Uruguayo de nacimiento, crecido y formado en Israel, donde vivió veinte años, e instalado desde hace diez en Brasil, Michael Wahrmann es el autor de este film-ensayo que alguien definió, probablemente exagerando, como un objeto cinematográfico no identificado y que como tal podrá desconcertar o resultar hermético para muchos espectadores dada su singular formulación narrativa.
Historia e intimidad, política y memoria, cine y familia, desaparición, soledad y abandono son materias que se suceden y alternan en esta obra fragmentada que interesa en su planteo conceptual (su propósito es lanzar al aire interrogantes necesarios sobre el pasado de Brasil, especialmente sobre la época de la dictadura), aunque está claro que se dirige a un determinado sector de público: aquel que está familiarizado con la historia latinoamericana del último medio siglo, así como con el mundo del cine, sobre el que vuelca algunas observaciones irónicas (el famoso Dogma de Von Trier y Vinterberg es objeto de una paródica alusión), además de aportar la presencia de profesionales brasileños vinculados con ese quehacer representando a los tres o cuatro personajes del relato. Lo que en el caso de Carlos Reichenbach, cineasta de renombre fallecido poco después del rodaje de esta película, suma una dosis especial de melancolía a un film que ya la traía en sus reiteradas referencias al pasado.
El recordado director es quien anima al personaje central, un hombre que ha quedado estancado en el tiempo -exactamente desde el día de 1974 en que su hijo mayor no volvió a casa después de haber ido a estudiar a Moscú-. Vive encerrado en un reducto polvoriento y lúgubre, donde la ventana nunca deja entrar la luz y con la sola compañía de una perra llamada Ballena, el mismo nombre que llevaba la del libro Vidas secas, de Graciliano Ramos, y su célebre adaptación al cine realizada en 1963 por Nelson Pereira dos Santos.
Hasta allí, tras un largo prólogo que recorre rincones de un suburbio de San Pablo mientras una radio reproduce temas del cancionero de la izquierda revolucionaria latinoamericana -incluido el lema que da título al film, proveniente de la italiana "Bandiera rossa"- llega el hijo menor, interpretado por André Gatti, prestigioso historiador cinematográfico. Tampoco son actores los otros dos personajes que asomarán después y darán pie para exponer opiniones y reflexiones del director: el taxista con una curiosa adicción a los himnos nacionales, cuyas grabaciones colecciona, es el cineasta Eduardo Valente y el técnico que repara el proyector, el artista Marcos Bertoni, el mismo realizador de films Super 8 y de verdad seguidor del Dogma 2002, en el que no se filma, sólo se recicla.
El proyector es elemento decisivo porque gracias a él padre e hijo podrán ver las películas en Super 8 filmadas por el hijo/hermano desaparecido, un gesto mediante el cual el recién retornado intentará rescatar al anciano de su aislamiento. Esas imágenes caseras puntuarán el relato, esbozarán un retrato del desaparecido y contrastarán a aquella generación que mantenía vivas las utopías con este presente en el que -como declara el viejo preso en sus propios recuerdos- "ya no veo más nada; todo está gris". Metáforas y alusiones que exigen el compromiso y la participación de un espectador que está habituado, incluso en el cine político, a un rol más pasivo.