Candidata al Oscar 2013 por producción, vestuario, fotografía y banda sonora, en la línea del novelón sentimental del clásico de Leon Tolstoi, para deleite del cine de industria de un director que sabe cómo hacerlo. Joe Wright logra en esta versión de Anna Karenina satisfacer los más altos estándares del cine comercial (cuasi televisivo a momentos) de las grandes series históricas y épicas que tanto gustan al gran público. Así, todo lo que en la novela de Tolstoi puede ser leída en clave de un realismo crítico hacia la hipocresía de la aristocracia y los modales afrancesantes, aquí se convierte en puro recurso visual: cuidado vestuario, fotografía de muy buen nivel y una producción esmerada para contar la historia de cuernos más importante en la historia de Rusia. Claro que para ello colaboran los tres protagonistas fundamentales. En primer lugar, Keira Knightley, que ya había tenido oportunidad de lucir un vestuario exquisito en La Duquesa y de ambientar épicas en Orgullo y Prejuicio. Acompaña Jude Law, con una caracterización interesante que lo afea oportunamente (difícil tarea, por cierto) y en la otra punta, el muy joven Aaron Johnson, quien se hizo conocido por encarnar a John Lennon en Nowhere Boy y ser uno de los protagonistas de Kick Ass. La película bien podría pasar por una miniserie de televisión de cable bonificado, de estas que suelen tener una excelente calidad de producción, salvo que la dirección de Joe Wright se anima a cierta complejidad en el cuadro que resulta de mezclar de manera evidente el cine con el teatro. El propio Wright es hijo de dos teatristas titiriteros (John y Lyndie Wright) y tiene una importante escuela familiar al respecto. Buena parte de la película transcurre en un teatro de formato tradicional, con público, plateas y palcos, y también tramoyistas y bambalinas. Un momento interesante al respecto es la resolución de la carrera de caballos, que sucede detrás de escena, hasta la caída de Vronsky que sucede en la platea y es la definitiva exteriorización del adulterio. Como recurso narrativo también el cruce con el teatro es una marca de esta producción: abundan las escenas que se resuelven en un plano secuencia a la manera de cambio de decorados del teatro. Como suele suceder en estos casos, esta producción británica está nominada a los próximos premios Oscar 2013 por mejor música (a cargo de Dario Marianelli, quien también trabajó con Wright para El Solista); mejor fotografía, mejor producción y mejor vestuario. La realización de este último item recae en la diseñadora Jacqueline Durran, quien ya ha cosechado premios destacados por su trabajo en Vera Drake (dirigida por Mike Leigh), Expiación… y Orgullo y Prejuicio (también trabajando con Joe Wright). En resumen, una buena producción que en ningún caso exime la lectura del novelón clásico, pero que puede resultar amena para un cine sin demasiadas exigencias.
Esta adaptación de Tom Stoppard sobre el clásico de Tolstoi tiene lugar a fines del siglo XIX e indaga varias relaciones entre los miembros de la alta sociedad rusa Ambientada en el mundo de la aristocracia, la obra original relata la historia de una mujer que, a pesar de estar casada, mantiene un romance con otro hombre que pertenece a la nobleza. Anna Karenina (Keira Knightley) es una dama de la alta sociedad rusa cuyo marido, Karenin (Jude Law), es un importante funcionario. Durante el viaje de Anna para visitar a su hermano, se topa con el joven y apuesto conde Vronsky (Aaron Taylor-Johnson), comenzando entre ellos un apasionado y carnal romance. Lo más original y notorio del filme de Joe Wright (“Orgullo y prejuicio”, “Expiación, deseo y pecado”) es su puesta en escena, pues propone un montaje teatral, es decir, como si toda la acción sucediera en un teatro, donde se dejan ver las luces, las bambalinas, las cuerdas que sostienen los fondos de cartón, y los personajes entran y salen en esos decorados móviles, que se adaptan de acuerdo a las necesidades de la historia. Tal vez, esa decisión estética tiene que ver con una cuestión de producción, o sea, con el fin de concentrar todos los escenarios del filme en uno solo, solucionando todos los problemas posibles en cuanto a la búsqueda de locaciones. Lo malo es que ello resiente, en parte, la intensidad dramática del filme, pues, en definitiva, estamos viendo a “personajes” que se mueven dentro de varios escenarios a la vista del espectador. Keira sabe moverse en esta clase de personajes (de hecho, resulta más “cómodo” verla en este tipo de roles que en otros más contemporáneos), sólo que esta vez tiene a su cargo un personaje que es, a la vez, heroína y anti-heroína, similar al que compuso hace pocos años en “La duquesa”. Nominada muy justamente a 4 Oscars en rubros técnicos (Música, Fotografía, Dirección de Arte y Diseño de Vestuario), el filme de Wright (alejado de su anterior “Hanna”) es visualmente fastuoso, con una excepcional ambientación y un diseño de producción imponente.
Anna Karenina es una digna adaptación de la novela homónima de León Tostói que nos permite disfrutar de un interesante y original espectáculo visual, además de la gran actuación de Keira Knightley. La banda de sonido, la fotografía, las coreografías, el vestuario y la ambientación son excelentes. Pero en el balance final...
Una tragedia de adaptación El director Joe Wright y su actriz fetiche, Keira Knightley vuelven a colaborar por tercera vez, pero en ésta oportunidad, la adaptación de la famosa novela de Tolstói no capta la esencia de la historia. Wright la sitúa en un mundo teatral y de fantasía, haciendo de esta obra por momentos un musical entre opereta y ballet. Algunas escenas tienen lugar en el escenario de este inmenso teatro ruso, otras al pie, entre bambalinas. Todo muy lindo, hasta que molesta. Cada plano es de una estilización a veces hasta irritante -como el de los amantes desnudos entre sábanas, o muy extenso como el del gran baile. En esa escena, Wright utiliza el mismo recurso que en Orgullo y Prejuicio: cuando Anna Karenina y el Conde Vronsky bailan, primero congela a todos los demás que se encuentran en el salón y luego los elimina del plano para dejarlos solos a ellos bailando y disfrutando de ese momento íntimo y de ensueño. Pero lo cierto, es que resulta imposible como espectador, entrar en este mundo que propone Wright, y sentir algún tipo de autenticidad en las situaciones o los personajes, con los que no puede establecerse una conexión. Creo que ha llegado el momento en el cual ya resulta fastidioso ver a Keira Knightley -con sus sobreactuadas muecas- como protagonista de una película de época. Su personaje no tiene matices y no hay química entre ella y Aaron Jonhson que interpreta a su oxigenado amante, ni la más mínima pasión en el relato, que es un pastiche coreografiado. El director falla esta vez, porque está tan obsesionado con el diseño estético, las imágenes, y la puesta en escena completamente teatral que deja de lado la emoción y la historia de amor de la que trata esta obra. El suspenso que intenta conseguir en algún momento, es un sin sentido dentro de la propuesta y la búsqueda de comicidad a través del personaje que interpreta Matthew MacFayden, es en vano porque está tan sobreactuado que parece una marioneta de gestos con bigote. Los personajes masculinos están excesivamente afeminados -sobre todo el Conde Vronsky-, despojados de cualquier atisbo de virilidad. El único que conserva algo de masculinidad es Jude Law, cuya sobria actuación contrasta con la de la parejita principal. Todavía no logro entender el propósito de la historia de amor secundaria entre Kitty y Levin. Lo único que hace es ralentar la narración, que se detiene demás en algunos momentos -vaya uno a saber por qué- y sean bienvenidos al trágico aburrimiento. Con su pretenciosa propuesta, Wright nos subraya todo el tiempo con marcador indeleble, cada metáfora visual y al teatro o el escenario infinito y laberíntico, como símbolo -y metáfora también- de la sociedad zarista, testigos de los escándalos como si fuesen un espectáculo y del personaje de Anna. Quizás hubiese ayudado, que los 35 millones de euros que se gastaron en la construcción de un sólo set -el teatro-, trencitos en tamaño maqueta y casas de muñecas, se hubiesen empeñado en recrear la Rusia del siglo XIX.
Demasiada parafernalia estética ¿Cuántas veces se ha llevado al cine esta famosa novela de León Tolstói? Pues ya van unas cuantas. Los más cinéfilos siempre asociarán a la aristócrata rusa vilipendiada por los suyos al cometer adulterio con un joven oficial del ejército con el rostro de la divina Greta Garbo, en la versión del clásico que llevó a la gran pantalla Clarence Brown en 1935. Aunque en versiones posteriores, actrices del prestigio de Vivian Leigh, Jacqueline Bisset o Sophie Marceau también se atrevieron con el personaje, la leyenda sueca fue capaz de insuflar a su caracterización toda la fuerza necesaria en su tortuoso periplo por la decadente aristocracia rusa de la época. Joe Wright, director de cine británico, especialista en adaptar para la gran pantalla grandes obras de la literatura universal -en 2005 se atrevió con Jane Austin y su Orgullo y Prejuicio y dos años más tarde hizo lo propio con Expiación, Deseo y Pecado, de Ian MacEwan- vuelve, después de un par de intentos fallidos donde intentó experimentar en otros campos distintos como son el drama social (El Solista, 2009) o incluso la ciencia-ficción (Hanna, 2011), a inspirarse en un retrato clásico para apabullar con un estilo formal simplemente desbordante. Desde el comienzo del film somos conscientes de que estamos ante una revisitación del clásico atípica y diferente, donde la cuidadísima puesta en escena por momentos parece imponerse a la narración propiamente dicha. La película se beneficia de una acumulación de imágenes tan poderosas como sorprendentes, destacando sobremanera los delicados y asombrosos cambios de escenarios (en una misma escena se puede pasar de contemplar el interior de un suntuoso palacio al exterior de una ciudad nevada con tan sólo un cambio de decorado), así como el acierto de acotar toda la historia como si de una representación escénica se tratara; con momentos tan impresionantes como esa carrera de caballos que transcurre en el interior del teatro, o aquel otro en el que asistimos al suntuoso baile (rodado con una elegancia y pulcritud extremas) en el que se expone sin tapujos el que será el leit motive de la trama y la hipocresía general dentro del selecto círculo de la élite rusa de finales de siglo XIX. El elenco viene encabezado por una Keira Knightley, convertida en musa de su director, que aquí no destaca precisamente por su lucimiento como actriz aunque sí se puede disfrutar de su vestuario, una auténtica obra de arte de la costura que le sirvió a su diseñadora, Jacqueline Durran (quien ya había demostrado todo su talento en anteriores trabajos de época de Joe Wright y en films como El Topo o Nanny McPhee - La nana mágica) para ganar el Oscar en su categoría en la última edición de los Premios de la Academia. Del resto del reparto destaca la ajustada interpretación como marido engañado del siempre correcto Jude Law (un actor a reivindicar que no siempre ha recibido el respeto que se merece). Es una pena que la película Anna Karenina vaya perdiendo fuerza e interés a medida que avanza; parece que el realizador acaba por embelesarse con el artilugio que tiene entre manos y se permite el lujo de adornar en demasía un texto que hubiera necesitado más atención. A fin de cuentas, aunque la obra literaria sea del todo conocida, el foco de atención debería recaer sobre ella y no sobre toda la parafernalia estética que le rodea, aunque desde luego sea muy bonita y nos deje boquiabiertos en más de una ocasión.
Amor tras bambalinas Anna Karenina (2012) elige un relato clásico para romper el clasicismo desde la puesta audiovisual, combinando locaciones cinematográficas con un gran escenario teatral. La elección es sin duda un logro, pues el producto final es un film original, distinto, ágil y de gran exquisitez visual. Es el año 1874, Anna (Keira Knightley) es una joven aristócrata casada con Karenin (Jude Law), un oficial de alto rango del gobierno ruso, con quien también tiene un hijo. A pedido de su hermano Anna viaja de San Petersburgo a Moscú para convencer a su cuñada que no abandone a aquel a pesar de sus infidelidades. Allí conoce al Conde Vronsky (Aaron Johnson), un joven militar que se deslumbra con Anna, al igual que ella con él. Aunque todas las señales les indican la imposibilidad de consumar dicho amor, ambos eligen seguir sus sentimientos sin medir las consecuencias que el adulterio puede generar en la sociedad en la que viven. Si bien la adaptación de la novela de Leon Tolstoi se cuenta respetando la cronología de los hechos, el director apuesta a los códigos propios del teatro para proponer otras formas espacio- temporales. Al moverse la mayoría de la veces entre “escenografías teatrales”, los personajes son los que significan el espacio y el tiempo, y no tanto los cortes de planos. Es decir, hay un montaje interno dentro de la imagen: se superponen decorados que articulan diferentes espacios (el adentro y el afuera por ejemplo) que, en algunas oportunidades, también funcionan marcando los pases de tiempo. Siempre lo teatral está al servicio de lo cinematográfico, si bien ambos están conjugados de una manera muy armoniosa. Tanto los decorados, como el vestuario, el maquillaje o los peinados parecen replicar con gran fidelidad la época del film. Entre esta faceta más realista y aquella que parece montar una gran obra teatral más alejada de los cánones del realismo se produce una tensión que favorece al relato. Se dejan traslucir dos caras de una misma historia: una de ellas es la que debe ser y la otra la que es. Es en esa línea que se debaten los personajes de Anna Karenina, la artificialidad e hipocresía del mundo de la aristocracia rusa contra la fuerza de los sentimientos que deben quedar ocultos por temor al castigo social. La música es otra gran protagonista del film, si bien toda la banda sonora está al servicio de la musicalidad general que pretende componer la película. Todos los elementos, visuales y sonoros, contribuyen al drama principal, sin embargo, quizás a causa de un absoluto cuidado de estos, la emoción pareciera perder algo de protagonismo. La película se demora en escenas que aunque ayudan a dar color podrían perfectamente haberse eliminado y aquellas que contribuyen al clímax de la historia se cuentan de modo precipitado. Puede o no convencer esta propuesta del director Joe Wright pero apuesta a nuevas formas de contar cuando hoy en día las grandes producciones traducen mayor presupuesto en cantidad de efectos artificiales. Por eso algo novedoso y de calidad como este película es una manera de renovar el cine.
