Babylon

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Héroes del celuloide

La fase inicial de la historia de Hollywood, en esencia centrada en las tres primeras décadas del Siglo XX, estuvo vinculada al mercado interno norteamericano y a los años del “vale todo” en materia del contenido de los films, período asimismo hermanado a la etapa muda, a la construcción del star system y a una suerte de experimentación progresiva -siempre dentro del marco comercial de los grandes estudios- con las posibilidades del nuevo medio, insólito avant-garde mainstream que se reproduciría en la coyuntura de la TV de los 40 y 50. Todo cambia con el crack de 1929 y la introducción del sonido a partir de The Jazz Singer (1927), film de Alan Crosland, así por un lado la Gran Depresión le dio un enorme espaldarazo a Hollywood porque de golpe se convirtió en la industria cultural escapista por excelencia, permitiendo al público efectivamente evadir sus muchos problemas diarios, y por el otro lado la posibilidad de escuchar las voces de los intérpretes finiquitó el proceso de espectacularización de los productos masivos de turno, las películas, las cuales a partir de aquel momento pasaron de ser una “atracción de feria” (los espectadores del ciclo mudo gritaban y reían a viva voz en las salas, como si fuesen testigos de un show circense) a una obra de arte hecha de una vez y para siempre que reclama rauda veneración (el silencio del público moderno lo sintetiza a la perfección, al igual que el concepto yanqui de amalgama entre arte y producto multitarget). No es de extrañar que en el período de transición entre las propuestas mudas y sus homólogas sonoras aparezca el Código Hays (1934-1968), un sistema de censura acordado por los grandes estudios para limitar el contenido exhibido al público en lo que atañe a sexo, violencia, alcohol, religión, crimen, insultos y desnudos, una jugada puritana/ conservadora que cierra la fase del mercado interno semi exclusivo y abre la exportación mundial aunque siempre con yanquilandia como primera plaza de venta, de allí que se quiera dar una imagen de perfección en los dos frentes, el local y el foráneo, con el objetivo de fondo de eliminar todas aquellas libertades formales e ideológicas de antaño.

Mucho antes de la reestructuración del Código Hays en tanto arma de purga del macartismo y antes de la crisis de la industria cinematográfica de mediados del Siglo XX, relacionada a la aparición de la televisión como competencia fundamental, el surgimiento del primer cine independiente y el desmantelamiento a partir de 1948, por decisión de la Corte Suprema de Justicia, de la red monopólica de distribución/ exhibición de los grandes estudios, por entonces dueños de sus propias salas con la intención de controlar todo el recorrido de los films desde la producción hasta la llegada a los espectadores, fue precisamente a finales de los años 20 e inicios de los 30 que la industria cultural estadounidense por antonomasia, la del séptimo arte, resolvió que era más barato “crear” nuevas estrellas para este flamante formato sonoro, uno que fue aprovechado vía un enorme volumen de musicales, que gastar dinero “readaptando” a las estrellas mudas al nuevo contexto, más allá del hecho de si la voz de turno era considerada lo suficientemente robusta -hombres- o seductora -mujeres- para el mercado sonoro, de allí que en la mayoría de los casos de los “héroes del celuloide” ya evanescentes, en sabias palabras del querido Ray Davies de The Kinks, se utilizase para su despido la excusa de que su estilo y habilidad ya no se acomodaban al proto naturalismo requerido, más realista con respecto al histrionismo de los años mudos. Babylon (2022), de Damien Chazelle, trata infructuosamente de analizar esta fase de transición pero cae en el mismo terreno del pastiche posmoderno, trasnochado, artificial y sin pies ni cabeza -sobre Los Ángeles y su fauna, que es la misma de cualquier otra metrópoli del capitalismo- de Inherent Vice (2014), de Paul Thomas Anderson, Under the Silver Lake (2018), de David Robert Mitchell, Once Upon a Time in Hollywood (2019), de Quentin Tarantino, y desde ya La La Land (2016), el otro bodrio de un Chazelle cuya única película realmente interesante fue Whiplash (2014), ya que tanto Guy and Madeline on a Park Bench (2009) como First Man (2018), sobre Neil Armstrong, también se quedaron en una medianía bastante insulsa.

