La predisposición hacia la violencia
Si hay algo que le hace falta a la acción lavada e infantiloide de nuestros días es una vuelta a la severidad de antaño, y ello es precisamente lo que nos regala Assassin’s Creed (2016), una propuesta maravillosa que enarbola a la incertidumbre ideológica y la intensidad de los combates como sus banderas…
A esta altura ya podemos confirmar que la reciente Warcraft (2016) y la obra que hoy nos ocupa, Assassin’s Creed (2016), vienen a dar de baja la maldición de los videojuegos en lo que respecta al séptimo arte, léase esa serie de adaptaciones horrendas de productos que nacieron en las consolas. Ambas películas no sólo toman los mejores elementos del material de base para colocarlos al servicio del lenguaje cinematográfico, sino que además tranquilamente pueden disfrutarse como opus independientes que consiguen sobresalir por derecho propio en el terreno elegido: mientras que con motivo del clásico de estrategia de Blizzard Entertainment el director Duncan Jones decidió privilegiar la vertiente centrada en las aventuras mitológicas con un fuerte sustrato político, aquí el australiano Justin Kurzel aprovecha la franquicia creada por Ubisoft para poner todas sus fichas en un cine de acción de tono fantástico que responde a la ambigüedad moral de sociedades secretas milenarias.
Reproduciendo la dialéctica del videojuego, en esencia una epopeya en tercera persona -con recorridos transversales a lo largo de diferentes períodos de la humanidad- inspirada en el formato símil plataformas del querido Prince of Persia, en esta ocasión el personaje de Callum Lynch toma la posta de Desmond Miles como protagonista, aunque se conservan el planteo inicial y el conflicto de fondo: Lynch (Michael Fassbender), ahora un convicto por homicidio, es secuestrado/ rescatado el día de su ejecución por Abstergo Industries, la fachada contemporánea de la Orden de los Caballeros Templarios, una organización que desde hace siglos mantiene una rivalidad ideológica con el Credo de los Asesinos en torno al libre albedrío, principalmente porque los primeros desean controlarlo y los segundos protegerlo a toda costa. Así las cosas, los Templarios pretenden encontrar la Manzana del Edén, pieza primordial de la desobediencia y poseedora del código genético de la libertad.
Por supuesto que rápidamente Alan Rikkin (Jeremy Irons) y su bella hija Sophia (Marion Cotillard), los cabecillas de la delegación de Madrid de los Templarios, conectan a Lynch a la interfaz del Animus, un dispositivo tecnológico que permite al susodicho “revivir” las experiencias de sus ancestros, enfocándose hoy por hoy en Aguilar de Nerha (también interpretado por Fassbender), miembro fundamental de los Asesinos y última persona conocida en contacto con la Manzana. De esta manera ingresamos a la segunda capa del relato, lo que nos lleva a la Andalucía de 1492, cuando Tomás de Torquemada (Javier Gutiérrez) y su lugarteniente Ojeda (Hovik Keuchkerian), los líderes de los Templarios de la época, secuestran al Príncipe Ahmed de Granada (Kemaal Deen-Ellis) para forzar a su padre, el Sultán Muhammad XII (Khalid Abdalla), a que entregue la Manzana del Edén. Lynch, bajo el ropaje de Aguilar, luchará tanto contra Torquemada como contra los Rikkin.
En primera instancia lo más sorprendente del film es la profunda destreza que demuestra Kurzel, responsable de las excelentes y muy ásperas Snowtown (2011) y Macbeth (2015), en lo referido a las secuencias de acción, imponiendo un ritmo seco en el que cada golpe se siente como una pequeña laceración producto del frenesí. El realizador combina con maestría el live action con una dosis más que sensata de CGI para mantener al espectador atrapado durante una andanada de enfrentamientos coreografiados a la perfección, que para colmo llevan hasta el extremo las carnicerías y la intensidad general de los combates cuerpo a cuerpo (a años luz, precisamente, de lo que suelen ofrecer los opus englobados bajo la calificación PG-13). El desarrollo de personajes tampoco se queda atrás gracias al ajustado e inteligente guión de Michael Lesslie, Adam Cooper y Bill Collage, un trabajo adusto que consigue unificar nihilismo, brutalidad, ucronías y un naturalismo de impronta metafísica.
Lejos de la sensiblería y el humor bobo a los que nos tienen acostumbrados los bodrios de superhéroes y sus correlatos en distintos géneros, Kurzel en Assassin’s Creed propone un regreso al cine hardcore de acción de las décadas de los 80 y 90, recuperando sin titubeos la parafernalia visual de la saga iniciada con Matrix (The Matrix, 1999) y aquella tradición de colocar en primer plano a un protagonista que literalmente se coma la pantalla, como Fassbender en este caso, quizás el mejor actor del mercado cinematográfico internacional contemporáneo. Finalmente no queda más que aplaudir la decisión del australiano de no homologar a los Templarios con los villanos y a los Asesinos con los héroes de manera rudimentaria: el director se juega, en cambio, por una suerte de indeterminación que lo hace girar desde la derecha (la obsesión con obtener el poder de los primeros) hacia la izquierda (la defensa irrestricta de la autonomía individual de los segundos) y viceversa, sugiriendo como verdaderos “monstruos” a las versiones extremistas de ambas doctrinas y a la gran excusa de fondo que utilizan los bandos para situarse en la lucha hegemónica, ya sea en contra o a favor, léase la execrable capacidad del ser humano para desparramar violencia…