Un horrible monstruo con peluca
“Hay un horrible monstruo con peluca
Que es dueño en parte de esta ciudad de locos
Hace que baila con la banda en la ruta
Pero en verdad les roba el oro
Y les da unas prostitutas…”
Superhéroes (1982), de Charly García
Que el grueso del cine contemporáneo no entusiasma a casi nadie -salvo a los imberbes, los más ingenuos y los lobotomizados por el capitalismo cultural planetario- y apenas si genera curiosidad en algunos casos muy específicos es una verdad de Perogrullo que sinceramente puede trasladarse sin problemas a Argentina, 1985 (2022), de Santiago Mitre, una película que si no analizase lo que analiza, léase el Juicio a las Juntas de 1985 después de la última dictadura cívico militar del país, el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), podría interpretarse como un thriller correcto y no mucho más de cadencia ochentosa o noventosa, de esos que inundaban el mercado por entonces aunque ahora con la característica excluyente -o si se quiere, el sello por antonomasia- de la globalización uniformizadora que vuelca casi todos los productos audiovisuales del mercado actual hacia el campo de lo hollywoodense baladí, anodino o cuasi tontuelo, terreno que anhela “relajar” la tensión acumulada por el relato a pesar de que el desfasaje resulte evidente. En vez de aplicar el querido molde del thriller testimonial severo, ese que va desde Gillo Pontecorvo y Costa-Gavras, pasa por Alan J. Pakula y Oliver Stone y llega a Paul Greengrass y Michael Winterbottom, Mitre y su coguionista de turno, el soporífero Mariano Llinás, recuperan el clasicismo estadounidense más previsible y desabrido -todo con toques de comedia poco afortunada- para retratar desde cierta tibieza narrativa una época muy compleja, jugada que por supuesto tiene que ver con esa estandarización y pauperización discursiva a la que nos referíamos con anterioridad y que en el presente está muy vinculada al lenguaje de los servicios de streaming y el condicionamiento que éste genera en un público y una crítica de lo más conservadoras e ignorantes, siempre tendientes a homologar al séptimo arte en su conjunto a un molde retórico concreto, el norteamericano del mainstream más liviano y antiintelectual, como si no existiesen alternativas posibles o válidas a lo largo de la historia de los dos medios involucrados y amalgamados en cuestión, la televisión y la gran pantalla.
Mitre, un cineasta talentoso pero errático como muchos de su generación y el Siglo XXI, honestamente se fue desinflando con el transcurso de los años ya que luego de la antología El Amor: Primera Parte (2005), codirigida junto a Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Juan Schnitman, la excelente El Estudiante (2011), su primer largometraje en soledad y un estudio acerca de un dirigente universitario desde la inocencia hasta el maquiavelismo con dejo pragmático, prometía una carrera venidera brillante aunque el asunto terminó en saco roto porque tanto La Patota (2015) como Pequeña Flor (2022) fueron faenas demasiado decepcionantes y sólo La Cordillera (2017) logró retomar la calidad de su ópera prima, en esta ocasión retratando a un presidente -en un encuentro sudamericano para la creación de una alianza petrolera- que debía evitar que salga a la luz un hecho de corrupción que lo tenía como protagonista, amén de miserias y detalles familiares varios que interconectaban lo público y lo privado como suele suceder en los escandaletes de las democracias farsescas y maniatadas por los lobistas económicos, mediáticos, empresarios y financieros de hoy en día, de hecho los esperpentos que terminan ganando las elecciones en el nuevo milenio. Con Argentina, 1985 se cierra la trilogía política de Mitre de El Estudiante y La Cordillera mediante una película que es ambiciosa para el cine contemporáneo aunque trasnochada y algo pobretona si se la piensa desde lo tardío de su llegada, casi cuatro décadas después de los acontecimientos, y desde el mismo acervo cultural de la primavera democrática de los 80, esa que exploró de manera directa e indirecta el genocidio, la represión y el terrorismo de Estado en general encarados por los militares y la policía a través del exploitation de La Noche de los Lápices (1986), de Héctor Olivera, la fábula melodramática de Camila (1984), de María Luisa Bemberg, y la tragedia de La Historia Oficial (1985), de Luis Puenzo, amén de la impronta premonitoria de las superiores y previas La Parte del León (1978), Tiempo de Revancha (1981) y Últimos Días de la Víctima (1982), todas joyas de Adolfo Aristarain.