Otra aburrida pieza para el olvido Anna Karenina de León Tolstói es una de las más famosas novelas de la historia de la literatura rusa, la cual fue llevada al cine en diversas oportunidades, siendo la de Clarence Brown la versión más recordada, en dónde la mítica Greta Garbo le daba vida a la protagonista. En la actualidad, Joe Wright es el encargado de llevar nuevamente al cine la enigmática historia sobre el adulterio entre la mujer de un ministro con el hijo de una condesa, en lo que significa el regreso del dúo entre realizador inglés con Keira Knightley - su actriz fetiche -, quién encarna a la imponente Karenina...
Ideas o Narración Si una misma novela es adaptada ya sea para cine o televisión, año tras año, infinidad de veces, con el mismo tono, con la misma estética una y otra vez, ¿cómo se logra trascender con una nueva versión? Tratando de hacer algo nuevo, implementar nuevas ideas a viejos conceptos sin perder la esencia. Acaso ¿el secreto está en llevar una misma historia a nuestros tiempo o agregarle un elaborado paquete, para que quede más lindo, y notable? Esto no significa que en el fondo, siga siendo el mismo film que venimos viendo todos los años con otros actores. En el caso del quinto film del británico Joe Wright, las ambiciones e ideas sobran en una visión ampulosa y pretenciosa de la clásica novela de Leon Tolstoi. Amante de los clásicos, Wright ha sorprendido con su adaptación de Orgullo y Prejuicio, y dividido aguas con Expiación. Probó dejar a Keira Knightley y los trajes de época a un lado, consiguiendo resultados más acordes a sus pretensiones con las subestimadas El Solista y Hanna. Anna Karenina, es definitivamente su peor y más ambiciosa obra hasta el momento, dado que en su obsesión por darle otra imagen, más modernosa, y menos cinema du qualité, descuidó la narración. Enamorado del teatro ruso, Wright le pidió al dramaturgo y guionista checo, responsable del guión de Shakespeare Apasionado y la adaptación de El Imperio del Sol, Tom Stoppard, que elabore una versión de Anna Karenina, en un ritmo similar al de los contemporáneos dramaturgos rusos de Tolstoi como Anton Chejov. El resultado es bastante dispar aún cuando tiene numerosas ideas. En primer lugar sitúa la acción en un teatro, en cada recoveco del teatro: escenario, camarines, pasillos, etc. No se trata de un cambio espacio/temporal literal, ya que los personajes no son partícipes de este artificio, sino que todo apuesta a que el público se enganche con la falsedad del proyecto. Imaginemos que lo logra. Cuando la estética y el escenario, y los objetos que gráficamente son maquetas se hacen palpables, pasamos al lado narrativo, que emula al ritmo de diálogos cortos y cortantes del teatro soviético y actuaciones, completamente excesivas, que parecen provenir del mundo de la exclamación dramático de las tablas que del plano cinematográfico. Sin embargo, existe en todo esto, una coherencia visual y literaria que acopla a la idea general. Por lo tanto, el concepto estético / narrativo es prodigioso y muy interesante, tanto a niveles técnicos como plásticos, dado que el impresionismo está presente en cada decorado del film. Este meticulosidad de la puesta en escena, consigue que se reconozca a Wright como un hombre de gran imaginación para dar un giro a esta adaptación y recortarla de otras versiones. El problema es que, distraído en cada detalle de época, en cada mecanismo que queda transparente a cada momento, y no aporta ningún misterio a la trama, Wright se corre del eje central de la historia. O sea, ante tanto brillo visual al estilo Moulin Rouge! coreografías que parecen salidas de un musical que no tiene canciones, tanta cáscara, el interior de esta historia, la novela original de Tolstoi no genera empatía alguna, no transmite emoción, identificación o algún tipo de sentimiento autónomo por los personajes. Y cuanto más forzosas son las interpretaciones para adecuarse a este tono teatral, menos conseguidas terminan siendo. Por juego de artificio, todo parece un decorado de cartón pintado. Sí, es admirable la fotografía, la dirección de arte, el vestuario (bien merecido el Oscar), la banda sonora hermosa de Darío Marianelli, emulando a Maurice Jarré en Doctor Zhivago, película de la cuál roba más de una escena. Pero tantas ideas, terminan distrayendo, y entre tantos conflictos, personajes, subtramas amorosas similares, nombres de personajes y sitos, el espectador termina más perdido que Anna Karenina en laberinto de ligustrina. Cuando, estéticamente, Wright se calma un poco, y empieza a atenuar su concepción estética / narrativa para no reiterarse ni repetirse o que el espectador se empieza a acostumbrar, el ritmo, que inicialmente era bastante dinámico, comienza a depurarse, y la obra cae en diálogos densos, demasiado melodramáticos, escenas extensas y lagrimógenas. No hay nada peor que aburrir al espectador, decía Hitchcock, y cuando las ideas se agotan, Wrigth no logra sostener el relato durante la última hora diez, cayendo en un pozo del que no logra salir, ni siquiera por efecto de alguna pintura que cobra vida, al mejor estilo los Sueños de Kurosawa. Pero Wright y Stoppard no consiguen que sus sueños se transformen naturalmente en imágenes. Caen en las peores situaciones, con la cruda intención de trascender, de hacerse notar, de demostrar cuan ingeniosos son, y en cambio perpetuan lo contrario. Se ponen en una posición snob. Keira Knghtley repitiendo el mismo rol de siempre, víctima de la sociedad y la época, no logra conseguir un momento de honesta interpretación, algo genuino que no haya hecho en otros films similares. Peor es lo de Aaron Taylor - Johnson que no consigue ser verosimil en ningún sentido, y mejor parado queda Jude Law con su contenido y más austero ministro Karenin, alejado de sus típicos estereotipos y tics. Desperdiciadas están Olivia Williams y Emily Watson en roles menores. La afición de Wright por los planos secuencia, le terminan jugando en contra, entre tanto falso decorado. Podés hacer uno lindo, donde demuestres tu virtuosismo como en Expiación, pero no intentes hacerlo constantemente. Eso es cancherear. Es una lástima, que si no fuera por la gran cantidad de ideas e imaginación y fanatismo por incorporar a Keira Knghtley incansablemente, Wright no consiguiera que esta versión de Anna Karenina, se viera como una historia épica más natural, menos artificial. Y todo es culpa de que se olvidó mostrarnos, lo más esencial: justamente la historia. Porque demasiado amor puede matar, dice un dicho. Y en este caso, hay un desborde de escenas románticas que dejan afuera, acaso, lo más intenso y criticado de la novela: su perfil revolucionario, su mirada social, su contexto pre bolchevique. Los anarquista y el socialismo ocupan un lugar relativamente tan chico, que la esencia del mensaje y crítica aristocrática / gubernamental / religiosa, queda completamente obsoleta y tapada por un banal relato amoroso que ya vimos hasta el cansancio, porque seamos honestos, el triángulo amoroso es lo menos original de la obra de Tolstoi. Tremendo desperdicio de talento. Si Wright, hubiese exhibido, este film a Einsenstein, seguro lo mandaba a trabajos forzados a Siberia.
Clásico revisitado Con una trama que no envejece, esta versión de la historia de Tolstoi muestra a una Keira Knightley a la altura de las circunstancias. Filmada infinidad de veces, tal vez porque es un clásico sobre la infidelidad, que no envejece, esta versión de Anna Karenina le escapa a la adaptación precisamente fiel. Sí, los personajes y las situaciones son en la práctica los mismos, pero hay una carga erótica más explícita que la que Vivien Leigh y Greta Garbo le podían dar en 1948 y 1935. La puesta en duda de la virtud de una mujer, por ser infiel, y el coraje de la misma por dejar a su marido y su hijo por su amante son los dos tópicos sobre los que tintinea la campana del filme. Que nunca se detiene y va de un extremo al otro. Anna viaja de San Petersburgo a Moscú a reparar la relación entre su hermano y su cuñada, porque él le ha sido infiel con una institutriz. Pero mientras Kitty, la hermana de su cuñada, coquetea con el conde Vronsky en una fiesta, Anna y el noble se sienten atraídos. Anna morderá la manzana y nada será igual para ella, que es mostrada en esta versión como una gran seguidora de los libros de Bucay. Previsor, o porque leyó el libro de Tolstoi, de 1877, el conde le advierte a su futura amante que “Sólo desdicha o la mayor felicidad posible” les espera. Cuánta verdad. Para acentuar -aunque consigue exagerar, que no es lo mismo- la vida artificial de Anna en la Rusa imperial, las acciones se sitúan prontamente en el escenario, las bambalinas y la platea de un teatro. Un problema que afronta la película es el casting. Keira Knightley sabe llorar y sufrir. Lo viene haciendo desde hace años, tal vez porque le aprieten los corsés o los vestidos de época, pero lo hace muy bien. Joe Wright, que ya la dirigió en Orgullo y prejuicio y Expiación, deseo y pecado, sabe cómo enaltecerla e iluminarla desde abajo, de frente y de costado. Distintos son los casos de Jude Law, como Karenin, el esposo engañado, y más aún el de Aaron Taylor-Johnson ( Kick-Ass), como el conde Vronsky. Porque si en el guión del dramaturgo Tom Stoppard -que ha escrito el de Shakespeare apasionado, pero también el de Brazil- muestra a los hombres -todos los hombres- como pusilánimes, cobardes, tipos sin ánimo, los dos amores de Anna son como marionetas. Ganadora del Oscar al mejor vestuario, Anna Karenina se luce por eso, por su ropaje externo, su ambientación. Claro: Greta hubo uno sola.
Una apuesta audaz que no termina de convencer El londinense Joe Wright se ha especializado en dirigir películas basadas en ambiciosas novelas. Luego de Orgullo y prejuicio (Jane Austen) y Expiación: d eseo y pecado (Ian McEwan), ahora es el turno de la monumental Anna Karenina , de León Tolstoi. Si en las dos transposiciones anteriores había adoptado (con muy buenos resultados) una narración bastante clásica, aquí -a partir de un guión del cotizado Tom Stoppard- opta por una puesta en escena decididamente arriesgada. La audacia se agradece siempre -y sobre todo cuando hay talento detrás (y Wright lo tiene)-, pero esta vez el resultado de esas búsquedas experimentales es parcialmente logrado. ¿Cómo es la propuesta de Wright? En principio, alejada por completo del clasicismo de sus trabajos previos -y de buena parte de los acercamientos tradicionales a los grandes autores-, ya que combina decorados teatrales (los actores incluso aparecen de vez en cuando sobre el escenario y el espectador queda ubicado como parte de la platea de la sala) con virtuosos planos secuencia ligados al más puro y refinado lenguaje cinematográfico. El resultado es por momentos deslumbrante, pero casi siempre desconcertante. Es que la apuesta por el artificio y cierto regodeo esteticista de un Wright que parece querer demostrar en cada plano toda su categoría de cineasta conspiran contra la potencia dramática, la empatía hacia una gran historia de amor con una heroína trágica con las implicancias emocionales de Anna Karenina. El efecto, por lo tanto, es de distanciamiento, y uno se queda admirando las coreografías, la fotografía o el vestuario (que le valió a la producción un premio Oscar) antes que "sintiendo" la película, algo similar a lo que suele ocurrir con otro brillante prestidigitador -pero que suele apostar por una veta más pop- como el Baz Luhrmann de Moulin Rouge! y Romeo + Julieta . Esa intensidad que en varios pasajes se extraña por las decisiones del director se ve compensada en buena medida por Keira Knightley, una actriz que demuestra estar a la medida de un personaje de las dimensiones de Anna Karenina. La expresividad de su mirada le alcanza para exponer toda la carga de amor y angustia, de deseo y frustración, de una mujer apasionada que va en contra de los mandatos y prejuicios de la aristocracia rusa de fines del siglo XIX. Una pasión extrema y una riqueza interpretativa que el director no supo, no quiso o no pudo aprovechar en sus múltiples posibilidades.
