Detener la humillación
Como otras terceras películas recientes de figuras claves del horror anglosajón del nuevo milenio que quebraron en parte un patrón artístico y al mismo tiempo retuvieron elementos fundamentales del pasado, en línea con esa ciencia ficción de Nope (2022), de Jordan Peele, que parecía negar el terror más directo de ¡Huye! (Get Out, 2017) y Nosotros (Us, 2019) pero siempre conservando el entramado discursivo irónico, y con esas aventuras agitadas de vikingos de El Hombre del Norte (The Northman, 2022), de Robert Eggers, que poco tenían que ver con la claustrofobia del espanto de La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015) y El Faro (The Lighthouse, 2019) aunque reteniendo el gustito por la antropología más ampulosa, la comedia negra surrealista Beau Tiene Miedo (Beau Is Afraid, 2023), de Ari Aster, se aleja significativamente del satanismo de El Legado del Diablo (Hereditary, 2018) y el horror folklórico de Midsommar (2019), un planteo retórico que una vez más no debe hacernos olvidar que las superficies suelen ocultar ingredientes invariantes porque los seres humanos -los creadores culturales, en este caso- no pueden dejar de ser ellos mismos, algo que en pantalla se impone de manera bastante clara porque Aster continúa cerrando el cerco de la tensión y hasta completa una especie de trilogía acerca de la angustia porque así como El Legado del Diablo exploraba la destrucción y/ o metamorfosis de una familia y Midsommar hacía lo propio en relación a una pareja en crisis en concreto, en esta ocasión el eje del proceso -en parte de devastación y en parte de cambio francamente resistido, como decíamos con anterioridad- es el vínculo con la madre, el primero y más importante en la vida del varón y el modelo inconsciente crucial para todos los intercambios posteriores con el popurrí de especímenes que componen la sociedad. El cineasta judío y neoyorquino aquí ventila su sadismo torturando al personaje principal, el siempre frágil Beau Wassermann (Joaquin Phoenix de adulto, Armen Nahapetian cuando joven), a lo largo de la friolera de tres horas en lo que parece ser un suicidio comercial orientado a sacarse de encima a los fans de sus dos primeras propuestas y conservar únicamente al núcleo más duro y arty de su público, uno que ya sabía cómo sería el tercer largometraje porque resultaba evidente que combinaría la premisa narrativa de Beau (2011) con aquel canibalismo emocional materno de Munchausen (2013), dos de sus cortos más famosos que lidiaron con sus obsesiones de siempre, sobre todo la cobardía, la pasividad posmoderna y el control en el marco privado.
En este sentido se puede afirmar que Beau Tiene Miedo expande tanto el sustrato paranoico de Beau, centrado en ese afroamericano del título (Billy Mayo) al que le roban el equipaje y las llaves de su departamento en el pasillo del edificio cuando estaba por embarcarse en un viaje hacia la casa de su madre, como la crucifixión conceptual de un muchacho sin nombre (Liam Aiken), cortesía de su propia progenitora (Bonnie Bedelia), de Munchausen, parodia tácita y muda del montaje del inicio de Up (2009), de Pete Docter, ahora haciendo que la madre señalada caiga en un caso más que trágico de Síndrome de Münchhausen por Poder, un díptico genial sobre problemillas tácitos o explícitos de índole familiar que a su vez se completa con el cortometraje que hizo conocido a Aster en el ambiente cinematográfico de Estados Unidos, Lo Extraño de los Johnson (The Strange Thing About the Johnsons, 2011), tanto su tesis para el Instituto Estadounidense del Cine (American Film Institute) como un exponente a toda pompa del shock horror, en este caso acerca de una parentela de negros en la que el padre, Sidney Johnson (Mayo de nuevo), es una víctima de larga data de abuso sexual por parte de su hijo, Isaiah (Carlon Jeffery cuando niño, Brandon Greenhouse de grande). El guión del director comienza con un primer acto en el que refrita las situaciones de antaño: Wasserman es un hombre de mediana edad que vive en una ciudad repleta de vagabundos, psicóticos y ladrones, Corrina, y que está completamente controlado por su madre Mona (Patti LuPone de mayorcita, Zoe Lister-Jones más bisoña), ricachona cabeza de un imperio farmacéutico e inmobiliario que le dijo que su padre falleció durante el mismo orgasmo en el que fue concebido como consecuencia de un soplo cardíaco fatal que Beau supuestamente heredó, por ello el vástago se mantuvo virgen y siempre enamorado de una muchacha que conoció en un crucero vacacional cuando ambos eran niños, Elaine Bray (Julia Antonelli de púber, Parker Posey en su acepción adulta), una futura empleada de la celosa, maquiavélica, autovictimizante y manipuladora Mona, lo que deriva en un trance calcado del corto del 2011 porque cuando se prepara para viajar al aeropuerto y tomar un vuelo para visitar a su madre por el aniversario de la muerte del padre “alguien” le roba las llaves del departamento y su valija, definitivamente un vecino que no lo dejó dormir con música incesante durante toda la noche para “vengarse” de algo que el protagonista jamás hizo, de hecho subir el volumen del estéreo al máximo o siquiera encenderlo en su hogar.