El protagonista es un mexicano con grandes anhelos y dispuesto a renunciar a su identidad en pos del “sueño americano” del enriquecimiento a toda costa, Manny Torres (el correcto Diego Calva), joven que en 1926 empieza trabajando como asistente en las fiestas/ orgías/ comilonas organizadas por ejecutivos u oligarcas de Hollywood, como Don Wallach (Jeff Garlin) y Bob Levine (Michael Peter Balzary alias Flea, de los Red Hot Chili Peppers), los jefazos de Kinoscope Studios que tienen que encargarse del cadáver de una actriz, Jane Thornton (Phoebe Tonkin), que muere de sobredosis de cocaína después de una sesión de urolagnia que implicó orinar sobre un actor obeso, Orville Pickwick (Troy Metcalf), lance que duplica el caso de Virginia Rappe, asesinada en 1921 por Roscoe Arbuckle. Torres se enamora de una aspirante a actriz de clase baja, Nellie LaRoy (esa hiperbólica Margot Robbie), y es apadrinado en Kinoscope por Jack Conrad (Brad Pitt haciendo de sí mismo), un galán del cine mudo inspirado en John Gilbert, lo que genera un crecimiento desigual porque LaRoy se transforma en una estrella reconocida luego de reemplazar a Thornton en un rodaje mientras el azteca continúa en diversos roles de asistente y sin poder declararle su amor idealizado, sin embargo con el advenimiento del cine sonoro la chica es considerada descartable y el que asciende es Manny, a quien se le asigna tareas de productor y director a caballo de un intento fallido de reflotar la carrera de Nellie, quien opta por una actitud bien autodestructiva denunciando la hipocresía de la alta burguesía hollywoodense y apostando y debiéndole dinero al mafioso James McKay (Tobey Maguire). Conrad, un mujeriego que también es ninguneado en Kinoscope, queda atrapado en la depresión mientras desfilan por la pantalla otros personajes secundarios, en sintonía con Sidney Palmer (Jovan Adepo), un trompetista negro, Fay Zhu (Li Jun Li), una cantante de cabaret y escritora de intertítulos de films mudos, Robert Roy (Eric Roberts), progenitor lastimoso de Nellie, y Elinor St. John (Jean Smart), periodista de chimentos símil las nefastas Louella Parsons y Hedda Hopper.

Chazelle no se anda con sutilezas e inunda el relato de mierda, meadas, drogas, bacanales, juergas eternas, cadáveres, un elefante, soberbia, decadencia moral, narcisismo a mares, vómitos, sadomasoquismo, un cocodrilo y hasta un comedor de ratas cual espectáculo de la Edad Media, no obstante la dinámica del shock resulta muy bobalicona porque el film en sí, que toma su título y muchas de sus anécdotas de Hollywood Babylon (1959), clásico del periodismo bombástico y semi ficcional de Kenneth Anger, no pasa de un retrato grotesco, vacuo y demasiado previsible del costado menos glamoroso de Los Ángeles, para colmo despersonalizándolo todo y pretendiendo que nos importe este popurrí estereotipado de fenómenos. Muy lejos cualitativamente de la similar y tontuela Singin’ in the Rain (1952), de Stanley Donen y Gene Kelly, de lecturas valiosas cercanas al Nuevo Hollywood como The Day of the Locust (1975), de John Schlesinger, The Last Tycoon (1976), de Elia Kazan, Valentino (1977), de Ken Russell, y S.O.B. (1981), opus de Blake Edwards, y del pelotón de epopeyas de los 50 sobre la temática de la corrupción y el maquiavelismo en la industria cultural y de la información, pensemos en All About Eve (1950) de Joseph L. Mankiewicz, Sunset Boulevard (1950), de Billy Wilder, In a Lonely Place (1950), de Nicholas Ray, The Big Knife (1955), de Robert Aldrich, A Face in the Crowd (1957), de Kazan, Imitation of Life (1959), de Douglas Sirk, y Sweet Smell of Success (1957), de Alexander Mackendrick, Babylon no es graciosa, desconoce el trash astuto, abusa de la caricatura burda e histérica y roba por demás al Russell contracultural y al Robert Altman de MASH (1970), Nashville (1975), The Player (1992) y Short Cuts (1993). Chazelle incluye marcas autorales, como la sobredimensión de la música, el humor negro y la esquizofrenia narrativa, sin embargo la única escena que funciona en serio es aquella socarrona del primer set sonoro de 1928 y los anacronismos banales muy pronto cansan, como la diversidad étnica, los bailes sensuales, las puteadas, las mujeres con poder y hasta las lesbianas que nunca conocieron el clóset…