Cuando el artificio sólo muestra los hilos La adaptación al cine de esta obra de Tolstoi, con el protagónico de Keira Kinghtley, abusa de una puesta en escena teatral que resulta asfixiante y se olvida, entre tanta marioneta, de la pasión y el romanticismo propio de la historia. Orgullo y prejuicio (2005) y Expiación (2007) habían conformado a una dupla que reinterpretaba a su manera las virtudes y los defectos del cinema de qualité. Es que Wright como director junto a su estrella Keira Knightley, más el prestigio de las obras originales y el aporte del guionista Christopher Hampton, vinieron a ocupar el espacio vacío dejado por el experto Kenneth Branagh y otros cultores de adaptaciones de la alta literatura. La tercera apuesta recae en el dramón de Tolstoi publicado en 1879 con Anna Karenina como centro de una época que se relame en su engreimiento e importancia. En muchísimas oportunidades la rebelde e insatisfecha Anna Karenina fue adaptada al cine, desde aquella versión de los '30 con la glacial Greta Garbo hasta que en 1997 la bella actriz francesa Sophie Marceau aclaró que el personaje de Tolstoi no tenía exclusividad con el cine y la televisión procedente de Rusia e Inglaterra. Pero entre tanto baile, reconstrucción de época, infidelidades y pasiones palaciegas, Wright y el adaptador Tom Stoppard (otro nombre prestigioso de la cultura británica) decidieron una operación estética singular: concebir al cine como un enorme y ampuloso artificio. En ese sentido, no es criticable la apuesta, ya que eclécticos cineastas adaptaron tal riesgo, por ejemplo, Lars von Trier con Europa (1991), cuando el danés aún no se creía el centro del mundo, y Leonardo Favio con Aniceto (2006) y sus cielos, soles y lunas de papel maché y telgopor. Pero en esta Anna Karenina el recurso se convierte en algo asfixiante, como si el espectador fuera invitado a una representación teatral de marionetas y maniquíes, construidos desde la afectación y la sorpresa inicial que al poco rato deja lugar a un mecanismo de puesta en escena donde jamás se ocultan sus costuras. En efecto, la versión de Wright de la obra de Tolstoi es una extraña y vacía mezcla de "cine de calidad" y amor por el teatro, con la cámara ubicada entre los supuestos espectadores que observan el amor prohibido de Anna (Knightley reiterando su performance-esquema) y el oficial Wronsky (Taylor-Johnson en registro Rebelde Way) frente a la ira y el rechazo de Alexis Karenin (Jude Law, el mejor de los tres), encarnando al cornudo de la corte zarista. Tampoco la película se interesa por retratar a una época más allá de la escenografía, el vestuario, la música y el juego de cucharitas de mayor o menor tamaño de ese siglo XIX. Pero esto no importa demasiado, ya que el problema mayor de Anna Karenina es su falta de pasión y romanticismo frente a tanto artificio y decoración teatral donde el cine pierde la partida. Claro, entre maniquíes y marionetas es más que complicado.
Entre el amor y los prejuicios La historia no es desconocida, la novela de León Tolstoi ya fue llevada al cine en otras oportunidades. En esta versión, el director Joe Wright elige apostar a la diferencia por el lado de la estética de la película, con un trabajo bastante curioso que combina una puesta en escena de estilo teatral con apenas un par de exteriores. Anna (Keira Knightley, actriz recurrente en la obra de Wright) está casada con un ministro del zar, Aleksei Karenin (Jude Law). El matrimonio no es particularmente feliz, pero Karenin es un buen hombre, de buena posición, y eso parece ser suficiente. Hasta que Anna viaja a Moscú y allí conoce al Conde Vronsky (Aaron Taylor-Johnson). La atracción entre ambos es fuerte e inexplicable (el director elige sintetizarla en una danza que se va tornando casi frenética), y comienza a generar los comentarios entre la estricta alta sociedad rusa de fines del siglo XIX. La adaptación del guionista Tom Stoppard explora la relación de Anna, Vronsky y Karenin, en contraposición con las historias de amor de sus hermanos: uno infiel, pero perdonado, al fin y al cabo es hombre; y otro enamorado de verdad. Se destaca la actuación de Knightley, que logra transmitir la pasión y la angustia de esta mujer atrapada entre el amor como nunca lo sintió, y las normas de su sociedad. Jude Law cumple, y si bien su personaje es recto y circunspecto, tal vez peca de una excesiva rigidez, mientras que Taylor-Johnson, la cara bonita del triángulo, tampoco desentona. La peculiar puesta en escena está realizada como si fuera una obra de teatro: en el escenario transcurre la acción principal, y entre bambalinas, las acciones secundarias. Las cámaras siguen entonces a los personajes, y los cambios de locación se realizan con movimientos como los de los tramoyistas cuando convierten un ambiente en el de la próxima escena. Así la que era la oficina del hermano mayor se transforma en un par de giros de cámara, casi coreografiados, en un restaurant, por ejemplo, y lo mismo ocurre con todas las escenas. Sin embargo la película no pretende parecer una versión filmada de la pieza teatral. De hecho aparecen los exteriores, como si la pared de atrás del teatro se abriera y los dejara entrar. El trabajo realizado al principio sorprende al espectador, pero luego se comienza a participar del juego, de las burlonas coreografías con las que se retrata la burocracia zarista y las reuniones de la nobleza, del despliegue escenográfico y del excelente vestuario -rubro ganador del Oscar-, y todo resulta más fluido. Una interesante versión de un clásico que critica las normas de una sociedad en decadencia, y la situación relegada de la mujer en esa misma sociedad. Temas que por más que los tiempos hayan cambiado, no pierden vigencia.
Joe Wright me parece uno de los más interesantes directores de su generación. Haciendo su gran debut con “Orgullo y Prejuicio” ya formó esta dupla con Keira Knightley que se renovó con la maravillosa “Expiación, deseo y pecado”. En este caso, Wright toma todo su dramatismo y romance para filmar a esta historia inmortal. Esta adaptación tiene como idea central presentarla en un escenario como una metáfora (tal vez demasiado obvia porque es en un teatro) de la teatralización de un Imperio que se notaba a punto de quebrarse. Hay algunas menciones pequeñas (mucho más sutiles que las de la novela) sobre los ideales y las diferencias de clases pero que no quedan más que en el contexto. Lo que sí me gustó es que Wright captó el espíritu de Tostoi respecto a Anna: por momentos le tiene pena y por momentos es cruel con ella. Está dispuesto a verla como víctima y victimaria sin ningún tipo de reparo y queda en el espectador juzgarla o no. Keira como Anna tiene ese impacto visual innegable: esa cara nació para la pantalla y su elegancia le hace justicia al personaje de la novela. Sin embargo creo que le faltaba edad y profundidad a su interpretación. La Anna que yo tengo en mente se acerca un poco más a ese tedio de la vida coreografiada de la alta sociedad que una cara tan fresca no termina de cerrarme. Aaron como Wronsky tiene esa pedantería y determinación que bien retrata la pluma de Tostoi y la química entre ellos funciona bien sin llegar a despertar los suspiros que pudo haber despertado. Mención de pie para Law completando este triángulo como Alexei Karenin. Está realmente soberbio. Esta visión del hombre de ley y recto pero que está dispuesto a hacer cualquier tipo de laberinto para perdonarla porque la ama. El eterno ciego consciente y estoico hombre de Estado. En una puesta en tablas como esta hay dos elementos que no pueden pasar desapercibidos: el vestuario majestuoso (ganador de casi todos los premios en esta temporada) y la música de Dario Marianelli. Dario, quien ya compuso la música para “Orgullo y prejuicio” y la que le valió un Óscar para “Expiación, deseo y pecado”, vuelve a construir piezas majestuosas, con la fuerza de la orquesta que nos empieza a despedir de la Rusia Imperial con un dramatismo casi de Ópera y nos lleva lentamente a ese desastre y a ese tren. El resultado final es digno, pero por momentos la puesta parece llevar más a una adaptación sin forma (tanto que a veces le quita el ambiente trágico para parecer una parodia) u otros en los que se repiten recursos ya vistos de Wright pero sin alma (como el que ya vimos en Orgullo y prejuicio en el que ellos bailan y el resto de las personas desaparecen para ellos). Tolstoi será adaptado ésta y muchas veces más. Su capacidad de formar psicologías en personajes que no son planos y nos muestra una amplitud moral gigante no mueren nunca. Para probarlo, esta es la sexta vez que llega al cine Anna. Esta versión es más para apreciar la majestuosidad de la puesta que para comprender la historia. Me dejó con ganas de más, tanto que a veces pensaba que yo era la única que había leído la novela.
Mamushkas Joe Wright ha demostrado una afición por las heroínas que van en contra de las convenciones sociales, desde su debut con Orgullo y Prejuicio, pasando por Expiación, Deseo y Pecado y Hanna; la excepción es, claro está, El Solista. Con Anna Karenina va un paso más allá, y la elección de un personaje paradigmático de la literatura rusa va acompañada con una apuesta mayor en su otra obsesión: la puesta en escena por parte de un hombre que lo quiere ver y mostrarnos todo. Para eso, el director utilizó como set un teatro, cuyo escenario pero también sus bambalinas y palcos son transformados ante la cámara en los hogares, instituciones, estaciones y calles de San Petersburgo y Moscú. Desde el plano inicial, Wright corre el telón para develarnos su representación de la Rusia Imperial de 1874. Y lo primero que nos muestra es a Stiva (Matthew Macfadyen), un burócrata cuya infidelidad es descubierta por su esposa Dolly (Kelly MacDonald) y que en busca de su perdón, manda a llamar a su hermana Anna Karenina (Keira Knightley) para que vaya a interceder por él. Anna y su esposo Karenin (Jude Law) debaten sobre el engaño y el virtuoso funcionario asienta su posición cuando le dice a su mujer que "todo pecado tiene un precio", ante la actitud más laxa de ella. Mientras, Stiva se encuentra con su amigo Levin (Dohnmall Gleeson), un terrateniente que al contrario de otros, se dedica personalmente a trabajar el campo, y que ha ido a la ciudad a proponerle matrimonio a Kitty (Alicia Vikander), hermana de Dolly. Stiva le reclama a su amigo más presencia en Moscú y ante la respuesta de Levin sobre la importancia de sus labores agrarias en comparación a las burocráticas de Stiva, este último sentencia que "el papeleo es el alma de Rusia, la agricultura es sólo el estómago". De esta forma, Wright demuestra su talento implacable para establecer los temas, sus personajes y adentrarnos en su mundo en los primeros diez minutos del film. En sólo un par de escenas logra presentar los tópicos fundamentales de la novela de Tolstoi: el doble standard de la sociedad rusa respecto a los roles y comportamientos aceptables para hombres y mujeres por un lado, y el germen de una nueva era para el Imperio en debacle, en el enfrentamiento campo versus ciudad. En el medio el director se despacha con un par de planos secuencias de los que tanto a él le gustan y mediante los cuales reconstruye las dinámicas dentro de un ambiente o institución: ya sea la familia, un organismo estatal o la sociedad entera. Todo el film actúa por bloques de largas secuencias, gracias a encadenados que crean este efecto. La estructura de montaje del film es un gran encadenado que se apoya y construye en la estructura física del set. Al contrario de los que puedan temer algunos, no estamos viendo teatro: estamos dentro del teatro, con los personajes corriendo, dialogando y bailando a nuestro alrededor. La dinámica visual de Joe Wright corresponde más a la de la danza que a la del teatro. La cámara se mueve por los escenarios que arma dentro de otros escenarios, mientras los vemos armarse y desarmarse, como a sus personajes. La pragmática Anna es la primera en desarmarse al conocer y sucumbir al Conde Vronsky (Aaron Johnson), pretendiente de Kitty que rápidamente cambia de opinión y empieza a seguir a Anna por todo el ambiente aristocrático moscovita. Levin se desarma al ser rechazado por Kitty, se refugia en su campo y la vida agraria, bajo su ética laboral de ascetismo cuasi protestante: pero ésta también está sujeta a la transformación, ante el reencuentro posterior con ella (ya más humilde, después de ser abandonada por Vronsky) y con su propio hermano Nikolai, casado con una prostituta. El tren, donde primero se conocen Anna y Vronsky y dan inicio a su romance fatídico, sirve para Wright como protensión del destino que tiene una marcha imparable: el sino de Anna y el de la Rusia de sistema feudal basado en la explotación agrícola, que décadas después pasará por la Revolución Bolchevique. Por un lado, la estructura de la película es protensiva en sí (las actitudes que cada personaje tomará ante sus contingencias ya están anunciadas en los diálogos antes descriptos). Por el otro, el tren es el progreso, para el siglo XIX, porque finalmente permite la conexión entre distintas regiones y mercados, el desplazamiento de sus habitantes, pero principalmente el encuentro entre parte de ellos, para seguir desarmando y armando formas de hacer a su nación. Es que Anna Karenina está armada como una serie (encadenada) de encuentros -por casualidad, por arreglo, a escondidas, como citas establecidas por la agenda social- que son los que ponen en movimiento la maquinaria irrefrenable del destino de cada uno de sus participantes. En cada encuentro, los personajes miran y se dejan ser mirados, porque desean observar y ser observados. Si Anna se esconde de la mirada de Vronsky es sólo para aumentar el anhelo de él, y el de ella. Lamentablemente, una vez que Wright y el guión de Tom Stoppard ubican todas las piezas y las ponen en movimiento, no consiguen que la resolución quede al mismo nivel del in crescendo que han construido. Una vez que las consecuencias alcanzan a Anna, que ha tenido una hija con Vronsky pero si se divorcia de Karenin pierde a su hijo con él y cualquier posibilidad de un lugar respetable en la sociedad, el anhelo da lugar a la angustia. Pero Wright y Stoppard no logran manejar este nuevo tipo de ansia que surge, la del conflicto interno de Anna Karenina y produce un efecto de banalidad del personaje, como si tomara su decisión fatal por meros celos y vanidad social. El elenco realiza una labor decente en general, destacándose Jude Law como el impasible Karenin, Knightley en su composición de la Anna Karenina pragmática del principio y Matthew Macfadyen en una versión casi bufonesca de Stiva. Pero al contrario de los films anteriores de Joe Wright, donde las formas visuales van de la mano de las interpretaciones para guiar al espectador, en este caso los actores funcionan más como simples piezas de la maquinaria de representación construida por el director.
