Conviene, de partida, enmarcar Buenos Aires, 1985 como una de esas obras cuyas hechuras de fondo y de forma son bien diversas del traje a medida que se le ha podido hacer en la expectativa, bien conocidas las trayectorias de su director, Santiago Mitre, y de su coguionista Mariano Llinás. Tan alejada está esta película de cualquier idea prefijada del cine político al uso -o de la filmografía de la recuperación de la memoria de la dictadura militar, de sus aberraciones o sus abscesos- que descoloca y se muestra como función reinventada. Imaginen esta consideración, cuando el referente más indicativo de por dónde van Mitre y Llinás es el de Frank Capra.
Y es que la sorpresa -y podríamos decir también que el atrevimiento certero- surge de que una historia de marco tan grave, que habla de un tiempo, un proceso y una figura con los cuales Argentina se jugó la consolidación o el derrumbe de su recién nacida democracia, se articula a partir del lenguaje cinematográfico de un abierto clasicismo que podríamos convenir en etiquetar como hollywoodiense. Y en esa categoría entra también una factura de producción a la altura del ensueño.
Aclaro que esto es un elogio abierto de esa decisión de riesgo. Porque los andamiajes, las evoluciones dramáticas, las vías de escape hacia el humor, beben de aquellas estructuras narrativas que entendían también el cine de rearme ideológico o histórico como un vehículo que transmite las emociones no a través de tesis o de agolpamiento de datos memoriosos, sino a partir de situaciones que toman algunos materiales del género de las películas de juicios. Y de otras de un idealismo que sirve el proceso a los nueve responsables máximos de las juntas militares como una aventura.
Y sobre la épica que genera una figura sobre la cual Buenos Aires 1985 va construyendo una interesante reflexión sobre el héroe cívico, sin caer en ningún momento en el engolamiento o la sacralización. No es casual que las primeras imágenes que nos presentan a Julio César Strassera, el fiscal que sacó adelante ese proceso y al que presta todos los matices de ese aventurero Ricardo Darín, se produzcan mientras escucha obsesivamente Tannhauser, en un guiño evidentemente travieso, porque nada más lejos de la opulencia wagneriana que el perfil que el film ofrece de Strassera, como digo esencialmente personaje capriano, como retomado de Mr. Smith Goes to Washington. Imaginen en vez de Darín a Gian Maria Volonté -el tótem solemne del cine político europeo de la segunda mitad del siglo XX- y la sinfonía sería funeraria.
Enseguida el guion, con la sinuosidad de las bachianas de Heitor Villa-Lobos, nos lleva a los orígenes de esa operación de salvamento de la democracia argentina, tras el desistimiento de la justicia militar. Y tampoco es accidental que mientras vemos como, en un clima de cerco, Strassera no tiene más remedio que contar con un brat-pack de jóvenes mocosos recién incorporados a la toga, uno de ellos refiera como su tema musical favorito uno de Los Abuelos de la Nada. Ahí está, pues, la banda quijotesca del abuelo o el loco Strassera y sus muchachos, tan asimilable al nacimiento de los outsiders idealistas de Los Intocables de Elliot Ness.
Porque Argentina, 1985 es una honesta espectacularización de las emociones. Todo es posible –de nuevo el idealismo tout court- cuando un niño, el joven hijo del fiscal, se convierte en pieza no anecdótica de su equipo, como espía entre piruletas. De ahí su alcance frente al espectador medio, con hasta tres ovaciones en el pase de prensa de la Mostra veneciana aclamando momentos climáticos como la exposición de Strassera que concluye con el ya universalizado Nunca más. Esto anuncia largo recorrido.
El guion mide magníficamente el necesario relato de los estragos de las juntas militares, centrándolos en los testimonios de varias de las víctimas, e intercalando material de archivo. Es sorprendente la escasez de imágenes reales de ese juicio de Nuremberg del genocidio argentino que, a la vista de la tensión ambiental que estremecía al país, no llegó a ser televisado.
Y quedan bien apuntadas por el camino agudezas como un gag sobre las pruebas de fuego de la fidelidad peronista o como la rememoración de Bernardo Neustadt y su Tiempo nuevo como “el ministro de propaganda de la dictadura”, como lo etiqueta Strassera.
Va a hacer Argentina, 1985 mucho por poner en valor en el mundo lo que fue una salida de la dictadura con saldo no gratuito para sus conductores. Luego -ya lo sabemos- la situación política de los reos se enredó más de la cuenta. Pero eso es otro cuento -lúgubre, miserable- que no cabe en el optimismo de la voluntad que bordan Mitre y Llinás, cuyo valor no solo se le supone. Conviene no olvidar que el primero es el autor de esa pieza formidable que desmonta los engranajes del poder y sus sombras mefistofélicas titulada El estudiante.
Ahora tocaba que los abuelos de la nada de la fiscalía que salvó un país entonasen el Himno de mi corazón. Para que -por una vez vez- Argentina se autocelebre.