Elogio de la resistencia:
La disputa por los recursos naturales probablemente sea el desafio que la humanidad tenga que enfrentar en el futuro. Es en este contexto que situan su película Bacurau los realizadores brasileños Juliano Dornelles y Kleber Mendonça Filho; el film llega precedido por su premio en el útimo Festival de Cannes. Se trata de una obra singular que hibrida el cine criminal y el cine político en clave de western y ciencia ficción, con ciertas dosis de gore.
El relato abre con una vista de la tierra desde el espacio exterior, donde se desplaza un satélite. El modo zoom in de Google Maps nos conduce hacia el pequeño pueblo de Bacurau en el estado de Pernanbuco (nordeste de Brasil), en un futuro cercano. Es un pequeño pueblo enclavado en el sertón, que está a punto de desaparecer. Muchos de sus habitantes han emigrado hacia otras partes y quienes permanecen ven limitada su subsistencia diaria a causa de la escasez del agua. Bacurau llora desconsoladamente la muerte de Carmelita, anciana matrona y pionera. Se constituyen entonces como líderes del poblado su hijo Plinio (Wilson Rabelo), maestro de la escuela, y Domingas (Sonia Braga), la médica, visiblemente afectada por la pérdida.
Hasta el pueblo llega un día el intendente, con promesas de prosperidad y en plena campaña por su reelección. La relación de este con el pueblo de Bacurau es tirante pues lo ubican como responsable de la escasez del agua y además desprecian sus actos de mezquino asistencialismo, donde suele entregarles comida y medicamentos vencidos. Paralelamente llegan al pueblo dos extranjeros, brasileños del sur de Brasil, montados en modernas motos y enfundados en vistosos trajes de motociclistas, que lucen extravagantes ante la mirada desconfiada del pueblo.
A partir de aquí comienzan a ocurrir extraños sucesos: el pueblo desaparece del mapa de Internet, se avistan extraños objetos voladores, son hallados muertos los habitantes de la hacienda vecina y se corta la comunicación por celular. Bacurau, al mando de Domingas, se prepara entonces para resistir al potencial enemigo extraño e invasor. Detrás de estos acontecimientos se encuentra una psicopática y racista organización criminal norteamericana, formada por mano de obra desocupada de los servicios de seguridad y por los dos brasileños blancos del Sur. El líder es el implacable Michael (Udo Kier).
Uno de los aspectos interesantes del film es el tratamiento que combina lo anacrónico con lo futurista. La clásica iconografía del western (el salón, los forasteros, el pueblo fantasmal, los sombreros y botas tejanas, las armas de fuego antiguas) se combina con elementos tradicionales como los mitos y costumbres de los habitantes originarios, la improvisada radio local, la capoeira; estos conviven con elementos futuristas como el teléfono celular, Internet, los drones que se asemejan a platillos voladores, etc. De esta manera los directores logran plasmar desde la puesta en escena la idea de que el futuro distópico de lucha por la supervivencia se convierte en un territorio sin ley, repitiendo lo que fueron los orígenes fundadores de Bacurau y sus luchas de resistencia.
Al mismo tiempo, hay un paralelo interesante entre la toma de la mujer por la fuerza y el poder de su función, que realiza el intendente, y el saqueo codicioso de los recursos naturales. Dominar y poseer la tierra como a una mujer, sin atender ningún tipo de respeto o límite ético, está al servicio de ostentar una virilidad de macho que se realiza a fuerza de matar el deseo y la vida de aquello que se presenta como otro y como enigma.
Si en la antecesora Acquarius (2016) se trataba de la lucha del individuo aislado contra la corporación inmobiliaria local, aquí los directores dan un paso más, y su propuesta deviene más ambiciosa. Uno de los mecanismos que emplea el capitalismo en su fase global para hacer maleables a los individuos es precisamente transformar al sujeto en consumidor, el cual se caracteriza por la uniformidad y el vaciamiento de cualquier marca histórica e identificatoria.
Bacurau puede leerse entonces como una alegoría política del avance de las corporaciones del capitalismo global (asociadas con gobiernos de corte neoliberal o pasibles de corrupción a nivel local), por sobre los recursos naturales de Latinoamérica. De esta manera, los directores nos anticipan no solo el panorama de lo que viene; también dan cuenta de la importancia de recuperar el arraigo a nuestra historia y tradición como marca de resistencia y de la estratégica necesidad de organizarnos colectivamente (algo sobre lo cual los mendocinos han dado cátedra recientemente) para evitar la catástrofe de la lucha por la supervivencia.
La universalidad del tema propuesto (donde Bacurau puede pensarse como cualquier pueblito de Latinoamérica), la atractiva mixtura de temporalidades en la puesta en escena (algo en lo cual ya había incursionado Petzold en Transit, 2018) y ciertas reminiscencias a They Live (Carpenter, 1988), hacen de Bacurau una película sumamente interesante.