Espectáculo visual con poco de Tolstoi Las diseñadoras de producción y el equipo de arte que logró esa extraña, imponente y cambiante representación teatral, alusiva a la representación de las vidas en sociedad, obligadas a guardar las formas y atentas al espectáculo indiscreto de los demás. El director de fotografía Seamus McGarvey, precedido en la planificación por Philippe Rousselot, ambos componiendo las escenas como si fueran cuadros de pintura de fines del S. XIX. El compositor Darío Marinelli, que cada tanto soñó elegantemente con Tchaicovsky. La diseñadora de vestuario Jacqueline Durran, ganadora del Oscar por este trabajo. Tales son los héroes y heroínas de esta ostentosa película. Ah, también la protagonista Keira Knightley, su antagonista Jude Law en rol de esposo al que se le acaba la paciencia, el adaptador Tom Stoppard, literato ilustre por mérito propio, pero no siempre, y el director Joe Wright, a cuyo servicio se pusieron todos los antedichos. Keira Knightley se luce. Clava los ojos, brilla más que las joyas que lleva, y logra el quinto puesto frente al recuerdo de las mayores intérpretes del mismo personaje, es decir la excelsa Greta Garbo, Vivien Leigh, Tatiana Samoilova y Sophie Marceau. En cambio Wright ostenta más genio y dominio que los respectivos directores de dichas actrices, vale decir los ilustres Clarence Brown, Julien Duvivier, Aleksandr Zarji, y el pobre Bernard Rose. Más genio, más dominio, y todo lo que se quiera. Pero mucho menos corazón y profundidad. Queriendo hacer algo soberbiamente original, personal y admirable, ha colocado sus antojos y artificios por sobre el espíritu de la obra. Se puso por encima de León Tolstoi, el autor de la novela, ignorando las profundas observaciones del alma humana que éste había escrito, y la mayoría de las subtramas, con lo que solo alarga la agonía sentimental de la protagonista sin enriquecernos demasiado. Por suerte la adaptación mantuvo en contrapunto la historia paralela de Konstantin Lyovin con la dulce Ekaterina, alias Kitty. No la profundiza lo suficiente, pero marcó la diferencia poniendo a este alter ego de Tolstoi casi enteramente fuera del teatro de vanidades, cosa que se aplaude. En resumen, otras versiones ofrecen mayor comprensión del texto, y una humilde fidelidad. Pero como espectáculo visual, esto de ahora es para ver en pantalla grande. El problema es que Wright, en su búsqueda de momentos admirables, camina todo el tiempo por una cuerda demasiado floja entre lo sublime y lo pretencioso, y a veces solo lo salva la red del pastiche, por ejemplo cuando impone movimientos de danza junto a las figuras teatrales agarradas de los pelos. Al respecto, y con todo respeto, para una Karenina bailada nada mejor, todavía, que la película de Maia Plissetskaya, cuando la gran diva llevó al cine el ballet de Rodion Shchedrin, encargándose de la coreografía, el papel principal con Aleksandr Godunov, y hasta el vestuario a medias con Pierre Cardin. Postdata: se dice que el papel del seductor Vronsky, que arruina la vida de los Karenin, fue inicialmente ofrecido a Robert Pattinson. Quedó en manos de Aaron Taylor-Johnson, que apenas lo representa con aire fatuo de modelo publicitario. Aún así, en comparación, este hombre es Jack Nicholson.
Anna Karenina es un clásico de la literatura que cada tanto vuelve a la pantalla grande con una nueva interpretación. Esta obra de Leon Tolstói brindó numerosas películas y las más celebradas suelen ser las que hicieron Greta Garbo en 1935 y Vivian Leigh, la protagonista de Lo que el viento se llevó, en 1948. La más reciente adaptación corrió por cuenta de Joe Wright quien vuelve a demostrar su versatilidad como cineasta. Su último trabajo había sido el triller de acción Hanna, con Eric Bana, y en esta ocasión vuelve a los clásicos literarios donde ya se había destacado con su versión de Orgullo y Prejuicio, de Jane Austen. En lo que representa su tercera colaboración con Keira Knightley, el nuevo trabajo de Wright trasciende principalmente por los aspectos visuales. En ese sentido esta es probablemente una de las mejores versiones de esta obra. La fotografía de Seamus McGarvey (Los vengadores) ya de por sí es un espectáculo aparte que le da un complemento interesante a un relato que fue contado numerosas veces en el cine. La belleza de las imágenes y la música en sintonía con los escenarios logra trasladarte al mundo de Anna Karenina de una manera especial. La particularidad de este film es que el trabajo que hicieron en el diseño de producción es uno de los grandes protagonistas de esta trama que retrata con acierto la sociedad banal que describía Tolstói en su libro. El trabajo de Wright sobresale principalmente en los aspectos estéticos ya que la historia y su retrato de la burguesía rusa del siglo 19 sigue siendo la misma. De hecho, la película conserva el espíritu de folletín romántico (pese a sus personajes complejos) que siempre caracterizó a esta obra. Con un muy buen trabajo de Keira Knightley en el rol principal y una puesta en escena casi teatral la película puede resultar una interesante opción para los seguidores del género.
Cuando la soledad, el temor y la angustia no resultan ser una buena compañía. Esta es la opera prima de Daniel Gimelberg, con un destacado elenco: Nahuel Viale, Nahuel Pérez Biscayart, Romina Richi, Carlos Portaluppi, Alejandra Flechner, Verónica Llinás, Germán de Silva, entre otros. Su relato va y viene en dos tiempos, estas se van intercalando y con la ayuda del flashback conocemos mejor a su protagonista. Nacho (Nahuel Viale) recorre la calle Lavalle para luego encontrarse en la oficina de Carlos (Carlos Portaluppi). Observamos sus diálogos para ir conociendo como fue antes. Nacho tiene 21 años, una vida relajada, vive en familia, estudia arquitectura, tiene muchos amigos, conocidos y una vida sin sobresaltos, viviendo momentos felices con Tomás (Nahuel Pérez Biscayart) , Matías (Martín Piroyansky), Silvia (Verónica Llinás) la madre de Tomás, su novia Ana (Guadalupe Docampo) y la descripción de su vida. En otro tiempo de su vida con 23 años algo sucedió y cambio, se transformó en un ser solitario, oscuro, silencioso, sumergido en una enorme tristeza. Su casa donde se compartían asados en familia y con amigos, lugar donde se tomaba sol en la pileta en verano y se pasaban gratos momentos, se transforma en una casa helada, la pileta sucia, vacía y un abandono total, hasta el protagonista se viste con colores oscuros. Todo es demasiado traumático, es una de esas personas que pueden llegar a disparar hacia cualquier lugar, tanto en lo emocional como en su vida diaria, además vemos en su mirada mucha bronca y tristeza, una sed de venganza, hasta sufre una situación difícil en la calle. No logra entregarse a nadie, se niega a la ayuda de sus conocidos, y hasta incomoda a Lorena (Romina Ricci) con quien se relaciona en forma circunstancial y entra en su vida como cualquier mujer que conoce a un joven que le gusta y desea involucrarse con él sin saber nada de este. Cuenta con una buena fotografía de Buenos Aires y la estupenda música de Luis Alberto Spinetta y Fito Páez. Su trama es psicológica, el mundo adolescente, juega un rol interesante la sexualidad, el paso del tiempo es bastante importante, las estaciones del año, el verano, la alegría y la emoción. El invierno, la tristeza y la nostalgia. Pero donde hay vida puede haber esperanza. Su relato es algo tibio y por momentos se torna tedioso.
Basada en la novela de Leon Tolstoi, en una versión arriesgada y de gran despliegue estético, este film dirigido por Joe Wrigh (“Orgullo y prejuicio”, “Expiación, deseo y pecado”) es sumamente atractivo. Ambientado en un teatro, con todos sus artificios a la vista, con una coreografía que no se limita a las escenas de baile, sino a burócratas, exotismos, atención de mucamos y especialistas, sino que cuando se encuentra la pasión, un vals puede convertirse en una seducción de cisnes de gran efecto. Pero además del latir de las pasiones que no se pueden frenar, del paralelismo de dos historias de amor, la trágica y la bucólica, más buenos actores, todo atrae en este film para disfrutar.
Anexo de crítica En esta nueva adaptación de la novela de León Tolstói pugnan dos películas, la que pretende narrar con imágenes la historia trágica de esta heroína del siglo XIX a contracorriente de los preceptos y códigos de la aristocracia rusa, y por otro lado la del artificio y exhibicionismo con altas dosis de esteticismo que en este particular caso le juegan de manera negativa al realizador Joe Wright, hábil adaptador cinematográfico de otros clásicos literarios como Orgullo y Prejuicio de Jane Austen, pero también responsable de la extraña Hanna. El apartado que debe destacarse es el de los rubros técnicos, aspecto lógico teniendo presente el resultado dispar entre narración y exhibición donde el máximo reconocimiento se lo lleva el vestuario ganador del Oscar a cargo de Jaqueline Durran, quien realmente diseñó ropa de época con una enorme precisión desde el punto de vista histórico. También es justo reconocer el puntilloso trabajo en el diseño de producción en las manos de Sarah Greenwood, sobre todo en la continuidad y cambio de decorados a la par de los movimientos de cámara. Para los cinéfilos que quieran llevarse un buen recuerdo de esta trágica historia de amor el nombre de Greta Garbo personificando a Anna Karenina quedará por siempre y el resto de sus intérpretes femeninas brillarán por su ausencia, del mismo modo que esta fallida versión del inglés Joe Wright.
Un romance aristocrático A través de una rara producción teatral se narra la historia de como en la burguesía rusa una mujer casada con un alto funcionario arriesga todo por su romance con un militar. Un relato basado en el amor, el honor y el sacrificio cuyo mayor interés proviene en el choque entre el deseo y las reglas dictadas por la sociedad. Aunque la pasión de los personajes y el complejo retrato de la clase alta es verdaderamente asombroso, su pretenciosa ambientación teatral junto a un desenlace apresurado e inconcluso hacen de la película un producto fallido. Basada en la famosa novela de Tolstoi se narra esta historia de amores prohibidos en donde a través de dos relatos, el triangulo amoroso principal de un matrimonio jaqueado ante el amante de la esposa y el romance entre dos jóvenes angustiados por el rechazo amoroso, se describe como la ventajosa posición social puede volverse de diversas maneras angustiosa para sus protagonistas. Si bien, la trama secundaria es un tanto débil y por momentos carece de relevancia, el conflicto principal es maravilloso en su forma personificar el deseo y las dificultades de intentar controlarlo. Incluso la película encierra una visión maravillosamente crítica sobre las nociones de moralidad y ética de la sociedad de aquella época. Instancias como la hipocresía de la protagonista en sus pedidos de perdonar y ser perdonada encierran al relato en una complejidad tan asombrosa que incluso tiene espacio para mostrar el otro costado de la tragedia donde el personaje del marido se ve envuelto en un sufrimiento por el cual él no ha hecho nada para merecerlo. Sin embargo, hacia al final la trama tan fascinante en su profundidad, va perdiendo complejidad y su desenlace termina apresurándose en emociones forzadas y resoluciones injustificadas. No obstante, más allá de los logros de la historia, lo primero que se observa en "Ana Karenina" es su extraña manera de ser narrada. Casi toda la trama esta ambientada en el interior de un teatro (afuera y dentro del escenario) y las distintas secuencias son unidas con transiciones donde en una escena termina con el comienzo de la siguiente y viceversa. Es decir, la producción de la película fue realizada a través de un fuerte concepto donde la metáfora de la falsedad en la sociedad rusa se vuelve literal en forma de teatralidad. Una idea interesante que lamentablemente resulta un ejemplo de que pasa cuando la forma supera al contenido, ya que si bien la película puede presentarse como una caracterización teatral, todo lo demás se corresponde a un ambientación bien detallista y realista, tanto en vestuario como en actuaciones, lo cual hace que toda la experiencia quede desbalanceada. Mientras se observan a personajes sufrir muy intensamente y de manera tangible, el escenario es completamente falso. Por lo tanto, nada es real y los conflictos tan melodramáticos de la película se diluyen en superficialidad. Incluso toda la mirada de la sociedad rusa se vuelve banal.
