Bárbaro

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Metros cuadrados en zona marginal

Bárbaro (Barbarian, 2022), de Zach Cregger, por cierto una película más que interesante para el paupérrimo promedio del terror contemporáneo anglosajón y el séptimo arte en general, ejemplifica muy bien los problemas que tienen los cineastas de hoy en día a la hora de entregarnos una obra de horror eficaz sin caer en estereotipos, jumpscares, redundancias discursivas, recursos explotados hasta el hartazgo y especialmente pasos de comedia, este último el gran latiguillo al que recurre el director y guionista llegando el desenlace luego de un desarrollo mayormente volcado a la circunspección y a reflexiones varias alrededor de la gentrificación posmoderna, la desidia gubernamental, las apps de homestay o alojamiento entre particulares, la paranoia femenina con respecto a los machos, la estupidez masculina intrínseca, los coletazos del caso de Harvey Weinstein, el costado a veces un poco tétrico de los suburbios y sobre todo el declive terminal de muchas zonas de Detroit, en el Estado de Míchigan, metrópoli que supo ser cuna ineludible de la industria automotriz a mediados del Siglo XX para luego derrapar hacia el vacío por un conjunto de factores que incluyen las fusiones empresariales, el oligopolio, la precarización y los despidos de empleados, la competencia extranjera, la dispersión urbana y el declive en el tendido y la cobertura del transporte público. Pudiendo haber sido mucho mejor, Bárbaro se queda en un excelente planteo retórico inicial y algunas sorpresas esporádicas de su accidentado desarrollo que a medida que avanza el metraje se hunden en las lagunas del argumento, un andamiaje bien caprichoso por capítulos homologados a personajes y/ o fetiches conceptuales -arquitectura muy deudora de esa tradición que va desde Rashômon (1950), de Akira Kurosawa, hasta Tiempos Violentos (Pulp Fiction, 1994), de Quentin Tarantino- y un remate de idiosincrasia autoparódica que borra con el codo lo que se escribió con la mano aunque sin empañar del todo los éxitos del relato y hasta de un prisma ideológico heterodoxo y sutilmente delirante.

En esencia retomando mucho de La Gente Detrás de las Paredes (The People Under the Stairs, 1991), gran clásico freak y ampuloso del querido Wes Craven, y toda la estela de realizaciones semejantes sobre el ardid “inquilinos indeseados, okupas del espanto, amigos de los pasillos sin declarar en los planos o simples desesperados ocultándose detrás de los muros de esta o de aquella residencia”, una tradición que nace con la recordada Bad Ronald (1974), de Buzz Kulik, y abarca Flores en el Ático (Flowers in the Attic, 1987), de Jeffrey Bloom, Los Otros (The Others, 2001), opus de Alejandro Amenábar, El Habitante Incierto (2004), de Guillem Morales, Mientras Duermes (2011), de Jaume Balagueró, El Niño (The Boy, 2016), de William Brent Bell, y Secretos Ocultos (Marrowbone, 2017), de Sergio G. Sánchez, el tercer film de Cregger, un actor transformado en director que viene de dos comedias bastante mediocres, Miss Marzo (Miss March, 2009) y La Guerra Civil contra las Drogas (The Civil War on Drugs, 2011), arranca con un catalizador hitchcockiano en su acepción hogareña a lo Mike Flanagan, a posteriori se vuelca a una especie de antropología visceral símil Ari Aster, Jennifer Kent o Robert Eggers y finiquita en la comarca del gesto o pastiche jocoso tarantinesco o quizás cercano al indie de los hermanos Joel y Ethan Coen, dúo que también tuvo de discípulos a Jordan Peele, Jeremy Saulnier, Sean Byrne y Ti West, entre otros: Tess Marshall (Georgina Campbell) llega a Detroit por una entrevista de trabajo para un documental sobre músicos de jazz y descubre que su alojamiento vía Airbnb ya está ocupado por otra persona, Keith Toshko (Bill Skarsgård), quien la invita a quedarse y le insiste para que la chica acepte a pesar de su desconfianza patológica, una experiencia que resulta placentera hasta que al día siguiente Marshall descubre cosillas raras en el sótano de la propiedad como un cuarto con una cámara y una cama rústica y un pasadizo secreto que conduce hacia una serie de túneles muy lúgubres que parecen haber servido de mazmorras.