Mediante flashbacks varios, secuencias de suspenso exacerbado, otras volcadas al ridículo freak y muchos personajes que pasan de la tranquilidad a la vehemencia homicida en un santiamén, Aster nos ofrece un periplo enajenado y francamente imprevisible en el que Beau atraviesa una retahíla de retos que por momentos se parecen a sketchs de los Monty Python aunque pasados por ácido y sin la más mínima pretensión de dejar contento a nadie, por ello Wassermann entra en pánico cuando ingiere un medicamento experimental que le recetó su psiquiatra (Stephen McKinley Henderson) aunque sin esa agua que parece crucial, cuando los homeless toman posesión de su departamento mientras compraba una botellita en una tienda, cuando un empleado de correo (Bill Hader) descubre a su madre muerta después de que su cabeza fuera aplastada por una lámpara de araña caída, cuando sorprende a un desconocido escondido en el techo de su baño y cuando sale corriendo desnudo a la calle, se enfrenta a un policía nervioso y termina atropellado por una camioneta y atacado sin piedad por un lunático. A partir de este punto Beau Tiene Miedo comienza a abandonar la ciudad, relacionada con el caos y la falsedad, y da rienda suelta a un repliegue por etapas hacia el ecosistema bucólico que nos acerca al solipsismo y a una verdad deformada pero verdad al fin, por ello primero tenemos una fase intermedia centrada en los suburbios ya que el personaje de Phoenix despierta dos días después en el domicilio del cirujano Roger (Nathan Lane) y su esposa Grace (Amy Ryan), quienes lo cuidan y en simultáneo lo dejan a merced de chiflados importantes como la hija adolescente y sádica de la pareja, Toni (Kylie Rogers), la cual lo desprecia porque está alojado en su habitación, y el colega castrense del otro vástago, el “muerto en acción” Nathan, un tal Jeeves (Denis Ménochet) que vive en una casa rodante en el jardín, excusa para saltar hacia lo inhóspito verdusco una vez que la histérica de Toni se suicida bebiendo litros y litros de pintura y Grace culpabiliza sin más a Wassermann y envía al energúmeno hiper violento de la milicia para que lo asesine, así se topa con una troupe teatral, Los Huérfanos del Bosque, y se imagina a sí mismo como el protagonista de una obra de índole metadiscursiva, en esencia un hombre que pierde a su familia durante una gigantesca inundación, para de golpe encontrarse con un sujeto extraño (Julian Richings) que le informa que su progenitor está vivo, no obstante Jeeves reaparece, desata una masacre y lo obliga a huir otra vez, ya sin llegar a tiempo al funeral de Mona.
Aster retoma mucho de aquellos miedos masculinos de Cabeza Borradora (Eraserhead, 1977), de David Lynch, el sarcasmo alucinógeno de Terry Gilliam, las minucias del teatro del absurdo modelo Samuel Beckett, Eugène Ionesco y Tom Stoppard, el costado más neurótico del primer Luis Buñuel, la frialdad y parsimonia de Stanley Kubrick, las sátiras surrealistas recientes del griego Yorgos Lanthimos, el ardor carnavalesco por antonomasia, el grotesco circense de Federico Fellini y Ken Russell, la misantropía estándar de Lars von Trier, los latiguillos de las road movies existenciales, el encadenamiento fantástico de Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas (Alice’s Adventures in Wonderland, 1865), de Lewis Carroll, la animación elegíaca artesanal de idiosincrasia indie -hoy condensada en el estupendo segmento de la obra teatral entre la arboleda, a cargo de los chilenos Cristobal León y Joaquín Cociña, aquellos de la experiencia lúgubre en stop motion La Casa Lobo (2018)- y la paranoia burguesa del thriller de invasión de hogar, tan cerca del apocalipsis aporofóbico capitalista como de Casa Tomada (1946), el célebre cuento de Julio Cortázar. Si bien la película puede leerse como una sátira del mundo actual, uno agresivo, castrado, ciclotímico, aburrido, impulsivo, calamitoso, timorato, hipocondríaco, irreflexivo y bastante necio, asimismo ofrece -y exige- una paciencia y una profundidad que ya casi no existen en el reino de la idiotez fetichizada del mainstream hedonista de nuestros días, todos recursos volcados a transformar a Beau en una metáfora del costado dependiente, sentimentaloide, endeble y tendiente a la martirización eterna/ cíclica del vulgo contemporáneo, a lo que se opone la madre devoradora, oligárquica, visceral y ególatra en la piel de LuPone, actriz que nos regala un tour de force al igual que el inconmensurable Phoenix, aquí por momentos rozando la locura. Entre la experimentación terrorista y autoindulgente y un estudio bizarro sobre un Edipo mal curado que deriva en la imposibilidad de detener el masoquismo y la humillación, el realizador filma la comedia como si se tratase de terror y crea el remate perfecto para cada escena, siempre aprovechando la tensión acumulada a contrapelo del frustrante cine actual, basta con pensar en el último acto en la casona de Mona y la hilarante introducción de una Elaine petrificada, la vigilancia de mami, el doppelgänger en el altillo, el monstruo fálico -papi, nada menos- y la inquisición de las postrimerías del “no relato”, a mitad de camino entre la farsa masculina/ femenina y una inmadurez que todo lo sabotea…