El director elige una puesta en escena que remite al teatro, creando una atmosfera de musical que se luce por el enorme impacto visual con que dota cada secuencia. Un vestuario de antología, que se luce gracias a la coreografía de movimientos de actores y cámara perfectamente simétricos y elegantes. Obviamente, la parafernalia teatral, reduce la magia del cine, pero a la vez genera una atmosfera original y onírica, pocas veces vista en el cine moderno. Keira Knightley está en su salsa en un papel que parece haber sido escrito para su rostro antiguo y seductor. La cámara la retrata bella, radiante y cautivadora. Una experiencia fílmica para exigentes. Un clásico recreado a puro talento y sensibilidad.
La muñeca rusa No debe haber una forma específica ni mucho menos correcta de atreverse cinematográficamente a la que es considerada por muchos como una de las novelas (o la novela) más importantes de la historia de la literatura universal: ANNA KARENINA, de Leon Tolstoy. Muchos han probado y, entre todos los intentos, hay algunos aciertos y muchos más errores. Pero si se piensa en volver a adaptar un texto tan célebre –y tan “adaptado”- como ése, más vale que se tenga alguna idea fuerte como guía. Joe Wright la tuvo y, a partir de un guión de Tom Stoppard que ni siquiera planteaba la estructura que la película terminó teniendo, realizó una novedosa relectura de ANNA KARENINA: un collage de influencias y referencias, un mix-tape de formatos, que sorprende y confunde, fascina y fastidia, encanta y decepciona. Depende de qué lado se ponga cada espectador (imagino que los fans de la fidelidad al texto la odiarán, mientras que los más cinéfilos la mirarán con curiosidad y mayor o menor encanto), ninguno podrá negar que está ante una construcción muy particular. ¿Cuál es esa construcción? El director de ORGULLO Y PREJUICIO, y la horriblemente titulada en castellano… EXPIACION, DESEO Y PECADO (duele hasta escribirlo) decidió deconstruir el drama de esta mujer casada en la Rusia del siglo XIX que deja todo al enamorarse de un joven y galante Conde Vronsky y reconvertirla en una especie de puesta teatral dentro del cine, algo más cercano al MOULIN ROUGE!, de Baz Luhrmann, que a las clásicas adaptaciones literarias de textos del siglo XIX. La película arranca sobre un escenario que de a poco se va convirtiendo en otro y luego en otro más hasta que, de a poco, el filme se va escapando de esos confines para trasladarse no sólo a las bambalinas de ese escenario sino al propio teatro, convertido en el set principal de la historia. Pero esto, que puede sonar algo duro y antiguo, es más bien lo opuesto. Wright, un virtuoso de la puesta en escena (y alguien que quiere que sepas que lo es), arma increíbles planos secuencia dentro de ese teatro y, luego, fuera de él, mientras su cámara vuela a través de personajes y escenografía. Es que si hay otro detalle peculiar en su filme es que buena parte de los “fondos” son ostensiblemente falsos: cartones pintados que entran y salen de cuadro haciendo de un viaje en tren un juego de miniaturas o convirtiendo al propio teatro en un hipódromo, por citar dos escenas clásicas de la historia. En este juego de eternas representaciones, Wright decide hacer del guión de Stoppard y de la novela de Tolstoy un juego de espejos, de ecos, casi como una gigantesca muñeca rusa en la que una capa tapa a otra y a otra y así… Si la vida socialmente aceptable de Anna es una farsa, lo mismo debería representar el filme. Y eso es lo que, de hecho, hace. La película arranca casi como un musical en el que, si bien nadie canta, todos circulan con una velocidad y prestidigitación geométrico/coreográfica que le hubiera venido bien a la reciente LOS MISERABLES. Aquí es donde Wright más hace recordar a Luhrmann, al punto de que pareciera haber estado estudiando la obra completa del australiano, en especial ROMEO + JULIETA, otro “love affair” con terribles consecuencias. De a poco, sin embargo, y mientras el drama de Anna crece y su affaire en principio juguetón va cobrando dimensiones socialmente intensas y personalmente trágicas, Wright va reduciendo la velocidad, abriendo los escenarios y, así, la película sale del tono engolado para acercarse a algo más realista. Esa relación forma/fondo quedará muy clara si se opone la manera en la que Wright filma la relación entre Anna (Keira Knightley), su marido (Jude Law) y el Conde (Aaron Taylor-Johnson), y cómo se acerca a la historia de amor, si se quiere más puro, entre Levin (Domhnall Gleeson) y Kitty (Alicia Vikander), con escenas de índole más pastoral y naturalista. Resumir narrativamente este novelón de 900 páginas, aún en su versión recortadísima de 130 minutos, es algo que excede los límites de esta crítica. Se sabe que el magno texto de Tolstoy abarca prácticamente todos los aspectos sociales, políticos y religiosos de la Rusia del siglo XIX, y es claro que no fue la intención de Wright ni de Stoppard abordarlos exhaustivamente. Lo que hacen en su versión de ANNA KARENINA es referenciarlos, como cuestiones casi de segunda mano. Eso da paso a lo que para mí son los problemas del filme. Si bien se trata de un trabajo audiovisual y conceptual extraordinario, hay algo en la forma que aleja demasiado a los espectadores del drama de los protagonistas. No resulta una película emocionante ni particularmente dramática, algo que sí tenían las anteriores y menos explosivas adaptaciones del propio Wright. Aquí, el drama parece estar siempre de fondo de los fuegos artificiales de la puesta. Y, por más brillante que esta puesta sea, con eso no alcanza para convencernos del todo. Vemos ANNA KARENINA extasiados con los movimientos de cámara (o, en algún caso, fastidiados por ciertos momentos cliperos/publicitarios, como los más románticos, por más ex profeso que estén hechos), pero sin poder evitar pensar en… los movimientos de cámara. El artificio lo tapa casi todo y se impone por su propia fuerza voraz a la tragedia. Como en la ficción de ANNA KARENINA, en la puesta en escena de esta adaptación el cuidado de la forma, de las formas, también le gana la pelea a la pasión.
Desfile de histriones y vanidosos Las adaptaciones de grandes clásicos del teatro o la literatura que apuestan por un giro moderno, refrescándolos con pátinas de diversos colores y texturas, corren siempre el riesgo de la obsesión por la superficie. Algo así le ocurre al londinense Joe Wright, quien luego de su traslación cinematográfica de Jane Austen (Orgullo y prejuicio) se le anima ahora nada menos que a Leon Tolstoi y a su novela más celebérrima, Anna Karenina, quintaesencia de la literatura rusa del siglo XIX. La romántica y trágica historia de la aristócrata que, metida de lleno en un affaire amoroso, olvida todos los deberes matrimoniales y sociales al uso, ha sido llevada a la pantalla en decenas de ocasiones. La mayor novedad de esta nueva versión radica en su tratamiento narrativo, que intenta cruzar el más puro y tradicional romanticismo con la autoconciencia de su artificialidad. Si el mundo es un teatro, como afirmaba Calderón de la Barca, Anna Karenina presenta el universo aristocrático de la Rusia zarista como un desfile de histriones y vanidosos, una mascarada hipócrita y opresiva, particularmente para las almas libres. Adaptada por el dramaturgo y guionista Tom Stoppard (Shakespeare apasionado, El imperio del Sol, Brazil), la Karenina 2012 se exhibe con aires revisionistas, al menos desde sus apariencias. Las primeras imágenes introducen a los personajes representándose a sí mismos, en lo que se revela una escenografía que emula un teatro en todo su derecho, con proscenio, bastidores, candilejas y tramoyas. Eso le permite al film atacar con ingenio las inevitables elipsis (la novela en su edición completa se acerca a las mil páginas), moviendo delante de cámara escenografías y demás elementos ante cada mudanza espacio-temporal. Las comparaciones con Moulin Rouge, que vienen acompañando la película desde el momento de su estreno, no parecen del todo atinadas, por más de una razón. En principio, no hay canciones que acompañen la trama y la apuesta por la artificialidad no llega a los extremos del largometraje de Baz Luhrmann. Sí es cierto que ambos proyectos comparten cierta debilidad por el amor romántico como sublimación del espíritu humano, ideal que no por anacrónico ha dejado de tener su atractivo en pantalla. Film de despliegue visual pero también de enfático reparto, Anna Karenina cuenta con la actuación central de Keira Knightley como la atribulada heroína titular, papel que la actriz lleva adelante con profesionalismo y ocasionales momentos de gesticulación desproporcionada. En el otro extremo, Jude Law (en el rol de Karenin, su comprensivo pero árido marido) está atado a una inexpresividad que no logra transmitir en toda su dimensión la discusión moral interna que abruma al personaje, excepto a través de las líneas de diálogo. Stoppard desde el guión y Wright desde la dirección de actores apuestan a la transformación de los personajes originales en algo así como versiones destiladas, sintetizadas. Existen en Anna Karenina momentos de invención visual. El trabajo de fotografía es ciertamente llamativo, por momentos casi pop (lentejuelas, brillos y reflejos están a la orden del día) y el ritmo del film no abandona el gusto por la velocidad y la variedad. Pero en su tendencia a priorizar la intensidad por sobre cualquier otra posibilidad narrativa, Wright y Stoppard caen en más de un momento en la afectación y la cursilería. Eventualmente la noción misma de artificio en primer plano, que la película nunca deja de lado, extingue todas sus posibilidades y desnuda su verdadera naturaleza: no tanto una reflexión sobre la esencia de toda representación, sino un simple truco narrativo que se agota a mitad de camino.
Las mujeres fuertes en condiciones desfavorables son los personajes que han hecho un nombre de Joe Wright, especialmente cuando se trata de retratos de época. De ahí se puede obtener que uno de sus trabajos menos reconocidos -aunque se trate de un producto redondo- sea The Soloist, donde son dos los hombres que comparten la escena. Anna Karenina supone una vuelta literal a su primera época –puesto así parecería que el director tiene una carrera más larga que los 8 años desde su ópera prima-, con una adaptación de una novela clásica, con el agregado del protagónico de Keira Knightley. Fiel a su marca personal, el londinense crea una pieza impecable desde lo estético. Es que la Anna de Karenina no es Hanna y las búsquedas estilísticas del realizador no se perciben como el pretencioso intento de quien hace en todas una de más, aún a costa de perjudicar seriamente la narrativa. Si su mano hacía que aquel film de intriga y espías cayera de bruces contra propuestas similares dentro del género, como The International de Tom Tykwer, en la adaptación de una novela como la de León Tolstói funciona por ofrecer una mirada fresca alrededor de un material que ha sido abordado en múltiples ocasiones. Con una notable puesta que entrecruza lo cinematográfico con lo teatral, Wright aporta un inusitado dinamismo al guión de Tom Stoppard (Shakespeare in Love). El abordaje, no obstante, acaba por ser invasivo. Más preocupado en la forma de contar que en lo que realmente cuenta, el inglés pierde el foco sobre sus personajes, incapaces de transmitir algún tipo de emoción. La estética se apodera del drama y el ritmo impostado que ofrece la escenificación de la pantalla impide generar empatía alguna con sus protagonistas, sin poder tomar posición –o al menos hacer una leve inclinación- hacia la adúltera, el marido fiel o el joven amante. Más allá de la carencia de pasión –es notable cómo son Kitty (Alicia Vikander) y Levin (Domhnall Gleeson) quienes transmiten más impresiones con mucho menos tiempo en pantalla-, Anna Karenina todavía resulta en un logrado perfil de la vida en la alta sociedad rusa de fines del 1800. El engaño, la política y el sentir contenido, en favor de la imagen pulcra, son temas de sorprendente actualidad y en general resulta una propuesta correcta -que se hubiera beneficiado de un acercamiento más acalorado puertas adentro-, más allá de que la ambición del director fuera evidentemente mayor. Quizás entonces haya que mencionar al elenco, con un Jude Law que recoge el guante con grandeza y se planta en la vereda de enfrente de donde estaba hace tan solo un tiempo –él fue Alfie después de todo-, y se ubica muy por encima de la pareja joven que lo acompaña, con un Aaron Taylor-Johnson tan aniñado y medido que no termina de dar la talla y una Keira Knightley que pudo haber ofrecido una interpretación fabulosa, pero a quien la falta general de emociones la dejan sólo como un recuento de gestos faciales. Algo así como lo que ocurre con Anna Karenina y su ausencia de lágrimas, alegrías o cualquier elemento que pueda movilizar un sentimiento.
