Los banqueros suizos de los genocidas
Los retratos cinematográficos del Proceso de Reorganización Nacional, autodenominación de la última y salvaje dictadura cívico militar que gobernó Argentina entre 1976 y 1983, son muchos y se han venido acumulando desde el regreso a la democracia e incluso antes mediante películas metafóricas en línea con la trilogía policial de Adolfo Aristarain, aquella de las magníficas La Parte del León (1978), Tiempo de Revancha (1981) y Últimos Días de la Víctima (1982). El autogenocidio, típica lógica del Tercer Mundo gracias a su dirigencia tilinga y fascista que ve enemigos por todas partes, siempre fue de la mano de los delirios, la enorme mediocridad, el neocolonialismo económico y el pillaje más burdo en materia de las posesiones de los enemigos políticos e ideológicos en primera instancia, nos referimos a una insurgencia guerrillera que ya había sido destruida por la Triple A durante el gobierno del mamarrachesco Juan Domingo Perón y la arpía de su esposa María Estela Martínez de Perón, entre 1973 y 1976, y de los contrincantes dentro de la misma oligarquía dirigente, suerte de canibalismo del establishment que extendía a los “colegas” las tácticas del terror, el acoso, la censura, la desaparición y los fusilamientos a plena luz del día que militares, policías y socios del empresariado y la banca antes sólo aplicaban a los “subversivos” y demás militantes de izquierda de la cultura, el sindicalismo y las organizaciones sociales.
Azor (2021), ópera prima de Andreas Fontana, un realizador suizo que de hecho vivió en Argentina, prometía explorar con sumo detalle otra arista del tópico en cuestión en lo que respecta a esta connivencia entre la junta militar y la banca suiza para depositar en el país europeo el botín robado a las miles de víctimas, algo similar a lo ocurrido en ocasión de la Segunda Guerra Mundial cuando los usureros suizos se hicieron de casi todo el oro que los nacionalsocialistas habían saqueado en los territorios arrasados: lamentablemente el convite que nos ocupa no funciona como thriller, estudio o epopeya testimonial a lo Costa-Gavras, Glauber Rocha, Ken Loach o Gillo Pontecorvo, ya que su ritmo es en verdad soporífero y su discurso redundante al extremo, tampoco como película de autor al cien por ciento, en especial debido a que se muestra excesivamente preocupada por los sermones semi tácitos y tontuelos vía diálogos declamativos y unos silencios asimismo cansadores, e incluso falla como retrato de la complicidad de turno porque deja en segundo plano el horror real de las muertes y se concentra únicamente en la burbuja de banalidad y privilegios de las elites económicas vernáculas, esos parásitos cotidianos del pueblo, en una jugada que reproduce inconscientemente la misma estupidez y ceguera de directores del nuevo milenio que jamás salieron de la autoindulgencia burguesa y una idea lavada e inocua del espanto del período.
Si bien la rutinaria realización de Fontana, coescrita por el impresentable total de Mariano Llinás, aquel de bodrios tremendos del onanismo seudo intelectual local como Historias Extraordinarias (2008) y La Flor (2018), ha sido comparada en parte con la estructura narrativa de Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola, por este periplo de descenso al infierno, y con el tono en general de El Conformista (Il Conformista, 1970), de Bernardo Bertolucci, por situar a un secuaz del fascismo en el centro mismo de un relato englobado en el terror ubicuo de las amenazas que llegan como rumores y se desatan con violencia, en realidad las analogías le quedan muy grandes a Azor porque el sustrato anodino del film no va más allá de una anécdota mínima y no del todo bien trabajada a lo largo de un desarrollo que se extiende más de lo debido a pura torpeza por la tendencia a girar siempre sobre lo mismo sin variación verdadera alguna, ahora vía un relato que nos presenta la llegada de un banquero suizo y su esposa en 1980 a Buenos Aires, Iván (Fabrizio Rongione, actor fetiche de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne) e Inès de Wiel (Stéphanie Cléau), quienes pretenden reemplazar a un socio desaparecido/ asesinado, René Keys, mientras se reúnen con lacras varias como terratenientes, empresarios, abogados, milicos, burócratas y hasta algún que otro monseñor que celebra la “limpieza” que la dictadura estaba llevando a cabo.
Las actuaciones de Rongione, Cléau y Pablo Torre Nilson como el nefasto clérigo son muy buenas aunque el resto de los intérpretes deja bastante que desear dentro del típico marco preciosista pero castrado de sexo y sangre del cine ultra baladí contemporáneo, como si la fotografía elegante de Gabriel Sandru y la atractiva y estridente música de Paul Courlet compensasen la falta de ideas de la propuesta y sus latiguillos quemados o trasnochados símil cruza entre la Nouvelle Vague más seca, el suspenso de acumulación dramática que nunca explota y la decadencia altisonante del poder antropófago y demencial a lo La Caída de los Dioses (La Caduta degli Dei, 1969), de Luchino Visconti, aunque desde ya sin el desparpajo, la efervescencia y la vocación hiper rupturista del clásico italiano. Fontana, en cambio, aburre con la alegoría bien vulgar del título acerca del silencio cómplice, muchos tiempos muertos de cadencia arty hueca, el machismo marca registrada omnipresente de aquella etapa, el desprecio cruzado dentro del mismo régimen y sus recovecos mafiosos, los recursos teatrales minimalistas, mucha cámara estática festivalera de otro tiempo y sobre todo esta semblanza faustiana de fondo que ya se vio mil veces, hoy con Iván reemplazando en el desenlace a Keys al aceptar licuar las propiedades de los asesinados de una forma que definitivamente su predecesor no había consentido, ambos muy amigos de los genocidas…