Intensa y atrevida, la nueva película de Álex de la Iglesia siembra nuevas pesadillas que cosecharemos mañana. Payasos malditos que dejan al Guasón de Heath Ledger cercano a Blancanieves y algunas cosas más, a continuación.
La inconstancia, si tomamos en cuenta que para que exista tal concepto deben -necesariamente- convivir (en la carrera de un artista, por ejemplo) puntos bajos y puntos altos, bien podría ser considerada un mal menor. Es cierto, no obstante, que ni aun los más grandes genios que la humanidad haya atestiguado han logrado sortearla, y, por ende, han sido tanto halagados como vilipendiados, según el momento (la obra) o el remitente.
Álex de la Iglesia, a mi juicio, tiene películas de todos los calibres. Buenas (El día de la bestia o La comunidad), interesantes (800 balas o Crimen Ferpecto) y no tan buenas (Muertos de Risa), entre otras. Resulta, sin embargo, siempre un placer ver sus cartas nuevamente sobre el tapete. Bajo el promisorio título de Balada Triste de Trompeta nos trae, en esta ocasión, dos horas más de despilfarro, que, como sabe cualquiera, serán recibidas con los brazos más largos.
Antes que nada y brevemente hay que decir que la historia, ambientada en un principio en plena guerra civil española y luego en los últimos años del franquismo, recorre la vida de un circo, centrándose particularmente en dos payasos de caracteres antagónicos que se disputarán, sin concesiones, el amor de una acróbata. El ‘payaso triste’, que es el protagonista, refleja una idea que a de la Iglesia ya venía obsesionándolo desde Crimen Ferpecto (sino antes), en donde, sobre el final, ya hacía alusión a una moda llamada de igual forma. Es, a grandes rasgos, una película tan disparatada como sanguinaria. ‘Nada nuevo bajo el sol’, dirá un feligrés (de la Iglesia), y tendrá toda la razón.
A favor de Balada… podemos decir ciertas cosas y en contra quizá algunas otras, así que empecemos por donde se debe. El comienzo de la película es verdaderamente impecable. Una excelente presentación desde el punto de vista estético que promete una versión mediterránea de Inglorious Basterds y augura, además, una excelente película que termina, a mi gusto, quedando en el vamos e incumpliendo ante tamaña expectativa.
Balada… es, ante todo, una película que llega para recordarnos que en el cine todavía pueden pasar cosas. Aun a riesgo de parecer absurda u obvia, esta aseveración intenta -no sin pretenciosidad- diferenciar dos formas contemporáneas de hacer cine. Pareciera que lo prestigioso, a nivel argumental, suele estar últimamente emparentado con lo cobarde. Aquellas películas que, so color de profundidad, se olvidan de plantear una historia -un argumento consistente con sus idas y venidas, con sus giros y resoluciones- merecen muchas veces, sin embargo, el halago otorgado por una crítica que las abraza con sentencias del tipo ‘brillante retrato sobre la abyección que caracteriza al género humano’, cuando hasta el menos interesado de los espectadores se ve obligado, al abandonar la sala, a disimular el aburrimiento supino en el cual malgastó las últimas dos horas de su vida.
De la Iglesia podrá tener sus detractores, cada cual con su lanza personal y su cuota de razón, pero ninguno de ellos podrá decir jamás (la excepción es el cinismo) que se trata de un director temeroso, que no toma ningún riesgo, o de un mero creador de ambigüedades. Salir con los tapones de punta a disputar todas las pelotas, ésa pareciera ser su filosofía y Balada…, que no tiene por qué venir a disfrazarse de excepción, no deja ni un casillero sin ocupar, gritando ‘bingo’ a cada escena y con una intensidad tan pareja que abruma. Y esto se convierte, a pesar del mérito que destacábamos antes, fatalmente en un defecto.
Dicen quienes saben, a propósito de eso, que, así como las grandes sinfonías, las buenas películas deben tener sus tensiones y también sus valles (sus momentos de calma), sus clímax y sus consecuentes anticlímax. Balada… posee el defecto de sucederse en un constante clímax. Y es esta persistencia la que, además, termina haciendo parecer que ciertos giros del guión, ciertas decisiones argumentales, sean tal vez arbitrarias. Lo cual en sí mismo no significa nada, si no dijéramos que creemos que el problema de la arbitrariedad es que excluye al espectador, que, al no estar avisado (indefenso), de que tal cosa puede suceder, no logra terminar de implicarse en el asunto. No se han sembrado previamente (ardua tarea) los indicios necesarios como para comprometer al tipo que está en la butaca con el posterior desenlace. Entonces una resolución del tipo A acaba por ser lo mismo que una del tipo B o C.
Balada Triste de Trompeta es, en síntesis y a pesar de sus defectos argumentales, una buena excusa para ir al cine. La intensidad que destacamos antes y una notable evolución desde el punto de vista técnico ameritan -si no piden a gritos- la pantalla grande. Después, ya dos horitas más cerca del cadalso, cada cual sacará sus propias conclusiones y evaluará si veinticinco pesos equivalen a una entrada de cine o a cinco cartones de leche.