AMORES IMPOSIBLES Suntuosa y engolada aproximación al transitado texto de Leon Tolstoi sobre adulterio y amores imposibles en la Rusia imperial de finales del siglo XIX. Lo mejor es Keira Knightley, bella y arrebatada, la única que pone sangre y alma en medio de una puesta en escena de buscada artificiosidad donde todos terminan siendo personajes distantes de un argumento que ni los roza. Filme esteticista, muy cuidado, pero más preocupado en lograr escenas lindas que en meterse dentro de esta apasionada historia de amor y vergüenza. El filme se engolosina con sus luces, sus colores, sus decorados y sus pasos de baile. Quizá haya sido un buen recurso para subrayar el mundo extravagante y vacío de una sociedad que vivía en un mundo de fantasía; pero la historia pedía más realismo y más pasión, menos espejos y más intensidad. El duque parece un príncipe de Disney y los demás lo acompañan. Y cuesta ver debajo de tanto oropel las idas y vueltas de un relato que ponía el amor como un acto desafiante. En esa sociedad todo era apariencia. Y Anna, por eso, enfrentará la condena social. Se atrevió amar a quien no debía en ese mundo de puro baile.
Joe Wright es probablemente el mejor realizador de cine de temática de época de los últimos tiempos. Su capacidad notable para desentrañar textos y situaciones ligadas a tramas complejas de la alta sociedad que demandan grandes recreaciones, como en el caso de Orgullo y prejuicio, y trasladarlas al lenguaje del cine, es indudable. Su obra máxima sin duda que ha sido Expiación, deseo y pecado, donde logró combinar con fascinantes recursos visuales y evocativos la literatura con el cine. Pero Wright en los últimos tiempos se acercó también a otro tipo de géneros a través de Hanna y El solista, con resultados interesantes, pera retornar ahora a este terreno en el que se maneja como pez que en el agua, esta vez rodando un clásico real, ya que aborda la novela -que originalmente publicó por entregas una revista rusa- de León Tolstoi Anna Karenina. Sin embargo en esta ocasión su brillante puesta en escena, que mixtura en todo momento lo teatral con lo cinematográfico, y su vasto caudal expresivo en el que hasta la comedia musical –sin canciones- está presente, no logra cuajar adecuadamente con el relato romántico y social que plasmó el gran escritor ruso. La melodramática historia de amor está bien presente, pero no se complementa con otros aspectos de la vida rusa de aquellas épocas, como un personaje combativo y desamparado que no participa mucho. Y por otra parte algunas situaciones de la historia de amor caen en reiteraciones que fatigan un poco. El director se muestra realmente obsesionado con el diseño estético, que incluye algunas meticulosas coreografías de la vida cotidiana e imágenes y recursos sensoriales de altísimo nivel. Ni que hablar de los bailes de época, formidablemente expuestos en el film. Las actuaciones en general son buenas pero adolecen de algo más de carnalidad, con una Keira Knightley que de todas maneras desborda la pantalla.
Love story En principio he de confesar que si bien podría obviarse el titular la nota con una referencia directa con algún otro texto ya sea fílmico, literario o musical, a mi eso no sólo me gusta sino que además me sirve de disparador para adentrarme en el filme a analizar. La historia de ”Anna Karenina”, novela escrita por León Tolstoi, es mucho más que un drama romántico, un amor trágico. La obra fue publicada por primera vez en 1877. Puede ser pensada como una gran representación literaria de la sociedad rusa de aquel entonces. Narraba la historia de un pecado de amor, la infidelidad de Anna para con su marido Karenin, con el Conde Vronsky. Paralelamente se iba construyendo la historia de Lev, un terrateniente con ciertas ideas progresistas, en relación al contrato con sus obreros del campo, y al mismo tiempo enamorado de Kitty. Estas dos historias son las que recorren toda la novela, con diferencias en cuanto al nivel de importancia por el desarrollo de las acciones, pero no así como representación de los distintos grupos sociales que describen y la hipocresía de una sociedad en decadencia, en contraposición, al naturalismo de la otra historia de amor, más del orden de lo natural. Toda esta introducción viene a cuento porque la producción dirigida por el londinense Joe Wrigth, de quien viéramos “Orgullo y Prejuicio” (2005), “Expiación, deseo y Pecado” (2007), se aventura más por las formas que por el contenido, se pone en riesgo al intentar, y por momentos lo logra, llevar el estado de representación en diversas formas de signos con un sólo modelo de registro. “Anna Karenina” tiene múltiples versiones cinematográficas (11 en total, desde las dos primeras, rusas del periodo mudo, 1911 y 1914, a la que nos ocupa), siendo de las más recordadas la mítica interpretada por Greta Garbo, en 1935, o la animada por Vivien Leigh en 1948, pasando por la interpretación de Sophie Marceau en 1997, sin dejar de lado la versión rusa de la década del 60, o la adaptación en Ballet interpretado por Maia Plisetskaya en 1976. Quedaba claro entonces que una nueva traslación de la obra literaria, considerada como de las más importantes de la historia, debía necesariamente imponerse desde otro lugar que el narrativo ya muy conocido y muchas veces mal copiado. El filme abre y nos ubica en un teatro, esquema de representación que será llevado al extremo por el director, y nos plantea una dualidad de recorrido, el que intenta instalar desde la estructura narrativa implicada en la estética, la puesta en escena y la historia que respeta en su progresión a la novela que la inspira. Se corre el telón, literalmente nos enfrenta a una escena típica de ballet, donde todos los personajes configuran con sus movimientos una coreografía. Rápidamente la cámara abre otros espacios que pueden ser tan cerrados como el primero: las bambalinas del teatro, o espacios abiertos netamente cinematográficos. Hay una concepción de los espacios de representación audiovisual que terminan siendo la vedette de la producción, pero ello no significa que deje de lado la historia y sus implicancias, tanto sociales como de denuncia, que se encuentran en la novela. Entonces podemos hallarnos frente a una obra de teatro, o una película propiamente dicha, que hasta aísla y promueve la pintura como otra representación, en especial cuando la narración hace anclaje en la relación de Anna con su hijo. Va rompiendo con los cánones que el mismo construye sorprendiendo al espectador, pasando de un juego de especular entre la ficción dentro de la ficción jugada como realidad. Lo que en teatro se denomina la ruptura de la cuarta pared, aquí se muestra sin condicionamientos en los decorados puestos y mostrados como tales, si los fondos son de cartón así se muestran. También se da tiempo el realizador para incluir los hitos importantes de la fábula, como ejemplo la instalación del episodio del tren y la muerte del obrero que se oculta rápidamente, o la accidentada carrera de caballos donde Anna da cuenta del amor por el Conde, jugadas también como en espejo dentro de un teatro entre los protagonistas de la escena y los espectadores de la misma. Posiblemente esta arriesgada traslación estética y narrativa tenga finalmente defensores incondicionales y detractores a ultranza. Lo que no se puede negar es que se esta frente a una obra que se arriesga ha hacer algo diferente aunque no del todo original, y no tiene por que serlo. Todo lo descripto hasta ahora esta sustentado en principio por un guión de muy buena factura escrito por Tom Stoppard (autor de los guiones de “Brazil”, 1985, y “Shapespeare con amor”, 1998), la dirección de fotografía necesaria para que los saltos que se producen por los cambios de estructura de representación, léase cine, teatro, pintura, no se vivan como alteraciones. La muy buena dirección de arte en general, y del diseño de vestuario en particular, rubro éste último que le significó ganar el Oscar de la Academia de Hollywood. Posiblemente lo más desparejo sean las performances actorales o, más específicamente, en principio el casting. Keira Knightley cumple en su rol de heroína; no así su partenaire Aaron Taylor-Johnson como el Conde Vronsky; que de niño mimado y caprichoso, con gestos inadecuados, no puede salir muy bien parado Matthew Macfadyen en el papel del hermano de Anna; en tanto que como figura sobresaliente encontramos a Jude Law, como Karenin, el esposo engañado. En roles menores aparecen las siempre inquietantes Emily Watson y Olivia Williams, como la Condesa Lydia Ivanova y la Condesa Vronsky, respectivamente. Lo dicho, un filme con historia que podrá tener miradas negativas o de aprobación, pero nunca de indiferencia.
El caos (positivo) contra el orden (negativo) Hay films que desconciertan, que obligan al espectador a dejar pasar un tiempo, a digerir las imágenes, hasta acomodarse apropiadamente. Más si después hay que escribir sobre la película en cuestión. Algo así me sucedió con Anna Karenina, film que ratifica (una vez más) a Joe Wright como uno de los cineastas más interesantes de los últimos diez años, aún dentro de cierta irregularidad. Los dos primeros films de Wright, Orgullo y prejuicio y Expiación, deseo y pecado, pueden ser vistos superficialmente como correctas adaptaciones de novelas británicas, con relatos fluyendo eficientemente. Pero eso sería un error, o como mínimo un diagnóstico superficial, porque desde el inicio el realizador, a través de la combinación pensada y elaborada de planos secuencia, planos detalle y planos generales, sumados a una inusual atención a los diálogos y la significación de los sonidos y/o música, va configurando un mundo, una mirada propia. Del primer error deriva el segundo, porque muchos juzgan a El solista y Hannah como obras desconcertantes y a la vez fallidas (en el sentido de “andá a saber qué quiso hacer este tipo con esto”). Y lo cierto es que estas películas, situadas en la contemporaneidad, sirven como trampolín para repensar o reafirmar contenidos y formas de sus predecesoras, dejando explícitas las obsesiones de Wright: las configuraciones políticas y clasistas de las sociedades que analiza, y cómo estas resuenan en nuestra vida cotidiana actual; la figura femenina como centro del relato, con sus sentimientos, sus virtudes y miserias, su posicionamiento frente a lo que dicta el contexto, su punto de vista incluso sobre el hombre (El solista vendría a ser una excepción, con sus dos protagonistas masculinos, aunque incluso ahí la mujer es determinante); e incluso la revisión de las reglas genéricas, con sus postulados ideológicos, marcos estéticos, estereotipos, construcciones narrativas y horizontes de espectadores. Pues entonces, ¿cómo entra dentro de todo esto Anna Karenina? Es más, ¿para qué llevarla a la pantalla grande, cuando ya tuvo tantas adaptaciones? La obra de Tolstoi es, en primera instancia, un trampolín que utiliza Wright para montar una puesta en escena en la que el dispositivo teatral es usado como base para las herramientas más utilizadas en su cine: el montaje y el plano secuencia como instrumentos sintéticos de la narración. En segundo lugar, como exploración de las fragilidades, el artificio y la hipocresía de un régimen como el zarista, que ya se estaba cayendo a pedazos, preanunciando el surgimiento de la revolución bolchevique. Pero finalmente (y principalmente), Wright filma Anna Karenina (y a la Anna que encarna Keira Knightley) como reafirmación de su propio (y personal) cine, que es esencialmente sobre el caos. Pero no el caos como algo esencialmente negativo, sino como algo positivo, enriquecedor, o al menos digno de ser pensado, porque viene de los impulsos individuales y/o humanos. En su filmografía, asistimos a historias con protagonistas que cuestionan lo establecido, que tiran patadas contra las estructuras. Puede pasar que esa alteración de las organizaciones sirva para volver hacia al final a un lugar similar, aunque no necesariamente de la misma manera, como en Orgullo y prejuicio; o que la acción de una persona repercuta en otras de formas inesperadas, como en Expiación; o que el encuentro de dos seres deje en evidencia las miserias de un sistema, como en El solista; o que las jerarquías se alteren, como en Hannah. O que suceda todo eso junto, como en Anna Karenina, con un adentro mecánico y opresivo, y un afuera liberador y sincero. Anna Karenina es la apuesta máxima de un realizador como Wright que, desde el orden, el detallismo, la perfecta estructuración, va hilvanando un progresivo caos. Toda una paradoja la de este director, cada vez más humano y humanista.
