Para el olvido
Víctima de un raro accidente -según cree-, Christine padece un extraño caso de amnesia. Cada mañana descubre que su memoria ha desaparecido. No sabe quién es, no reconoce el lugar donde está ni al hombre que ha dormido a su lado y dice ser Ben, su marido, el mismo que le explica que todo lo que su memoria pueda acopiar durante la jornada que se inicia se disolverá otra vez durante el sueño, de modo que mañana volverá a despertarse en la misma desesperante condición de vacío. Así dependerá otra vez de él para saber del mal que la aqueja, y de los recursos con que cuenta para arreglárselas cuando queda sola: por ejemplo, fotos que ilustran su pasado o carteles que resumen la mínima información sobre ella misma necesaria para hacer frente a la realidad de cada día; desde sus alergias hasta las tareas en las que podrá ocupar sus horas.
Pero no es ésa la única ayuda que le acercan. Cuando Ben se va a trabajar, llega la llamada del doctor Nasch, un neuropsiquiatra que le cuenta que ha estado tratándola en secreto durante semanas, le ha recomendado llevar una suerte de diario grabado -un sucedáneo de la memoria ausente- y le ha dado otra explicación acerca del origen de su amnesia: no fue un accidente, sino la feroz golpiza que alguien descargó sobre ella como remate de un ataque sexual. La pobre Christine no sabe a quién creerle y el espectador tampoco, porque para eso se deslizan sospechas sobre los dos.
Se comprende que el título original de la novela de S. J. Watson que fue best seller en Inglaterra y en una docena de países fuera No confíes en nadie. Lo que cuesta comprender es que Ridley Scott, comprador de los derechos, haya querido confiar su adaptación a Rowan Joffé, hijo de Roland, el realizador de La misión y Los gritos del silencio y, por lo que se ve, poco dotado para explotar la tensión y el suspenso que, cabe suponerse, eran elementos sustanciales del libro.
También cuesta comprender que dos estrellas tan cotizadas como Nicole Kidman y Colin Firth se hayan comprometido con un guión tan torpemente construido en el que son infinitos los interrogantes que quedan sin responder y muchas más las incoherencias que se acumulan en busca de giros sorpresivos. En ese sentido, el desenlace (y con él la explicación de todo el enredo) resulta, además de improbable, próximo al grotesco. Si como adaptador a Roffé se le escapan tantas incongruencias, como director se muestra reiterativo, frío y manipulador. Ni Firth, con todo su oficio, ni una desorientada Kidman hacen mucho por rescatar este desatino.