Lo nuevo del escritor y cineasta César González explora qué pasa con una mujer después de salir de la cárcel y cómo es tratar de salir adelante en una villa.
Perséfone (Débora González, uno de los tantos rostros que se van repitiendo en la filmografía de César González) acaba de salir de la cárcel. Ahora desde su libertad necesita reincorporarse a esa sociedad que la aisló. Pero no tiene a nadie y la única persona que conoce no le puede brindar más que una noche de hospedaje. No obstante, cuando acude al primero de los encuentros obligatorios con una psicóloga social conoce a otra mujer, Juana, (interpretada por Nazarena Moreno) que pasó por lo mismo que ella y por eso no duda en brindarle su ayuda, con un hogar y acompañándola a buscar trabajos.
En ese encuentro, entre maltratos por parte de la psicóloga y un hastío propio de quien lo intenta y nada consigue, es que nace esta amistad de manera inmediata que funciona también como una especie de relación maternal. A la larga parece que la solidaridad sólo puede surgir de personas que comprendan estas necesidades desde su propia experiencia, y un gesto pequeño (como regalar una SUBE para que alguien pueda viajar) puede resultar enorme.
Esa línea de relato es la excusa para que, de a poco, se vayan abriendo otras que terminan de delinear un retrato de un círculo social que a veces resulta ajeno o se suele pintar con los mismos estereotipos de siempre. Así, la película se mueve entre otros personajes que van mostrando las diferentes problemáticas a las que se enfrenta la gente de la villa. Sin embargo lo más interesante radica en esos personajes femeninos, donde González expone que lo que le cuesta a un hombre, a la mujer siempre le va a costar más. Así como ya lo hizo en sus películas anteriores, como en ¿Qué puede un cuerpo?, sigue explorando este mundo esta vez con el agregado importante de esa mayor presencia femenina.
Los momentos más interesantes son los que están protagonizados por estas dos mujeres, juntas o separadas. Por ejemplo, la reunión con la psicóloga que minimiza sus problemas de reinserción catalogándolos como una cuestión de actitud o el trabajo en una casa con dos mujeres que la tratan tan bien que no podía ser todo tan bueno y le terminan pagando dos mangos. Hasta otro fallido intento de conseguir trabajo que no conviene adelantar y terminará de acentuar el tono del relato.
César González (quien empezó a publicar bajo el seudónimo de Camilo Blajaquis) escribe y dirige su película de manera urgente y artesanal, sin grandes artificios aunque con un estilo personal. Como la introducción de primerísimos primeros planos de sus personajes en modo contemplativo a través de diferentes momentos del relato. Un poco del González poeta se ve reflejado a lo largo del film (y en un personaje en particular que aparece una sola vez).
Personajes que entran y salen, que desaparecen o no se vuelven a retomar. Las escenas van reflejando desde su interior la discriminación y marginalización que sufren estas personas, como si por haber nacido donde nacieron no pudiesen tener otro destino posible. En ese sentido, y cuya resolución refuerza, resulta bastante desolador. Y eso que otra decisión que toma González es la de nunca pone al horror dentro del cuadro, pero al situarlo afuera impacta de manera mayor.