Culebrón ruso en pleno siglo XXI. La tercera colaboración de Keira Knightley con Joe Wright trae otra obra de época, la segunda basada en una obra del siglo XIX (Atonement es del todavía vivito y colean Ian McEwan). Queda claro que cualquier obra de este estilo de Wright traerá a la actriz inglesa junto con él y esa relación entre ambos se nota y de muy buena forma. La figura de Knightley en las tres películas sigue siempre una misma línea: la mujer fuerte y decidida que enfrenta a su coyuntura y la desafía hasta las últimas consecuencias. Así llegamos a Anna Karenina, una historia de amor prohibido en la Rusia zarista. Para quienes gusten de estos idilios tienen desde el jueves 14 una razón para ir al cine. La actriz sólida del reparto principal nos pone lleno en el drama que se desata a lo largo de la película. En 1874, la joven y aristocrática Anna Karenina viaja de San Petesburgo a Moscú para salvar el matrimonio de su hermano, el Príncipe Oblonsky, quien tuvo un affair con la mucama (guiño guiño). Durante su visita conoce al oficial Vronsky quien la hace olvidar en seguida de su aburrido marido e hijo, pero Vronsky se le va a declarar a Kitty, la hermana menor de su cuñada quien invita a la Anna a quedarse para el baile y en medio de la pista con Vronsky la sociedad se escandaliza por la obvia atracción entre ambos. El affair de Vronsky con Anna Karenina sólo les traerá problemas. Teatralidad e intimidad Lo más atractivo de la película, quizá sea la teatralidad con la que está representada la película combinando escenarios de distinta clase que crea en conjunto una atmósfera especial por la que los personajes se mueven y los vemos relacionarse y actuar. Dentro de esa puesta en escena especial, la cámara juega un papel muy importante como si fuera una espía invisible dentro de toda esa fantasía que Vronsky y Anna viven bajo la sombra de lo prohibido. Esta cámara va descubriendo los momentos de intimidad más particulares y sensuales basados en una simpleza muy fuerte. Música El papel de la música nunca es menor por lo que destacarlo en una película es muy importante ya que tiene una presencia importantísima. En el caso de Anna Karenina lo es. Sin su música, esta sería cualquier otra película porque no sólo realza los momentos más álgidos de la trama sino que también decora el ambiente y permite al espectador introducirse aún más en esta historia de amor que va más allá de todo. Conclusión La película es una adaptación como le gusta decir a los críticos, correcta. Pero lo que lo vuelve atractiva es su puesta en escena y la manera en cómo muestra este clásico tantas veces traspuesto en la historia del cine. Tanto el vestuario, como la actuación, la música y la puesta en escena vuelven de este clásico uno particular dentro de las trasposiciones hechas anteriormente y merece la pena ser visto, difícilmente se defrauden.
El director inglés Joe Wright (“Hanna”, “Orgullo y Prejuicio”, “Expiación, Deseo y Pecado”) se especializa en adaptaciones cinematográficas de obras literarias de autores como Jane Austen o Ian McEwan, y esta vez se encargó de hacer una nueva versión para la pantalla grande de “Anna Karenina”, una de las obras más conocidas del ruso Leo Tolstoy. Con un guión de Tom Stoppard, un conocido guionista y dramaturgo inglés que escribió “Shakespeare Enamorado” y “Brazil”, el director Joe Wright trajo a la producción su dirección profundamente estilizada. Esta nueva versión de esta historia de Tolstoy, con varias subtramas que siguen a personajes secundarios y la trama principal de la joven Anna Karenina envuelta en su trágico romance con un conde. “Anna Karenina” es un caso de estilo sobre substancia, ya que el guión sufre un poco debido a su al vestuario y decorados, de gran calidad, lo cual hace que la narrativa pierda fuerza en medio de la visualización del director (la historia de Anna sucede en un teatro en donde se representan sus escenas mientras que las escenas de Levin, un personaje secundario interpretado por Doomhall Gleeson, sucede en la verdadera Rusia). Las ideas de Wright tienen su razón de ser ya que la sociedad estaba dividida en dos: los campesinos, que vivían fuera de las grandes ciudades y hablaban en su lengua materna, y las clases altas, que emulaban a la sociedad parisina tanto en sus costumbres como en su idioma, inclusive algunos ni siquiera podían hablar su lengua materna. A pesar del particular método del director Joe Wright, los actores están correctos en sus papeles y la parte visual es deslumbrante, sólo resta saber si “Anna Karenina” pasará al olvido como otra adaptación más de la novela de Tolstoy o si el esfuerzo de Wright y compañía dará sus frutos y logrará perdurar en la memoria de los espectadores durante mucho tiempo.
El realizador Joe Wright ha filmado, hasta ahora, solo adaptaciones literarias (“Orgullo y prejuicio”, “Expiación”). Sin embargo, ha encontrado el cine en ellas. Aunque ha tenido traspiés (la “moderna” “El solista”), cuando se dedica a los trajes de época logra –paradoja– verdaderas películas. Con “Anna Karenina”, enésima versión de una novela perfecta –lo que implica un riesgo gigante–, decide mostrarle al espectador que el “film de época” es siempre un artificio extremo, y que la propia novela, con sus ocultamientos y mentira, trabaja sobre el juego teatral de las apariencias. El resultado es de un gran impacto visual, que complementa de modo irónico y trágico lo que les sucede a sus protagonistas. No hay decorado de más: justamente el espectador comprende que algo se mueve detrás del decorado, algo que finalmente acabará con Anna y con su mundo. Los intérpretes comprenden bien el juego y lo juegan con enorme precisión: Jude Law es el retrato de Karenin, Aaron Taylor- Johnson es Vronsky. Pero el peso absoluto cae sobre la espalda de Keyra Knightley, una de esas actrices que comprende que el cine es movimiento. Aquí no tiene que correr o pelear como en “Piratas del Caribe”, sino deslizarse y ser, al mismo tiempo, carnal e inmaterial. Y devora al personaje de tal modo que logra amoldarlo a sí misma, disolviendo al mismo tiempo cualquier exceso literario. El film vale por sí mismo y por ella, no por el prestigio de la novela.
Esta nueva adaptación de la novela clásica del ruso León Tolstói marca la tercera colaboración entre el director Joe Wright y la actriz Keira Knightley, una fructífera sociedad que a dado a luz destacadas películas en la última década (Orgullo y Prejuicio; Expiación, deseo y pecado). Knightley, intérprete cada día más madura, pareciera pertenecer a esa época de suntuosos vestuarios y barrocas edificaciones. Por ello no desentona con su criatura inmersa en la alta sociedad rusa de fines del siglo XIX, esa aristócrata Anna Karenina atrapada por el amor que siente por su marido y por el Conde Vronsky, un triángulo y una infidelidad que marcarán el resto de su existencia. Joe Wright es puntilloso, detallista, consciente hasta el último detalle de cada uno de los planos, escenas y secuencias que conforman esta personalísima versión de la vida de Karenina. Coreografiado, grácil y armonioso, el filme se vuelca hacia una puesta de gran contenido teatral, potenciando el original de Tolstói con los variados recursos que el cine puede brindar. Allí aparecen, de modo destacado, el ágil guión de Tom Stoppard, la bellísima fotografía a cargo de Seamus McGarvey y la impresionante banda sonora bajo la batuta de Dario Marianelli. La Anna Karenina versión 2012 es toda una experiencia cinematográfica, única y diferenciada de tanto oferta pochoclera estandarizada que sobrepuebla la cartelera argentina. A veces el amor no acepta tantos cuestionamientos, simplemente sucede y la pasión no puede ser controlada por la razón, algo que Knightley transmite en cada uno de sus minutos en pantalla.
Amores difíciles y lecciones morales Joe Wright demuestra otra vez su predilección por los clásicos. Conocido por sus versiones cinematográficas de “Orgullo y prejuicio” y “Expiación”, el director británico se juega ahora con su adaptación de “Anna Karenina”, la universalmente conocida novela del autor ruso León Tolstoi. El guión de Tom Stoppard explora una manera diferente de recrear el drama histórico apelando a una puesta que combina teatro y cine. Dejando a un lado el realismo más ortodoxo, propone un entramado de discursos en el que los recursos teatrales refuerzan el aspecto central de la anécdota, que refiere a la gran exposición pública y a las rígidas normas a que estaban sometidos los personajes de la novela, de acuerdo con las características de la sociedad rusa de fines del siglo XIX. Hay secuencias en las que la acción transita por locaciones que van desde un escenario teatral propiamente dicho, con telón de fondo, bambalinas, juegos de luces y platea para el público, luego pasan por escenas exteriores y vuelven a ambientes interiores, sin solución de continuidad. Y también los actores principales muchas veces están rodeados de actores secundarios que hacen las veces de figuras corales con interpretaciones marcadas de modo operístico. Es una propuesta sin dudas arriesgada, en la que se ha invertido un presupuesto importante en escenografía, vestuario, música, montaje, además de poner en primer plano a tres grandes figuras como Keira Knightley, en la piel de la bella Anna, Jude Law, en el papel de Karenin, su esposo, Matthew Macfadyen, en el rol del hermano de Anna, y el joven Aaron Johnson, que interpreta a Vronsky, el oficial del ejército que seduce a la mujer, arrastrándola en una relación apasionada hasta el delirio. La historia es bien conocida, se trata de los amores entre una mujer casada, que pertenece a la alta sociedad de la época, con un militar aventurero. Una relación que lejos de mantenerse entre bambalinas, estalla, toma estado público, se convierte en un escándalo y termina mal. La virtud de esta versión consiste en recrear el espíritu de la época, haciendo una pintura de la muy afrancesada sociedad rusa de fines del siglo XIX, en un tono más cercano a la comedia que al drama, aligerando el inevitable sufrimiento que padecen los protagonistas al verse envueltos en un conflicto del que nadie saldrá ganador. Anna Karenina es una clásica heroína romántica que habiéndose casado muy joven y gozando de una envidiable posición social, decide dejar todo por amor, protagonizando el viejo conflicto entre amor y conveniencia. En la sociedad en la que vivía, ese pecado se pagaba caro, puesto que al intentar blanquear su relación adúltera con su amante, la mujer pierde sus derechos sobre su hijo, fruto del matrimonio con su marido, y arriesga un futuro desdichado para ella y la hija que tiene con su amante. Sentirá el rechazo y el desprecio a que la someterá el establishment y acosada por las culpas, la frustración porque Karenin le niega el divorcio y el temor a perder también el amor de Vronsky, pondrá fin a su vida de manera trágica. En el duelo psicológico planteado entre Anna y su marido, sin dudas, la mujer aparece no como la gran culpable pero sí como la gran perdedora. Transgrede todas las reglas en busca de la felicidad en una aventura que se apaga más rápido que tarde, mientras que Karenin soporta el escarnio, el dolor y la humillación, pero sobrevive a la desgracia de manera digna y caballeresca. Y Vronsky es muy probable que pueda rehacer su vida sin mayores contratiempos.
Artificio y pasión La nueva adaptación para cine de la célebre novela de Tolstoi le añade a la romántica historia de Anna Karenina un halo de teatralidad y modernidad que, obviamente, no lo tenían los clásicos de Hollywood protagonizados por Greta Garbo y Vivien Leigh, en los años 30 y 40, respectivamente. El virtuosismo narrativo de Joe Wright sobre la interpretación de la gran novela rusa es como si el proyecto hubiese sido planeado por Lars Von Triers -sobre todo el de “Dogville”- y el Kenneth Branagh de “Hamlet”. Lo artificioso y lo pasional en una lucha constante, en medio de planos de lo más diversos que se desarrollan, salvo algunos exteriores, en la escena de un gran teatro, donde no se esconden, al contrario se lo evidencia casi deliberadamente, los telones que suben y bajan y los decorados que cambian mientras los actores interpretan sus roles. Cine, teatro y literatura unidos para contar una historia de Tolstoi aunque, otra de las sorpresas, sin respetar demasiado el texto. Keira Knightley, en el papel de Anna Karenina, sensual y, al mismo tiempo, con algunos rasgos de frío cinismo, mientras que Jude Law, irreconocible tras la máscara del pobre Karenin, el engañado esposo de Ana. ¡Ah!, los trenes son de juguete y la nieve es de mentira, no sólo por su propia y engañosa materialidad sino porque para acceder a ellos hay que abrir una puerta lateral del escenario.
