Cuando el arte ataque…
Comencemos aclarando desde el vamos que toda acción cotidiana incluye una dimensión política intrínseca, con un entramado de alianzas y rivalidades que aporta determinado marco de socialización e implica un popurrí de actividades/ cofradías por las que se hace lobby y otras tantas que boicoteamos, en mayor o menor medida. Una gran dificultad del arte en general es la de invocar de manera explícita el sustrato práctico de la política, la militancia, porque jugarse por tal o cual concepción inevitablemente fragmentará al público de turno en dos o más bandos contrapuestos, situación que para colmo se ve maximizada en el entorno contemporáneo por el discurso dominante de la desideologización y la pasividad.
Más allá de todos esos reduccionismos de cotillón, los cuales sólo sirven para garantizar un armazón colectivo basado en la desigualdad y el saqueo del patrimonio estatal por las camarillas gubernamentales y sus socios de los conglomerados privados, aún más difícil que realizar una película militante es redondear una película militante sobre el rol mismo del arte en dicho porfiar ideológico, paradojas mediante. A lo largo del tiempo hubo incontables ejemplos de autores que han dado batalla a regímenes despóticos desde la humildad o fastuosidad de sus obras: el problema que se presenta al retratar un conflicto siempre es de naturaleza formal, con la tonalidad, el pulso y la estructura en primer plano.
Lamentablemente Bailando por la Libertad (Desert Dancer, 2014) desaprovecha una interesante oportunidad de analizar el fundamentalismo delirante de la cultura y la idiosincrasia iraní, ahogando lo que podría haber sido una denuncia concienzuda en el río de los estereotipos melodramáticos y las sentencias ingenuas, dignas del manual más esquemático de la escuela primaria. Bajo la excusa de trazar una crónica del devenir de Afshin Ghaffarian, responsable de una compañía de danza clandestina en un contexto de prohibición y persecución constante, el convite apenas si ofrece una historia de amor trunca en medio de las acusaciones de fraude alrededor de las elecciones presidenciales del 2009.
Tanto el director debutante Richard Raymond como el guionista Jon Croker, quien viene de torturarnos con la también olvidable La Dama de Negro 2 (The Woman in Black 2: Angel of Death, 2014), saturan la propuesta con diálogos simplones, planteos previsibles y un desarrollo en extremo soporífero. A pesar de que algunas coreografías están relativamente bien y se agradece la presencia de Freida Pinto como el interés romántico (aquí a merced de los lugares comunes de una adicta en recuperación, con pasado trágico incluido), ni Reece Ritchie como Ghaffarian ni el resto del elenco logran elevar el triste nivel de un film que hace del cliché su única arma, obviando todo el vigor del verdadero ataque contracultural…