Mientras en la superficie la Dictadura todavía replegaba sus fuerzas, debajo, en los subsuelos de la primavera alfonsinista, los latidos de una fiesta brillosa y clandestina empezaban a hacerse oír. Surgía un teatro ruidoso, incipiente, recargado de plumas, brillo, lentejuelas y todo el color que durante mucho tiempo había sido negado. Eran otros tiempos, donde lo contracultural era verdaderamente contracultural y que te encuentren maquillado y con peluca siendo hombre, argumento suficiente para que te metan preso. El documental de Diego Shipani busca indagar entonces en el corazón de aquel mítico under porteño, donde nombres como Batato Barea y Alejandro Urdapilleta siguen resonando desde el más allá como ecos de esa algarabía salvaje que vino a renovar los escenarios con una creatividad inédita; siendo consciente de la incongruencia que sería pretender encorsetar una movida que nació con alma rupturista. Frente a la imposibilidad de abarcarlo todo, el recorte queda circunscripto a la vida, obra, cuerpo y voz de Willy Lemos, protagonista incuestionable de la escena y uno de los primeros en introducir el transformismo a las tablas. Y sí hablamos de transformismo, la película en sí funciona de esa manera al ir mutando y deformando sobre la marcha su propia puesta en escena para registrar el proceso de creación de una nueva: la del clásico de Federico García Lorca, “La casa de Bernarda Alba”.
El resultado es una serie de fugas procedimentales y temporales. La vitalidad instantánea del teatro se funde con el cine. Las anécdotas conviven en simultáneo con imágenes de audiciones y ensayos, se hibridan de la misma manera con que la ficción y lo documental entran y salen del cuerpo performer. Como un caos ordenado, Bernarda es la patria retumba en varios volúmenes a la vez, todo para qué tres décadas más tarde, el espíritu de aquellos años de resistencia sea testimoniado y revivido por medio de uno de sus sobrevivientes fundamentales. Lemos desempolva sus recuerdos en el under -cargados siempre de una libertad sexual desaforada- con la misma liviandad con que puede confesar, en plena sesión de maquillaje, sus más dolorosas tragedias personales. Así, su biografía se vuelve caja de resonancia de las desgracias de los que ya no están. Muchos de ellos, víctimas mortales de la por entonces llamada “Peste Rosa” recordada por el actor como un virus que no solo trajo el espectro de la muerte sino además, el recrudecimiento del prejuicio hacia a los homosexuales como él. De modo que si a eso le sumamos el gesto de travestirse y exteriorizar toda una feminidad desbordante cuando todavía nadie estaba familiarizado con el término drag queen, su cuerpo y, el de muchos otros que hace tiempo dejaron de brillar, no impone otra cosa que no sea respeto.
Por Felix De Cunto
@felix_decunto