Como aseverábamos con anterioridad, Bárbaro está subdividida en cuatro partes que se corresponden a la perspectiva primigenia de Tess, la de A.J. Gilbride (Justin Long), un actor acusado de violación por una colega que debe vender sus propiedades en alquiler para pagar los honorarios de su abogado y así se ve enredado en el hogar de turno, y la de Frank (Richard Brake), un asesino en serie que a principios de la década del 80 -mínimo flashback de por medio- gustaba de secuestrar mujeres, violarlas, registrar todo en video y tener hijos con ellas, siendo el último episodio el momento en el que terminan de confluir todos los personajes en una misma y tétrica situación porque Marshall descubre en el sótano a La Madre (Matthew Patrick Davis), una mujer tenebrosa símil la Niña Medeiros (Javier Botet) de la saga iniciada con Rec (2007), de la dupla de Balagueró y Paco Plaza, y así después del reglamentario asesinato de Keith arriba al lugar un A.J. cuya única preocupación es calcular los metros cuadrados adicionales que representa el laberinto subterráneo de la edificación, donde aún reside un frágil Frank que despierta miedo en La Madre ya que la susodicha es producto de una endogamia de décadas con las pobres cautivas del psicópata y sus hijas, como bien nos informa el infaltable “agente externo” del saber, en este caso un vagabundo negro que advierte en vano a una Tess que como buena parte de los burgueses se maneja exclusivamente por prejuicios y estigmatizaciones burdas, André (Jaymes Butler). El marco minimalista del comienzo se da la mano con la ausencia de gore profuso y cierta timidez a la hora de mostrar el calvario de las raptadas por Frank o las víctimas de La Madre, quien anda por ahí confundiendo a los que caen en esta residencia de un triste barrio de Detroit con vástagos suyos, un detalle jamás aclarado por la trama porque podría deducirse que es Frank el que atrajo a Marshall y Toshko aunque el loquito se está muriendo en la oscuridad más precaria y cuando reaparece muy pronto se pega un tiro, dejando el asunto en un limbo.

Desde el instante en el que Tess recibe un disparo accidental de parte de A.J., ambos salen de la casa en cuestión y después La Madre le arranca un brazo a André para de inmediato matarlo a golpes con su propia extremidad, la historia cae demasiado en el absurdo pueril y el guión de Cregger tiende al trazo grueso, en especial porque se subraya aquel trasfondo maquiavélico -hasta ese momento en duda- de Gilbride, quien intenta salvarse a sí mismo utilizando a la desconcertada Marshall, amén del inteligente uso en los créditos finales de Be My Baby (1963), joya de The Ronettes escrita y producida por Phil Spector que refuerza a pura ironía la maternidad patética aunque sincera y abnegada de la horripilante criatura en la piel de Davis. El personaje de Campbell, actriz de largo derrotero televisivo que trabajó poco en cine, efectivamente resulta algo antipático como heroína porque representa a cierta fémina boba actual que se siente perseguida por tarados de corazón blando como el Keith de Skarsgård, éste famoso por componer a Pennywise en It (2017) e It: Capítulo Dos (It: Chapter Two, 2019), ambas de Andy Muschietti, y no puede identificar a las verdaderas amenazas, aquí sintetizadas no tanto en La Madre y/ o Frank -cortesía de la pusilanimidad señalada de Cregger a la hora de describir un horror real, léase las violaciones, la crueldad y el encierro- sino en el esperpéntico Gilbride del genial Long, quien acumula los mejores momentos de la propuesta en cuanto a risas y continúa pasándola muy mal porque aquí La Madre pretende amamantarlo y luego le clava las uñas en sus ojos, destino funesto que se suma al suyo en Jeepers Creepers (2001), de Victor Salva, también sin ojitos, Tusk (2014), de Kevin Smith, metamorfoseado en una gran morsa, y House of Darkness (2022), de Neil LaBute, engullido vivo por tres lindas vampiresas. Esta fábula chueca pero adictiva sobre las sorpresas detrás de esos metros cuadrados en una zona marginal no llega a la cima que podría haber alcanzado si se hubiese tomado en serio a sí misma y extremado su planteo…