Anna Karenina como artificio escénico La recreación de la Rusia de Anna Karenina despliega un juego de ingenio que no pierde esencia. La película de Joe Wright se mueve entre el desenfreno de la pasión y los decorados perfectos. Y a pesar de Keira Knightley, su actriz. Es comprensible que una nueva versión de Anna Karenina se realice. Por un lado, porque ninguna fuente literaria podría tener expresión cinematográfica consumada; por el otro, porque el cine mainstream hace refrito todo el tiempo. Y también, porque la tarea del inglés Joe Wright es recurrente en lo que a películas "de época" refiere. Es el mismo nombre detrás de títulos como Orgullo y prejuicio (2005) y Expiación, deseo y pecado (2007). Dosis de romance con atisbos de melodrama, que contagian también a otro de sus films: El solista (2009), con Jamie Foxx como un músico callejero que captura la atención del periodista Robert Downey, Jr. La única "excepción" sería Hanna (2011), film de espionaje y acción desmedidos, cercanos al espíritu del cómic Kick Ass. Todas, eso sí, películas demasiado frívolas. Frívolas porque hay una exposición de formas que, antes que construir maneras de pensar el cine, no son más que florituras retóricas. En estas películas pueden observarse, según el caso, reconstrucciones almibaradas, besos demorados, buenas intenciones y -pensar en Hanna- balaceras y patadas de coreografías sin nervio. Ni qué decir de El solista, donde la corrección política se disfraza de parábola y se convierte en una lágrima cada vez más gorda por sentimentaloide, difícilmente emocionante. Ahora bien, con Anna Karenina hay más de lo mismo pero no. O, por lo menos, un manto de ambigüedad hace que la película tenga mejor suerte. Tal vez sea la plasmación de la Rusia zarista, que baña de frigidez a los personajes y, en este sentido, pueda justificar la usual falta de emoción del cine de Wright. Es decir, la fastuosidad de cuento de hadas adinerado que significa el zarismo habilita la dosis correspondiente de imaginería de palacios o casas fastuosas. También de campesinos segando durante una luz amarilla. Pero, en vistas de lo que de veras importa, en el film hay una grieta que aparece y que responde a la obra de Tolstoi. Entonces, y de cara al acento que significa el personaje principal, todo lo demás se explica desde allí. Y por atender al lugar que el régimen zarista destina al amor, a la pasión, es que la película sabe salir airosa. Aún cuando la responsable de encarnar este malestar incurable sea Keira Knightley, ya presente en las anteriores películas del director, de un mantra algo rústico en lo que refiere a despertar deseos. Aspecto del cual, vale recordar, tan buen partido supo sacar David Cronenberg en Un método peligroso. En este sentido, la Knightley tiene una figurita acorde para la cobertura de torta de casamiento que el cine de Wright suele ser. El lector habrá tomado cuenta de la ambivalencia de esta nota. Pero, aún cuando se mencione lo dicho, Anna Karenina está bien y mejor que cualquiera de los films citados. Porque encuentra una manera formal que sorprende, al asumir un juego fílmico de mixtura teatral. La Rusia de esta Anna Karenina es el resultado de bastidores, intérpretes, libretistas, proscenio, plateas, escenario, maquetas, cine. El primer momento del film obliga a un maremágnum de situaciones, que dislocan espacialmente la pantalla para develar las convenciones de lenguaje y finalmente construir la ilusión espacial. Hay un trabajo casi de filigrana en este aspecto, pleno de detalles, tantos que hacen necesaria una nueva visión para captarlos plenamente. Es cierto que avanzado el film la sorpresa inevitablemente mengua, pero no pierde acierto: como lo supone la carrera de caballos o el baile de salón, todas instancias resueltas desde una misma sala teatral, capaz de ser moldeable de tantas maneras como se quiera. Como si se tratara de una gran casa de muñecas hecha película, dentro de la cual, de hecho, aparecerá otra, como juguete y como referencia metalingüística. El detallismo del film aparece, como ejemplo, en el reflejo sobre los cristales de los anteojos de Karenin (Jude Law), durante el viaje en carruaje con Anna. Allí, apenas, puede vislumbrarse el fuera de campo, el paisaje que atraviesan, recortado por el cuadradito mismo de la ventanilla, mientras la cámara sólo atiende al plano y contraplano del diálogo, dentro del carruaje. Situaciones como ésta hay muchas. Otra más, y de cita cinéfila: en el momento de la siega, la cámara adopta el punto de vista de la misma hoz para reproducir su movimiento y tarea, es decir, al ras del suelo; mismo recurso que empleara Sergei Eisenstein en Lo viejo y lo nuevo (1929). (Por las dudas, eso sí, un paralelismo como el que se refiere sólo llega hasta allí, hasta el guiño cómplice, lejos de la búsqueda formal e ideológica practicada por el cineasta soviético). Mientras tanto, en el medio de esta Rusia de cartón pintado se mueve, atrapada, Anna. Entre el matrimonio, la paz social, el deseo reprimido, el deseo liberado, el desafío imperdonable. Hay una alusión rápida a su destino, con un trencito de juguete bañado de nieve falsa. También una coincidencia de malestar, que será espejada y dará cuenta del desequilibrio en la escala social, allí cuando el operario del tren quede cercenado por la locomotora, pero también antes, cuando su rostro negro de carbón espante el blanco inmaculado de Anna. Presagios de desenlace que articulan la tragedia y dan cuenta de la esencia del melodrama. Lo que no se pierde en el camino es el declive de una manera social que ya es decadencia, que se rodea de esplendor pero entre paredes algo descascaradas. Dada la obsesión del realizador para su recreación, estos aspectos adquieren suma importancia.
Sobre toda diferencia social Greta Garbo y Vivien Leight fueron dos de las actrices que en su momento se calzaron el corsé, se recogieron el pelo con bucles y se pusieron en el cuerpo de Anna Karenina para llevarla a la pantalla grande. El legado en el cine del personaje creado por León Tolstói es amplio y las posibilidades de aportar algo nuevo a la reconocida historia parece difícil. Pero no imposible. Así lo demuestra la nueva adaptación de Joe Wright, que incorpora elementos teatrales y convierte a la película en una gran puesta en escena. Las diferentes partes de un teatro son las locaciones en que los personajes transcurren: una fiesta de gala en el lugar que deberían ocupar las butacas, una carrera de caballos de utilería en el escenario o un comedor instalado en la sala de técnica. Los trajes y vestidos típicos de la aristocracia de la época (fines de XIX), la escenografía y la fotografía son algunos de los elementos que se destacan en esta versión de Anna Karenina. Fue justamente en el rubro vestuario que el filme se llevó una estatuilla en la última entrega de los Oscar, en la que además estaba nominada en las categorías música, fotografía y diseño de producción. Joe Wright eligió a Keira Knightley para protagonizar la película y el resultado fue impecable. Los personajes cargados de drama y los peinados de época le quedan a la actriz como anillo al dedo y se destaca por sobre sus compañeros, un irreconocible Jude Law en el papel de Alexéi Karenin y Aaron Taylor-Johnson como el Conde Vronsky. A esta altura, se podría decir que Knightley es la actriz fetiche de las incursiones épicas del director, ya que también trabajaron juntos en Orgullo y prejuicio (2005) y Expiación (2007). En la historia escrita por Tolstói, y que ahora adapta Wright, Anna Karenina está casada con Alexéi Karenin, pero se enamora del joven Vronsky, al que convierte en su amante. Pese a las críticas de la aristocracia a la que pertenecen, muy bien retratada por cierto, la dupla pasará numerosos obstáculos para estar juntos. Hay que destacar que la presencia de lo teatral no sólo se hace evidente en la puesta del filme, sino también en las actuaciones, que contribuyen a darle dramatismo al relato. Y vaya si resulta.
Clásico de exquisito despliegue visual Anna Karenina es una novela del escritor ruso León Tolstoi. En principio apareció como folletín en la revista "El mensajero ruso" , entre enero de 1875 y abril de 1877, pero la primera edición completa del texto se publicó en forma de libro en 1877. La novela se ha adaptado al cine y la televisión en al menos siete oportunidades, aunque las más encumbradas resultaron la realizada en 1935 por Clarence Brown y protagonizada por Greta Garbo y Fredric March; y la dirigida en 1948 por Julien Duvivier, con Vivien Leigh en el papel protagonista. La cinta inspiró a su vez el ballet Anna Karenina de Rodión Shchedrín para la bailarina Maya Plisetskaya, estrenado en 1972 en el Teatro Bolshoi, y la ópera del mismo nombre, en inglés, de David Carlson, estrenada en 2006. La obra sirvió a Tolstoi para realizar una gran crítica en contra de la aristocracia rusa del siglo XIX, presa de una hipocresía generalizada y toma como héroe a un hombre secundario respecto del principal triángulo amoroso pero que actúa como observador. Alter ego del propio Tolstoi, este personaje concluye en que ni una buena posición social, el bienestar económico o la consecusión de una familia ideal garantizan la felicidad espiritual que se puede alcanzar desde la fe. La adaptación de 2012 sintetiza la historia y la centra en Anna Karenina, joven madre y esposa de Karenin, un importante funcionario del Zar. Favorita y admirada entre las mujeres y hombres de la élite, lleva en San Petersburgo una vida acomodada. Requerida en Moscú por su hermano, Oblonsky, para que interceda ante Dolly, su cuñada, en una nueva crisis matrimonial, Anna aborda un tren donde conoce a la condesa Vronsky, y a través de ella a su hijo, un apuesto oficial de caballería. A primera vista, surge entre Anna y Vronsky una pasión que ninguna circunstancia ni compromiso social podrá apagar. La cinta de 2012 corrió por cuenta de Joe Wright, responsable también de la adaptación de otro clásico: Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, protagonizada por la misma Knightley. Se eligió para Anna Karenina resumir los actos y personajes, para concentrar la acción entre Anna, Vronsky y Karenin, tomando a los restantes secundarios como personajes funcionales e incluso tácitos cuando la intención lo requiere. Este recurso lingüístico más una puesta de estética teatral fastuosa y adornada de oropeles, en escenas privadas entre Anna y su marido o la mujer y su amante --tal y como las veladas operísticas a las que asistía la aristocracia rusa de la época--, le sirven al narrador para subrayar la condición de observadora/jueza de una sociedad que promueve lo que culpa; que, insatisfecha y despechada, busca castigos más allá de su justicia, y por mano ajena. Con un equipo de arte que no se privó de nada, Anna Karenina ofrece un despliegue visual exquisito --el vestuario, en particular, recibió el Oscar de este año--, y la fotografía logró captarlo en una inmensidad de inspiración a los amantes de las novelas románticas clásica. Keira Knightly en el rol de Anna se gana un espacio indiscutible, y Jude Law hace justicia en su composición del estricto aunque justo Karenin. Aaron Taylor-Johnson encaja en su interpretación de un Vronsky superficial aunque algo más digno en la película que en el texto.
Publicada en la edición digital Nº 5 de la revista.
Publicada en la edición digital Nº 5 de la revista.
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Respiración artificial Era todo un desafío hacerle frente a una nueva adaptación (y van) de este clásico de Tolstoi. El oráculo de IMDB avisa que es la número 24 de una serie de intentos que se inició en 1911 y que tuvo entre muchas otras a Vivien Leigh, Claire Bloom y Jacqueline Biset, y nada menos que a Greta Garbo, como protagonistas. Joe Wright se ha revelado como un inteligente adaptador con sus dos primeras películas (también protagonizadas por Keira Knightley), Orgullo y prejuicio (2005) y Expiación (2007). Tras un par de intentos interesantes e irregulares de desencasillarse de ese lugar de especialista en films “de época” vuelve a a revisitar un clásico, pero viendo que puede aportar de nuevo, más allá de la esperable pericia técnica (todo el diseño de producción, el vestuario, la fotografía y la música se muestran en un altísimo nivel). Y lo novedoso pasa por hacer ostensible el artificio de esa vida acomodada de alta sociedad. El procedimiento consiste en que todo (o casi todo) sea visto explícitamente como un decorado, con cada personaje moviendose casi como una marioneta en un mundo rígido, inmodificable. Aunque claro, toda esa pesada estructura se pone en jaque cuando Anna decide no interpretar el papel que le había tocado. Esta puesta en escena arriesgada es un arma de doble filo. Por un lado aporta algo distinto y original a una historia muy transitada y por el otro pone a la realización y a la lucidez de su director casi por encima del propio texto, que respira como puede ante tantos artificios puestos en juego en el afan de retratar pompa y circunstancia. El resultado es desparejo, más que nada por el lado de las actuaciones. Tanto Knightley como Jude Law (en el papel del esposo engañado que no sabe como manejar la situación) se sobreponen a las rigideces y sostienen sus momentos en pantalla, mientras que el resto de los personajes parecen más de cartón pintado, sobre todo por el lado de Vronsky, el oscuro objeto del deseo de Anna. Una experiencia formalmente impecable, pero a la vez algo fría y pretenciosa, con mucho en común con la más fallida El gran Gatsby (otra adaptación difícil que trata de buscarle la vuelta al retrato de las rigideces y frivolidades de la clase alta, a cargo de otro director que prefiere poner los artificios en primer plano). Si en la reciente película protagonizada por Di Caprio la vulgaridad del lujo se denunciaba con más vulgaridad y más lujo, en esta Anna Karenina queda por lo menos, más allá de sus elegantes floreos, la ventaja de haber mostrando la infidelidad de una manera saludablemente infiel.
Publicada en la edición digital #249 de la revista.