en una situación de acoso hacia su familia y un proceso de enajenación por parte del protagonista que conduce a un éxtasis de índole bien criminal.
La jugada que propone Bo en Animal es muy perspicaz ya que retoma un clásico esquema narrativo del Primer Mundo, léase la soberbia de los sectores pudientes o capitalistas y su pretensión de comprar lo que sea y a quien sea desde una repugnante sensación de poderío e impunidad, para volcarlo hacia una versión sutil de ese grotesco criollo que celebra -y al mismo tiempo condena- los componentes más bizarros de la sociedad, las ridiculeces que cada estilo de vida conlleva y el rasgo aleatorio/ causal no explícito de los acontecimientos en el trajín cotidiano, siempre generando imprevistos que arruinan nuestros más preciados planes. Lo que podría haber sido un melodrama hollywoodense de pérdida o una comedia frenética de burgués desatado o quizás un thriller de hostigamiento a lo Cabo de Miedo (Cape Fear, 1962), aquí se transforma en una exégesis cerebral de una angustia escalonada.
De todas formas, el realizador no está solo en su cruzada y se sirve de manera magistral de los rubros técnicos y del elenco, con la fotografía de Javier Julia y el desempeño del protagonista a la cabeza, para construir este verdadero reloj suizo de la exasperación hecho película. Precisamente, la de Animal es la mejor interpretación de Francella, un actor que en su madurez nos ha regalado una colección de trabajos excelentes y hasta ha incorporado una dinámica profesional similar a la de Ricardo Darín para evitar el encasillamiento, apostando a cubrir diversos géneros. Bo describe desde la honestidad el revoltijo cultural argentino, un embrollo en el que las mejores reses van a parar a Europa, algunos valoran más sus posesiones que la vida de sus seres queridos, otros cargan a su propia progenie con el peso de la culpa o creen que todo está a la venta, un puñado se mueve como ventajistas y especuladores compulsivos y en suma todos se acusan recíprocamente de vagos, ineptos y estúpidos que no sirven para nada, haciendo del egoísmo y la explotación mutua las reglas fundamentales de un colectivo social en el que el recelo suplanta a la comunicación real…