Argentina, 1985, obra como aseverábamos de cadencia festivalera light/ para el mercado internacional que podría haber sido mucho mejor pero que también corría el riesgo de ser mucho peor de lo que finalmente resultó, reincide en todos los clichés esperables del caso, por un lado los históricos y por el otro lado los formales o discursivos correspondientes a las exigencias estandarizadoras del streaming de cabecera, Amazon Prime Video, y al triste conservadurismo de estos cineastas actuales: los fiscales Julio Strassera (Ricardo Darín), quien no levantó un dedo por los desaparecidos durante el transcurso de la dictadura, y Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani), miembro de un clan mafioso oligarca con claros vínculos castrenses, se dedican a recopilar la información y los testimonios ya existentes en el Nunca Más, el informe de 1984 de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas que fue presidida por el payaso de Ernesto Sabato, quien pretendiendo condenar la violencia política de los 70 terminó pariendo la Teoría de los Dos Demonios o autojustificación de los fascistas para reprimir a cualquiera que ose criticar al monstruoso gobierno -o militar en su contra- y para imaginar enemigos por todos lados, prototípica reacción de los psicópatas de las familias patricias del capitalismo y sus esbirros de las Fuerzas Armadas, esos mismos que se la pasaron amenazando al equipo de jóvenes abogados armado por los dos fiscales con Strassera al mando, en pantalla eje de pasos de comedia bastante tarada que involucra las entrevistas laborales de la muchachada y el fluir de la parentela del personaje del genial Darín, hablamos de una esposa que parece que se las sabe todas, una hija púber y seudo rebelde que se acuesta con un hombre mayor y casado y un purrete preadolescente muy avispado que admira y se identifica con el padre y su misión, ésta encargada por el imbécil del presidente Raúl Alfonsín, un cobarde total que no quería llevar adelante el juicio en un tribunal civil y que sólo accedió ante la presión de las organizaciones de derechos humanos como por ejemplo Madres de Plaza de Mayo, de la torturada y asesinada Azucena Villaflor.
Casi sin mención alguna a las leyes de impunidad del Estado Argentino y la lacra peronista y radical, la Ley 23.492 de Punto Final de 1986 y la Ley 23.521 de Obediencia Debida de 1987, ambas de Alfonsín, y los nefastos indultos a militares de 1989 y 1990 del también excrementicio Carlos Menem, todas decisiones que serían revertidas entre 2003 y 2006, la película a rasgos generales apuesta por el armazón narrativo del thriller judicial con algunos mini chispazos de suspenso de anclaje lejanamente hitchcockiano/ clouzotiano/ depalmiano basados en la amedrentación sistemática de los testigos, los investigadores/ compiladores y sobre todo ese Moreno Ocampo del eficaz Lanzani, a quien los energúmenos de la fauna marcial hacen seguir en la calle y los palacios de justicia. Lo mejor de Argentina, 1985 no pasa precisamente por sus redundancias y su poca imaginación, una que a veces le impide aprovechar en serio las situaciones planteadas sin caer en lugares comunes o baches en el desarrollo, sino por detalles variopintos y encomiables como la denuncia del hoy olvidado Bernardo Neustadt (Pepe Arias), un periodista televisivo que utilizaba a la magistral Fuga y Misterio (1968), de Astor Piazzolla, como cortina musical de su programa Tiempo Nuevo, en tanto lacayo al servicio de todos los golpes militares filofascistas de Argentina de la segunda mitad del Siglo XX, o el retrato de los chupasangres legales como una aristocracia acomodaticia y mediocre que tiene al presidente del tribunal del Juicio a las Juntas, León Carlos Arslanián (Carlos Portaluppi), como representante máximo, quien luego iría a parar al gobierno de Menem como ministro de justicia. Más pedagógica y rutinaria que en verdad interesante, Argentina, 1985 por lo menos incluye temazos como Inconsciente Colectivo (1982), de Charly García, y Lunes por la Madrugada e Himno de mi Corazón, ambos de 1985 y de Los Abuelos de la Nada, subraya la complicidad popular por miedo o adhesión y escenifica un proceso símil los Juicios de Núremberg de 1945 y 1946 que no fue duplicado por España luego del franquismo ni por Chile después del régimen de Augusto Pinochet…